miércoles, 17 de septiembre de 2025

Longevidad y cultura popular: ¿cómo envejecer sin dejar de estar presente?

 

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La longevidad no es solo vivir más años, también es seguir estando en las historias que nos contamos. En medios, música, cine o redes sociales, la vejez aparece a menudo como un papel secundario, reducida a estereotipos o borrada del relato. Repensar cómo la cultura popular representa la longevidad es clave para que envejecer no signifique desaparecer.

La imagen de la vejez en los medios

Los informativos hablan de la vejez casi siempre en clave de dependencia, soledad o gasto social. La publicidad apenas muestra a personas mayores, salvo para vender fármacos, seguros o planes de pensiones. De este modo, se ofrece una imagen limitada y parcial, que no refleja la diversidad de trayectorias, intereses y aportes de las personas longevas.

El contraste es evidente: mientras se multiplican las noticias sobre longevidad como desafío demográfico, casi nunca aparecen rostros de personas mayores en ámbitos de innovación, cultura o política. Así, la vejez se presenta menos como etapa vital y más como un problema a gestionar. Esta mirada condiciona no solo la percepción social, sino también la autoestima de quienes se sienten ausentes en el espejo mediático.

Música y cine: entre el mito y el olvido

En la música popular, pocas veces se canta a la vejez sin recurrir a la nostalgia. La juventud se celebra como motor de deseo y creatividad; la vejez aparece como recuerdo o pérdida. Sin embargo, músicos septuagenarios y octogenarios siguen llenando estadios, demostrando que la creación artística no se apaga con la edad. Bob Dylan, Caetano Veloso o Joan Manuel Serrat son ejemplos de una generación que continúa dialogando con públicos intergeneracionales.

El cine oscila entre dos extremos: la caricatura del “abuelo cascarrabias” y la historia dramática que presenta la vejez como un epílogo inevitable. Pero también encontramos obras que rompen moldes: películas que retratan a personajes mayores como protagonistas de deseo, aventura o transformación. Desde Amour de Michael Haneke hasta Nomadland de Chloé Zhao, el cine ha mostrado que la vejez puede ser escenario de profundidad emocional, rebeldía y búsqueda de sentido. Estas imágenes son valiosas porque amplían lo imaginable y legitiman nuevas narrativas sobre el paso del tiempo.

Redes sociales: nuevos escenarios, viejos prejuicios

Las redes han abierto un espacio inesperado para que personas mayores construyan comunidades y muestren su voz. Influencers de 70, 80 o 90 años acumulan millones de seguidores en Instagram, TikTok o YouTube, derribando prejuicios sobre lo digital como territorio exclusivo de la juventud. Cuentas de moda, gastronomía o activismo protagonizadas por mayores muestran una longevidad creativa y conectada.

Sin embargo, junto a estas historias positivas persisten los comentarios edadistas: bromas que ridiculizan, estereotipos que infantilizan o prejuicios que cuestionan su derecho a ocupar espacio en entornos juveniles. La cultura digital refleja así la misma ambivalencia que la sociedad: apertura y resistencia al mismo tiempo.

Lo que se dice, lo que se silencia

De la vejez se habla cuando se convierte en noticia por la dependencia o la fragilidad. Se calla, en cambio, sobre el talento, la creatividad o el humor que también acompañan la vida longeva. Lo que no se nombra no existe en el imaginario colectivo. Y lo que no se representa, difícilmente se valora.

Esta omisión tiene consecuencias profundas: la falta de referentes mayores en roles positivos alimenta la idea de que envejecer es desaparecer. Por eso repensar la cultura popular es clave para construir una sociedad longeva inclusiva, en la que todas las generaciones puedan verse reflejadas y reconocidas.

Representar lo que importa

Necesitamos relatos que reflejen la pluralidad de la longevidad: personas activas y personas frágiles, historias de amor y de pérdida, aprendizajes, contradicciones, búsquedas nuevas. La longevidad no debería ser un paréntesis, sino un capítulo con todas las posibilidades de la vida.

Cuando la cultura popular ofrece imágenes diversas, contribuye a reducir prejuicios, ampliar horizontes y preparar a las generaciones jóvenes para sus propios futuros longevos. Representar lo que importa es, en última instancia, un ejercicio de justicia cultural.

Hacia una presencia real

La longevidad nos interpela no solo en hospitales o políticas públicas, también en canciones, series, memes o novelas. Estar presente en la cultura popular significa poder reconocerse en ella: sentir que tu edad no te borra, sino que te incluye. Y ese reconocimiento no es un lujo: es parte del derecho a seguir siendo visibles y valiosos en la vida social.

Una sociedad que integra la longevidad en sus expresiones culturales gana en riqueza simbólica, en cohesión y en capacidad de diálogo entre generaciones. Porque envejecer sin dejar de estar presente no es solo una aspiración individual: es un desafío colectivo para el que necesitamos nuevas miradas, nuevas historias y nuevas voces.

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Mi casa, mi refugio: identidad, seguridad y dignidad en la vejez Irene Lebrusán Murillo Envejecer en sociedad

 

Algunas cuestiones parecen tan obvias que tendemos a darlas por hecho. Una de las más básicas es disponer de un lugar donde vivir. No me refiero a cualquier lugar, sino a un lugar digno, un lugar que podamos llamar hogar. Un hogar es más que un techo, más que una puerta con cerradura y cuatro paredes, más que un espacio donde guardar nuestras cosas. La vivienda, donde conformamos el hogar, es también una extensión de nuestra identidad, un espacio de seguridad y un refugio emocional. Como me decía una señora, “mi casa es mi cobijo”. Esto, que ya es importante para cualquier persona, lo es aún más para quienes añaden años a su vida.

Uno de los primeros conceptos que ayuda a entender esta importancia es el de espacio personal. Robert Sommer, en su obra Personal Space: The Behavioral Basis of Design, ya planteaba (allá por 1969) que los seres humanos necesitan controlar un pequeño entorno alrededor suyo para preservar su equilibrio psicológico. El control espacial, el de nuestro entorno inmediato, sería parte esencial de nuestro bienestar emocional y psicológico.

En esta línea, el geógrafo J. Douglas Porteous describe tres beneficios que se derivan de la apropiación y control del espacio que consideramos (a partir de entonces) propio: seguridad, identidad y estimulación. Estos elementos conformarían lo que denomina las satisfacciones territoriales y que en la vivienda, se expresaría de múltiples maneras: desde tener la llave de la puerta hasta poder decidir qué objetos nos rodean o cómo organizamos el salón (qué importante es esto, aunque pueda no parecerlo). La personalización del espacio —colgar un cuadro, elegir una colcha, pintar las paredes— es una afirmación silenciosa de nuestra existencia, una forma de decir: “esta soy yo”. Y cuando nos impiden hacerlo, sentimos que nos anulan. Puede llegar a doler de una forma casi física. O, como mínimo, deprimirnos. No es igual de importante para todas las personas, claro, pero la personalización del espacio en distinto grado es importante para todos los seres humanos. Privarnos de ello es cruel.

La dimensión espacial y su intersección con el concepto de hogar cobra una dimensión crucial cuando hablamos de personas mayores. A medida que disminuye la movilidad, los ingresos o las redes sociales, incluso la “obligatoriedad” de salir (por el trabajo, por ejemplo) la vivienda adquiere un papel central: es donde pasamos más tiempo, donde construimos rutinas que nos sostienen, y donde podemos —si se dan las condiciones— seguir siendo nosotros mismos.

La seguridad, por su parte, no es solo física (una vivienda en buen estado, sin barreras arquitectónicas que nos pongan en peligro o nos impidan movernos), sino también psicológica. Rapoport, antropólogo, señalaba que el simple hecho de que un extraño se acerque a nuestra vivienda puede generarnos estrés. Por eso nos asusta tanto que entren en casa y por eso triunfan determinados discursos del miedo; no es tanto que nos roben lo que tengamos (sin negar su importancia) como que violen nuestro espacio privado. Tener control sobre quién accede a nuestra propia vivienda es un componente básico de la percepción de seguridad.

Y si la vivienda aporta seguridad, también favorece la identidad. No solo porque refleja quiénes somos o cómo nos vemos, sino también porque proyecta cómo queremos ser vistos por los demás. Clare Cooper, en The House as a Symbol of Self, plantea que la vivienda actúa como un símbolo del “yo”: muestra cómo nos representamos hacia dentro (hacia nosotros mismos) y hacia fuera (hacia los demás). A veces esto se traduce en las plantas que elegimos poner en nuestra ventana (si es que podemos ponerlas), en los adornos que elegimos en el interior, en la manera en que “abrimos” (o no) nuestras puertas al vecindario. Hasta el felpudo que elegimos tiene un significado. 

Algunas culturas tienden a volcarse más hacia lo privado; las mediterráneas son más dadas a entender el barrio como una extensión del hogar. En muchas ciudades españolas, las relaciones sociales que se tejen en la escalera, en el portal o en la plaza son casi tan importantes como lo que ocurre dentro de casa. De algún modo, el barrio se convierte en una extensión del hogar, y perderlo —por un traslado forzoso, por la gentrificación que nos expulsa, por no poder pagar el alquiler— puede llegar a suponer un gran golpe psicológico y sentirse como una forma de desarraigo vital.

Esto se vincula con lo que muestran diferentes estudiosos sobre cómo las personas organizan su percepción del espacio (mapeo cognitivo), desde Throwbridge hasta Kevin Lynch. Según Porteous, tendemos a ver el mundo de forma domicéntrica: el hogar es el punto de referencia desde el cual interpretamos todo lo demás. Es nuestro centro de gravedad, por así decirlo. Como dice este autor, “el hogar es un refugio seguro para el individuo que se ve obligado a salir a diario más allá de sus límites”; un lugar que nos resguarda de un mundo que, a menudo, valora más los papeles que desempeñamos que lo que somos. Como les digo a mis alumnos, lloramos con más tranquilidad en el interior de nuestra vivienda que en mitad de la calle. Necesitamos un espacio en el que expresar nuestra vulnerabilidad. 

En este sentido, la propiedad o el control estable de una vivienda no solo garantiza un espacio físico, sino también derechos simbólicos: a estar solo, a decidir, a tener privacidad. De ahí la angustia que generan situaciones como los desahucios, los alquileres inestables o las residencias masificadas sin posibilidad de personalización. Pensemos, por ejemplo, qué sucede en nuestro interior si no podemos decidir cerrar nuestra puerta o si se comparte habitación sin posibilidad de intimidad. 

El espacio privado —su calidad, su accesibilidad, su estabilidad— es un determinante clave de la salud y del bienestar. Y es, también, una condición para ejercer derechos. Por eso importa tanto hablar de vivienda cuando hablamos de envejecimiento. Porque el envejecimiento no es solo un proceso biológico, sino también una experiencia peronal y, por ello, espacial. No envejecemos en abstracto: envejecemos en casas concretas, en barrios con nombre, en habitaciones con luz o sin ella.

La vivienda de las personas mayores no es solo garantizar un techo: es permitir que conserven su autonomía, su identidad y su dignidad. Es permitirles tener un refugio desde el cual seguir habitando el mundo. Lo mismo que querremos los demás el día de mañana.

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