lunes, 27 de marzo de 2023

Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol. 2 (1914). Ricardo de Montis CONVERSACIONES DE ULTRATUMBA Ed. 2021 de la Red Municipal de Bibliotecas de Córdoba


    No se alarme algún lector creyendo que voy á tratar de espiritismo; las teorías de Allan Kardec no han logrado, hasta ahora, producirme más que risa.

    Unicamente me propongo contar dos sucesos graciosísimos que ocurrieron hace ya muchos años en Córdoba, los cuales demuestran la ignorancia supina de algunos hombres.

    Entre los innumerables arrieros que antíguamente transportaban [sic] el trigo y la harina, en corpulentos burros, desde los pueblos de la provincia á la capital, tráfico ya desaparecido y que proporcionaba medios de subistencia á centenares de familias, había uno á quien sus colegas de oficio llamaban el blasfemo.

    Por este apodo se puede suponer la lengua que tendría, puesto que se lo aplicaban sus propios compañeros que jamás distinguiéronse por la corrección de palabra.

    La más insignificante contrariedad, una verdadera tontería, hacíale montar en cólera y entonces brotaban de su boca las injurías [sic], las maldiciones, las blasfemias y las expresiones más soeces que han escuchado los mortales.

    Albergábase este energúmeno cuando venía á nuestra población en la célebre posada del Potro, la posada de las tradiciones, famosa ya en los tiempos de Cervantes que hace mención de ella en su obra inmortal.

    El arriero acostumbraba á levantarse, en todos los tiempos, al toque del Alba, y apenas abandonaba el pajar que le servia de dormitorio comenzaba sus imprecaciones y sus denuestos continuos con los que despertaba á todos los moradores del mesón.

    Más de una vez se quejaron algunos al posadero de las molestias que les causaba el individuo en cuestión, pero tales reclamaciones no producían efecto por tratarse de un huésped tan constante como buen pagador.

    Vino á Córdoba, para lucir sus habilidades en el Teatro Principal, un notable artista; un ventrilocuo que transformaba la voz admirablemente; simulaba que surgía de cualquier sitio é imitaba, con rara perfección, el canto de toda clase de pájaros.

    Este ventrilocuo fué quien, al pasar por una calle y ver á un gitano que esquilaba un burro, dijo de modo que pareciera que lo decía el pollino: ¡ten cuidado que me vas á cortar! propinando tal susto al cañí que soltó las tijeras y quizá no haya dejado de correr todavía.

    Enterados de los prodigios del ventrilocuo algunos concurrentes al mesón idearon un plan diabólico para dar al arriero un susto terrible que acaso le curara radicalmente de su vicio.

    Indicaron el proyecto al artista, al que le pareció de perlas, pues era hombre de buen humor, y ofrecióse á realizarlo.

    Visitó con cualquier pretexto la posada para ver el lugar en que dormía el blasfemo y, la noche siguiente, marchó á la plaza del Potro en compañía de los autores de la idea.

    Serían lar nueve cuando el arriero, que dormía á pierna suelta desde poco después de la oración, despertó sobresaltado por una voz extraña y cavernosa que pronunciaba su nombre.

    Al principio creyó que se trataba de una pesadilla, pero ya bien despierto volvió á oir la voz que parecía brotar entre la paja y repetía, triste y angustiosa, ¡Manueeel!

    El hombre miró á su alrededor por si era objeto de una broma, pero nadie había y la voz continuaba, débil como un quejido, llamándole ¡Manueeel!

    Ya no pudo contenerse y de un salto se puso en los umbrales del pajar.

    Entonces la voz extraña, algo más vibrante, empezó á decirle: Manuel, no te asustes, soy yo, tu padre, que por culpa de tu mala lengua estoy en el Purgatorio y vengo á suplicarte que no blasfemes, que seas bueno para que yo deje de padecer y tú no sufras tampoco el día que mueras.

    No habría pluma capaz de describir el efecto que esta perorata produjo al ignorante arriero; de tres en tres bajó los peldaños de la tortuosa escalera, pálido, tembloroso, con el pelo de punta y los ojos fuera de las órbitas.

    Dirigióse á las cuadras en que tenía su recua y allí permaneció el resto de la noche, mudo, inmóvil, hasta que le pasaron los efectos del terror.

    Al siguiente día no despertó con sus palabrotas á los compañeros de mesón.

    Y apenas oyó las campanas de la iglesia próxima fue á la sacristía, sacó una reluciente moneda do oro, de veintiuno y cuartillo, que conservaba como un amuleto en la bolsa verde del dinero oculta entre la faja, y la entregó al señor cura diciéndole: tome usted, para Misas por mi padre.

    El posadero del Potro y los asiduos concurrentes al mesón    aseguran que el arriero no volvió á proferir una blasfemia ni una palabra mal sonante.

*

    Uno de los tipos más populares en esta capital, ya citado en las Notas referentes á la Plaza de la Corredera, fue Navas, el guarda particular de la calle de Almonas.

    Tratábase de un hombre viejo, pero bien conservado, grueso, de baja estatura, con recio bigote blanco, que más que una persona parecía un arsenal de armas ambulante.

    Llevaba en la cintura un pistolón enorme y un sable corvo; en los bolsillos un revólver, una navaja descomunal y acaso una llave inglesa y en la mano un bastón de estoque, todo casi prehistórico.

    Cuando andaba, estos herrabaches, unidos á las llaves que le entregaban los vecinos, producían más ruido que un escuadrón de caballería á galope.

    Y el pobre Navas, sin apenas poder tirar de su carga, con la pipa en la boca, siempre grave y serio, paseaba en la calle contando sus hazañas y proezas á vecinos y transeuntes ó amenazando con rabia al beodo que iba en su busca para mofarse de él.

    Anoche hubo leña -solía decir á cualquier conocido; - vinieron unos patosos promoviendo escándalo, les dije que callaran, no me obedecieron y les jarreé candela.

    Y, efectivamente, luego resultaba que sí hubo palos, pero con la pequeña diferencia de que fué él quien los recibió.

    Estaba recién instalado en Córdoba el teléfono, causando la admiración de las personas que lo desconocían.

    A varios individuos de buen humor se les ocurrió utilizarlo para embromar á Navas. ¡Lo que es el progreso! -dijéronle una noche- acaban de inventar un aparato por medio del cual puede hablarse con las personas que han muerto. ¿Pero eso es posible? -preguntó el guarda haciendo un gesto de asombro

    Y tan posible, le respondieron, que en la botica de la plazuela de la Almagra hay ya uno de esos aparatos

    ¿Quiere usted verlo? Ahora mismo -replicó el buen hombre- y bromistas y embromado se dirigieron á la farmacia.

    El arsenal viviente acercóse con recelo al teléfono, lo estuvo examinando y exclamó: ¡bah! y por medio de esa caja, y esos alambres, y esos cordelillos se va á poder hablar con los muertos.

    ¿Que no? Pues ha de convencerse en el acto. Va usted á conversar con su padre; prepárese para no sufrir un susto, le volvieron á decir sus acompañantes, y acto seguido uno de ellos tocó el botón del teléfono, pidió comunicación con el otro mundo (ya de acuerdo con la central), sonó el timbre y aplicó uno de los auriculares á la oreja de Navas, al mismo tiempo que él se aproximaba el otro al oido para escuchar la interesante conversación.

    ¿Quién llama? -preguntó una voz que, en efecto, parecía de ultratumba.

    Conteste usted, que ya está ahí su padre, murmuró por lo bajo uno de los guasones y acto seguido se entabló este diálogo:

    - Soy yo, papa, ¿no me conoce usted? Y al mismo tiempo que hablaba así se le salía la gorra de la cabeza.

    - Sí, hijo mío, pero como hace tantos años que falto del mundo extrañaba tu voz.

    - ¿Cómo le va á usted en ese barrio?

    - Bastante mejor que en el portal de zapatero; y tú ¿que tal andas?

    -Yo bregando constantemente con borrachos y alborotadores, porque soy guarda de la calle de Almonas, que equivale á serlo del Infierno.

    - Mal oficio has escogido para los últimos años de vida. 

    Y así continuó el parlamento hasta que el alma del otro mundo cortó la comunicación para no soltar la carcajada.

    Y el pobre Navas quedó convencido, hasta la saciedad, de que había echado un párrafo con su padre.

ASAMBLEA EN LA CARPINTERÍA


    Hubo en la carpintería una extraña asamblea; las herramientas se reunieron para arreglar sus diferencias. El martillo fue el primero en ejercer la presidencia, pero la asamblea le notificó que debía renuncias, ¿La causa? Hacía demasiado ruido, y se pasaba el tiempo golpeando.

    El martillo reconoció su culpa, pero pidió que fuera expulsado el tornillo: había que darle muchas vuelta para que sirviera de algo.

    El tornillo aceptó su retiro, pero a su vez pidió la expulsión de la lija: era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás.

    La lija estuvo de acuerdo, con la condición de que fuera expulsado el metro, pues se la pasaba midiendo a los demás, como si él fuera perfecto.

    En eso entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo, utilizando alternativamente el martillo, la lija, el metro y el tornillo. Al final, el trozo de madera se había convertido en un lindo mueble.

    Cuando la carpintería quedó sola otra vez, la asamblea reanudó la deliberación. Dijo el serrucho: “Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace valiosos. Así que no pensemos ya en nuestras flaquezas, y concentrémonos en nuestras virtudes”. La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba solidez, la lija limaba asperezas y el metro era preciso y exacto. Se sintieron como un equipo capaz de producir hermosos muebles, y sus diferencias pasaron a segundo plano.


Cuando el personal de un equipo de trabajo suele buscar defectos en los demás, la situación se vuelve tensa y negativa. En cambio, al tratar con sinceridad los puntos fuertes de los demás, florecen los mejores logros. Es fácil encontrar defectos -cualquier necio puede hacerlo-, pero encontrar cualidades es una labor para los espíritus superiores que son capaces de inspirar el éxito de los demás.



Fuente: La Culpa es de la Vaca - Intermedio Editores 
Compiladores de los Relatos: María Inés Bernal Trujillo - Jaime Lopera Gutiérrez