viernes, 23 de abril de 2010

DYLAN THOMAS (EL VISITANTE -1935)(LOS ENEMIGOS - 1934)



Las manos le pesaban, aunque toda la noche las había tenido posadas sobre las sábanas y no las había movido más que para llevárselas a la boca y al alborotado corazón. Las venas, insalubres, torrentes azules, se precipitaban hacia un blanco mar. A su lado una taza desportillada despedía un vaho de leche. Olfateó la mañana y supo entonces que los gallos volvían a asomar las crestas y cacareaban al Sol. ¿Qué eran aquellas sábanas que le envolvían sino un sudario? ¿Y qué era aquel fatigoso tictac del reloj, situado entre los retratos de su madre y su difunta esposa, sino la voz de un viejo enemigo? El tiempo era lo suficientemente generoso como para dejar que el Sol llegara a la cama y lo bastante misericorde como para arrancárselo por sorpresa cuando se cernía la noche y más necesitado estaba él de luz roja y claro calor.
Rhiana estaba al cuidado de un muerto: acercó a aquellos labios muertos el borde descascarillado de la taza. Aquello que latía bajo las costillas era imposible que fuera el corazón. Los corazones de los muertos no laten. Mientras esperaba a ser amortajado y embalsamado, Rhiana le había abierto el pecho con una plegadora, le había extirpado el corazón y lo había metido en el reloj. La oyó decir por tercera vez:
«Bébete la leche.»

Y al sentir que su amargor se le deslizaba por la lengua y que las manos de ella le acariciaban la frente, supo que no estaba muerto. Aún vivía. Los meses, serpenteando entre secos días, seguían su cauce de millas y millas en pos de los años.
Hoy vendría a sentarse allí y a charlar con él. Oyó dentro de la cabeza la batalla de voces de Callaghan y Rhiana, luego se quedó dormido saboreando la sangre de las palabras. Las manos le pesaban. Por dentro de aquel cuerpo escurrido y blanco en cuyos costados sobresalían los filos de las costillas, se había apostado una sombra de melancolía. Sus manos habían apretado otras manos y habían lanzado algo al vacío. Ahora eran unas manos muertas. Podía retorcérselas entre los cabellos o llevarlas insensibles hasta el estómago o dejar que se perdieran en el valle abierto entre los pechos de Rhiana. Cualquier cosa que hiciera con ellas, estaban tan muertas como las manecillas del reloj y a su compás giraban.

-¿Cierro la ventana hasta que caliente más el Sol? -dijo Rhiana.
-No tengo frío.

Estuvo a punto de decirle que los muertos no sienten ni el calor ni el frío, que ni el Sol ni el viento pueden metérseles entre las ropas. Pero ella se habría reído con aquella condescendencia suya, le habría besado en la frente y le hubiera dicho:

-¿Por qué estás aquí, Peter, qué tienes? Mañana estarás bien.

Un día había de salir a vagar por las colinas de Jarvis como el fantasma de un niño y le oiría decir a la gente:

«Ese es el fantasma de Peter, un poeta que estuvo muerto varios años antes de que lo enterrasen.»

Rhiana le tapó los hombros con la sábana, le dio un beso como todas las mañanas y se llevó la taza.
Un hombre había dibujado con pincel un marco de colores bajo el Sol y había pintado círculos y más círculos alrededor de su esfera. La muerte era un hombre con una guadaña, pero aquel día de verano no había vida que segar.
El enfermo esperaba a su visitante. Peter estaba esperando a Callaghan. Su cuarto era un mundo dentro de otro mundo. Dentro de él había un mundo que giraba y giraba y donde salía un Sol y se ponía una Luna. Callaghan era el viento del oeste y Rhiana, como un viento del sur, le quitaba los escalofríos del otro viento.
Se llevó la mano a la cabeza y la posó allí como una piedra sobre otra. Nunca había sonado la voz de Rhiana tan remota como cuando dijo que se bebiera la leche. ¿Y qué era ella sino una enamorada hablando enloquecida a su amor bajo la tapa de un ataúd arropado? ¿Quién habría andado hurgando en él durante la noche para despojarle de todo menos de un corazón ajeno? Aquel corazón guardado en la armadura de sus costillas no le pertenecía, tampoco era suyo aquel hormigueo en las venas de los pies. Ya no podía mover los brazos ni siquiera para abrazar a una muchacha y protegerla de vientos y ladrones. Nada había bajo el Sol más lejano que su propio nombre. La poesía era una simple ristra de palabras puestas a secar. Dio forma con los labios a una leve esfera de sonidos y pronunció una palabra.
No hay mañana para los muertos. No cabía pensar que tras la noche y el sueño la vida iba a volver a brotar como una flor por las rendijas de un ataúd.
El cuarto era un amplio lugar en torno a él. Los retratos mendaces de las mujeres le contemplaban desde sus marcos. A un lado el rostro de su madre, un óvalo amarillento dentro de un marco de terciopelo y oro viejo, y al otro la difunta Mary. Aunque el viento de Callaghan soplara con fuerza, nunca lograría abatir la pared que había tras ella. Pensaba en ella tal y como había dicho, recordaba su Peter, querido, Peter, y la sonrisa de sus ojos.
Recordó que no había vuelto él a sonreír desde aquella noche, hacía ya siete años, en que el corazón se le había estremecido con tanta violencia que le había hecho caer. Había hallado fuerzas en el precioso crepúsculo. Sobre las colinas y el tejado habían desfilado anchas lunas, y a la primavera había seguido el verano. ¿Cómo había podido vivir sin que Callaghan hubiera aventado con un ruidoso soplido las telarañas del mundo y sin que Millicent hubiera derramado sobre él todo su cariño? Pero los muertos no necesitan amigos. Miró con perplejidad por encima de la tapa del ataúd. Un hombre de cera hierático y rígido le devolvió la mirada. Después los ojos se desviaron y se contemplaron el rostro.
Nada hubo en el cambio de los días más que la divinidad que él había construido en torno a ella. Su hijo mató a Marya en las entrañas. El notó que su cuerpo se volvía vapor y que los hombres ligeros como el aire pasaban a través de él con sus pies metálicos. Empezó a gritar:

-¡Rhiana, Rhiana!, me han levantado y me están dando patadas en el costado. La sangre me corre gota a gota. ¡Rhiana!

Ella subió corriendo y una y otra vez le limpiaba las lágrimas de las mejillas con la manga del vestido.
Siguió allí tumbado toda la mañana, mientras el día crecía y maduraba camino del mediodía. Rhiana entraba y salía y él olfateaba la leche y los tréboles de su vestido cuando se inclinaba sobre él. Nuevamente sorprendido seguía sus refrescantes evoluciones por la estancia, el movimiento de sus manos mientras quitaban el polvo al marco del retrato de Mary. Con la misma sorpresa, pensó, siguen los muertos la velocidad del movimiento y el florecer de la piel. Ella debía estar cantando mientras recorría la habitación de un lado a otro poniendo las cosas en su sitio, zumbando como una abeja. Y si hubiera hablado o reído, o se hubiera enganchado las uñas con el fino metal de los candelabros rechinando en un sollozo de campana, o si su cuarto se hubiera llenado de repente de un estruendo de pájaros, él se hubiera echado nuevamente a llorar. Le agradó contemplar las inmóviles olas de las ropas de la cama, y pensó que era una isla emplazada en algún lugar de los mares del Sur. En esta isla de rica y milagrosa vegetación los frutos, los vientos del Pacífico los ha¬cían caer al suelo y allí se convertían en amparo de las expediciones veraniegas.
Y pensando en la isla, pensó también en el agua y sintió su ausencia. El vestido de Rhiana ondulando a su paso, creaba un murmullo de agua. La llamó a su lado y, poniéndole la mano en la pechera, sintió un tacto de agua.

«Agua», le dijo.

Y le contó cómo de niño se había tumbado a veces sobre las rocas jugueteando con los dedos en la corriente. Ella le trajo entonces un vaso de agua y se lo puso a la altura de los ojos para que pudiera ver la habitación a través de un muro de agua. No quiso beber él y ella retiró el vaso. Imaginó la frescura del mar. Aquella tarde de verano le hubiera gustado estar sumergido totalmente en el agua y ser, no una isla que flotara sobre ella, sino un verde lugar en el fondo de una vertiginosa caverna marina. Pensó unas pala¬bras bonitas y compuso un verso acerca de un olivo que crecía en el fondo de un lago. Pero el árbol era un árbol de palabras y el lago rimaba con otra palabra.

-Siéntate y léeme, Rhiana.
-Después de que comas -dijo ella.

Y le trajo comida.
Él no podía comprender que ella hubiera bajado a la cocina y que le estuviera preparando la comida con sus propias manos. Pero se había ido y ya estaba de vuelta otra vez con la sencillez de una doncella del Antiguo Testamento. Su nombre no tenía sentido, pero sonaba muy bien. Era un nombre extraño tomado de la Biblia. Aquella mujer le había lavado el cuerpo después de arrancárselo al ár¬bol y sus dedos expertos y frescos habían acariciado los huecos de su corteza como diez bendiciones.

Él le gritó: «Pónme bajo el brazo hierbas dulces y mojadas de tu saliva y estaré fragante.»
-¿Qué te leo? -preguntó ella sentándose a su lado.

Él movió la cabeza, no le importaba lo que le leyera, sólo quería escuchar su voz y en nada quería pensar sino en las inflexiones de su tono.


Ah! gentle may i lay me down,
and gentle rest my head,
and gentle sleep the sleep of death,
and gentle hear the voice
of Him that walketh in the garden
in the evening time. *

* _

Dulcemente quisiera yacer,
y dulcemente apoyar mi cabeza,
dulcemente dormir el sueño de los muer¬tos
y dulcemente oír la voz
de Aquel que cruza por mi jardín
a esta hora de la tarde.

Callaghan tenía el abrigo mojado y le rozó a Peter el rostro.

-Callaghan, Callaghan -le dijo con la boca apretada contra la negra tela de su abrigo.

Sintió los movimientos del cuerpo de Callaghan, el tensarse y relajarse de sus músculos, notó la curva de sus hombros, el impacto de sus pies sobre el suelo movedizo. Un viento de arcilla y limo subió hasta su rostro.
Sólo cuando sintió un arañazo de ramas en la espalda supo que iba desnudo. Para no gritar, apretó firmemente los labios como un dique contra aquella carne floja. Callaghan también iba desnudo como un niño.

-Vamos desnudos. Aún nos quedan los huesos, los órganos, la piel y la carne. Tienes en el pelo una cinta de sangre. No te asustes. Un tejido de venas te cubre las piernas.

El mundo se echaba encima de ellos, en el vacío se precipitaba un viento aventando los frutos del combate bajo la Luna. Peter oyó un canto de pájaros, pero era un canto nunca oído, muy distinto de aquel otro que salía de las gargantas de los pájaros de su ventana. Eran pájaros ciegos.

-¿Son ciegos? -dijo Callaghan-. Tienen mundos en los ojos. Su trino es blanco y negro. No te asustes. Bajo la cáscara de sus huevos, hay unos ojos que brillan.

De repente se detuvo. Peter tenía, entre sus brazos, la ligereza de una pluma. Lo depositó dulcemente sobre un verde ribazo. Allí comenzaba el viaje infinito de un valle cargado de hierbas y entecos árboles hasta perderse en la lejanía donde la Luna pendía obscura como un cordón umbilical. A uno y otro lado surgía de entre los bosques un afilado rumor de faisanes y escopetas que caían como una lluvia. Pero al momento la noche se había serenado y aquel trepidar de ramas arrumbadas por donde los pies de Callaghan pisaban chasqueando vino a hacerse un suave rumor.
Peter, con la conciencia de su corazón enfermo, se llevó una mano al costado y lo encontró vacío. Las puntas de los dedos flotaron por un torrente de sangre, pero las venas no se podían ver. Estaba muerto. Ahora sabía que estaba muerto. El fantasma de Peter, invisiblemente herido, fantasma de sangre, se irguió desafiante frente a la corrupción de la noche.

-¿Dónde estamos? -dijo la voz de Peter.
-En el valle de Jarvis -dijo Callaghan.

Callaghan también estaba muerto. Ni uno de sus cabellos podía moverse bajo la helada que estaba cayendo sin cesar.

-Este no es el valle de Jarvis.
-Este es el valle desnudo.

La Luna, doblando y redoblando la fuerza de sus haces, iluminaba las cortezas, las raíces y las ramas de los árboles de Jarvis, los perfiles de sus piedras, las negras hormigas que se arrastraban entre ellas, los guijarros de los arroyos, la hierba secreta, los incansables gusanos de la muerte. Las comadrejas y las ratas, con el pelo emblanquecido por la Luna, salían de sus agujeros por los flancos de las colinas, rabiando y enceladas en busca de gargantas donde clavar la furia de sus dientes. Y cuando el ganado, presa ya de las comadrejas que huían, caía al suelo desmoronado, todas las moscas, levantando su vuelo desde los estercoleros, venían sobre sus cabezas y allí se posaban como una nube. Del fondo de aquel valle desnudo emergía el olor de la muerte y se colaba por la enorme nariz de la montaña hasta la cara de la Luna. Las moscas zumbaban sobre los rebaños abatidos. Las ratas peleaban encarnizadamente por entre las heridas de las ovejas. Aún le quedaba a Peter un poco de tiempo antes de que los muertos, apenas identificados, quedaran enterrados bajo una Tierra que el viento arrastraba sonora y poderosamente derribando a su paso nubes de insectos que caían sobre la hierba. Los gusanos de la muerte deshacían ya las fibras de los huesos de los animales, los devoraban espléndida y minuciosamente, de entre las cuencas de los esqueletos crecían malas hierbas y de los pechos abandonados brotaban flores, cuyas hojas tenían el carnoso color de la muerte. Y la sangre que había manado de aquellos cuerpos corría ahora por las verdes superficies y se posesionaba de las semillas que, plantadas en el curso del viento, anunciaban la boca de la primavera. Rojos regatos de sangre, un amasijo de venas retorcidas poblaba espesamente el campo entero como un coágulo de areniscas.
Peter, dentro de su fantasma, gritaba con alegría. En el valle desnudo había vida, vida en su misma desnudez. Peter contemplaba las aguas turbulentas de los torrentes, las flores surgiendo de entre los muertos y la multiplicación de raíces revestidas de un extraño poder en cada tramo de sangre derramada.
Se detuvieron los arroyos. El polvo de la muerte ahogaba las gargantas de la primavera, yacía sobre las aguas como un oscuro hielo, y la luz, hasta entonces un movimiento inundado de ojos, empezó a helarse en el claror de Luna.

-Vida en esta desnudez -dijo Callaghan, burlonamente, y Peter vio que el fantasma de su dedo señalaba los muertos arroyos.

Y mientras hablaba, la forma que el cora¬zón de Peter había tenido en el tiempo de la carne tangible sentía sobre sí la llamada del terror, y una vida estallaba dentro de cada piedra a modo de cuerpos de niño nacidos en mil úteros. Los arroyos volvieron a correr y la luz de la Luna brillaba con un nuevo esplendor sobre el valle, magnificando las sombras en torno y haciendo salir a los topos de sus invernales escondrijos, y arrojándolos a la media noche inmortal del mundo.

-Está empezando a aclarar por el filo del monte -dijo Callaghan.

Y levantó en sus brazos al invisible Peter. En efecto, empezaba a amanecer en las silvestres lejanías de Jarvis, aún desnudas bajo la Luna.
Callaghan se echó a correr por la cresta del monte hacia el interior de los bosques donde los árboles corrían a su paso. Peter gritó exultante de alegría.
Oyó una carcajada de Callaghan que el viento trajo hasta él con un estertor de trueno. Al bramido del viento siguió una conmoción bajo la capa de la Tierra. Unas veces bajo las raíces y otras en las copas de los árboles. Los dos extraños corrían desesperadamente, saltaban por encima de los cercados y gritaban sin cesar.

-Escucha el canto del gallo -dijo Peter.

Y se subió el embozo de la sábana hasta la mandíbula. Un hombre había dibujado un círculo rojo por el Este. El fantasma de otro círculo alrededor de la esfera de la Luna giraba en torno a una nube. Se pasó la lengua por los labios revestidos milagrosamente de carne y piel. Tenía en la boca un extraño sabor como si la última noche, hacía ya trescientos años, se hubiera dormido teniendo la corola de una amapola entre ellos. Seguía en su cabeza el viejo rumor de Callaghan. Entre el amanecer y la noche le había hablado de la muerte, había escuchado una carcajada que aún le retumbaba en los oídos. El gallo volvió a cantar y se oyó el trino de un pájaro como una guadaña en un trigal. Rhiana, con la garganta desnuda y dulce, entró en la habitación.

-Rhiana -dijo-, dame la mano.

Ella no le oyó. Se quedó junto a la cama y le miró con infinito dolor.

-Dame la mano -dijo.

Y poco después:

-¿Por qué me echas la sábana encima de la cara?


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Ya había amanecido en los verdes acres del valle de Jarvis y el señor Owen arrancaba la mala hierba de su jardín. Un poderoso viento le tiraba de la barba y a sus pies parecía bramar el mundo vegetal. Un grajo perdido en el cielo graznaba en busca de compañía. Al fin, su vuelo enfiló solitario el Oeste con un lamento en el pico. El señor Owen, irguiendo los hombros descansadamente, levantó la vista al cielo y contempló aquel oscuro batir de alas contra un rojo Sol. En su fría cocina, la señora Owen suspiraba ante un puchero de sopa. Tiempo atrás, el valle era tan sólo un albergue del ganado. Sólo los vaqueros bajaban de la colina para guiar con sus voces a las vacas y ordeñarlas después. Ningún extraño había pisado jamás el valle. El señor Owen había llegado hasta allí un atardecer de verano después de vagar solitario por toda la comarca. Aquel día y a aquella hora las vacas yacían plácidamente tumbadas y el arroyo saltaba cantando entre las guijas.

«Aquí -pensó el señor Owen-, en medio de este valle, edificaré una casita pequeña con un jardín.»

Y volviendo a trazar la misma ruta que lo había llevado hasta el valle por las ventosas colinas, regresó a su pueblo y contó a su mujer lo que había visto. Y así fue como acabó por levantarse entre los verdes campos una humilde casita. Plantaron en torno a ella un huerto y en torno al huerto se alzó un cercado que impedía el paso de las vacas.
Todo eso sucedió a principios de año. Ahora habían pasado otoño y verano. El jardín ya había florecido y desflorecido. La escarcha cubría la hierba. El señor Owen volvió a inclinarse sobre la Tierra para arrancar hierbajos y el viento retorcía las testas próximas del gramaje y arrancaba una oración de sus verdes fauces. Pacientemente iba arrancando y estrangulando los hierbajos, provocando en la Tierra un combate: entre sus dedos morían los insectos que habían excavado galerías allí donde había brotado la mala hierba. Y se iba cansando de matarlos y cansándose aún más de arrancar raíces y tallos podridos y verdes.
La señora Owen, asomada a las profundidades del puchero, había dejado a la sopa hervir con libertad. Bullía obscura y espesa hasta que vino a iluminarla el reflejo de un arco iris. Relucía, fulgente como el Sol y gélida como la estrella polar, entre los pliegues de su vestido donde ella tenía puesto el puchero con todo candor. Los posos del té del desayuno le habían anunciado la llegada de un extraño. La señora Owen se preguntaba qué le diría el puchero.
Por las raíces descuajadas culebreaba un gusano retorciéndose al tacto de los dedos y ciego en la luz. De pronto se había llenado la hondonada entera de viento, del gemir de las raíces, de alientos del bajo cielo. No sólo las mandrágoras chillan: las retorcidas raíces chillan también. Todos los hierbajos que el señor Owen arrancaba del suelo chillaban como niños de pecho. En el pueblecito del otro lado del monte, al compás del colérico viento, las ropas tendidas en los jardines se mecían en extrañas danzas. Y mujeres de inflados vientres sentían un golpe nuevo en las entrañas al inclinarse sobre artesas de agua hirviendo. La vida les corría por las venas, los huesos, y la carne que los envolvía, carne que tenía su estación y su clima mientras el valle envolvía las casas con la carne de su verde hierba.
Como una tumba profanada, la bola de cristal del puchero iba rindiendo su cadáver a los ojos de la señora Owen. Esta contemplaba los labios de las mujeres y los cabellos de los hombres que iban cobrando forma en la superficie de aquel mundo transparente. Pero de repente desaparecieron las formas como por ensalmo y ya sólo distinguía los perfiles de las colinas de Jarvis. Por el valle invisible que se abría bajo aquella superficie venía caminando un hombre con un sombrero negro. Si seguía su marcha acabaría por caerle en el regazo.

«Por las colinas viene caminando un hombre con un sombrero negro», exclamó dirigiendo la voz al otro lado de la ventana.

El señor Owen se sonrió y siguió desherbando. Fue en aquel tiempo cuando el reverendo Davies, perdido desde por la mañana, se apostó contra un árbol plantado en la divisoria de las colinas de Jarvis. Un ventarrón removía las ramas y la magnífica Tierra verdosa trepidaba incierta a sus pies. Dondequiera que dirigiese la vista, las lomas del monte se alzaban erizadas contra el cielo y dondequiera que buscase refugio de la tormenta, hallaba una atemorizada oscuridad. Cuanto más caminaba, más extraño se volvía el paisaje en torno suyo. Ora se remontaba hasta altitudes impensables, ora descendía vertiginoso por un valle no mayor que la palma de su mano. Los árboles se movían como seres humanos. Fue coincidencia providencial alcanzar la divisoria de los montes cuando el Sol llegaba a su cenit. El mundo se deslizaba entre dos horizontes y él se quedó junto a un árbol y contempló el valle. Había en la campiña una casita rodeada por un huerto. En torno a ella, bramaba el valle, como un boxeador se había plantado ante ella el viento, pero la casa permanecía impasible. Le pareció al reverendo que la casa había sido arrancada del caserío del pueblo por un ave gigantesca que la había depositado en medio de un tumultuario Universo.
Pero al compás que sorteaba los peñascosos riscos del monte se iba difuminando de la bola de la señora Owen. Una nube le arrebató el sombrero negro y ahora vagaba bajo la nube la sombra anciana de un fantasma con heladas estrellas en la barba y sonrisa de media luna. Nada sabía de esto el reverendo Davies, que se iba arañando las manos entre las peñas. Era viejo, se había emborrachado con el vino del oficio matinal y aquello que le brotaba de los cortes no era sino sangre humana.
Nada sabía tampoco de las transformacio¬nes del globo el buen señor Owen que, con el rostro junto a la tierra, seguía arrancando los cuellos de los escandalosos hierbajos. Había oído la profecía del sombrero negro de boca de la señora Owen, y se había sonreído pues siempre sonreía ante la fe de aquélla en los poderes del misterio. Había levantado la cabeza al oír sus voces, pero con una sonrisa había preferido la llamada más clara de la Tierra.

«Multiplicaos, multiplicaos»

Había dicho a los gusanos sorprendidos en las galerías y había hecho de ellos mitades pardas para que se alimentasen y creciesen por todo el huerto, para que salieran hasta los campos y llegaran a los vientres del ganado.
Nada de aquello sabía el señor Davies. Vio la figura de un hombre con barba industriosamente reclinado sobre el suelo. Vio que la casa era una hermosa imagen con el pálido rostro de una mujer apretado a la cristalera de una ventana. Y quitándose el sombrero negro, se presentó como párroco de un pueblo que estaba a unas diez millas de allí.

-Está usted sangrando -dijo el señor Owen.

Las manos del señor Davies estaban en verdad inundadas de sangre. Cuando la señora Owen observó las heridas del párroco, le hizo sentar en un sillón que había junto a la ventana y le preparó una taza de té.

-Le he visto a usted por el monte -dijo ella, y él le preguntó entonces que cómo había podido verle si las alturas estaban a tanta distancia.
-Tengo buena vista -respondió aquélla.

Y él no lo puso en duda. Aquella mujer tenía los ojos más extraños que él había visto nunca.

-Esto es muy tranquilo -dijo el reverendo.
-No tenemos reloj -dijo la mujer poniendo mesa para tres.
-Es usted muy amable.
-Somos amables con cuantos llegan hasta aquí.

El reverendo se preguntaba cuántos vendrían a parar a casa tan solitaria en medio del valle, pero decidió no hacer ninguna pregunta por miedo a que la mujer hallara una res¬puesta. Se dijo que la mujer tenía cierto misterio, que debía amar la oscuridad, pues todo estaba muy oscuro. Era ya demasiado mayor como para inquirir los secretos de la oscuridad, y ahora se sentía aún mayor con el traje talar deshecho en jirones y empapado y con las manos frígidas liadas entre las vendas que le había puesto aquella extraña mujer. Los vientos de la mañana podían ya con él, ya podía cegarle el repentino advenimiento de la oscuridad. La lluvia podía pasar a través suyo como pasa a través de los fantasmas. Viejo, canoso y cansado, se había sentado junto a la ventana y casi se hacía invisible perfilado contra las estanterías y el lienzo blanco del sillón.
Pronto estuvo lista la comida y el señor Owen entró desde el jardín sin lavarse.

-¿Bendecimos la mesa? -preguntó el señor Davies cuando los tres estuvieron sentados a la mesa.

La señora Owen cabeceó asintiendo.

-Oh, Dios Todopoderoso, bendice estos alimentos -dijo el señor Davies.

Levantó la vista mientras seguía la oración y observó que los Owen habían cerrado los ojos-. Gracias te damos, Señor, por los dones que Tú nos deparas -y notó que los labios de los Owen se movían imperceptiblemente.

No oía lo que decían pero supo que no pronunciaban la misma oración.

-Amén -dijeron los tres juntos.

El señor Owen, orgulloso en el comer, se inclinaba sobre el plato igual que se había inclinado sobre la Tierra. Afuera se distinguían el pardo cuerpo de la Tierra, el verde pellejo de la hierba y el pecho de las colinas de Jarvis. Un viento atería la Tierra animal y el Sol absorbía el rocío de los campos. En las orillas del mar, los granos de arena se estarían multiplicando mientras el mar rodaba por ellos. Sintió en la garganta la aspereza de los ali¬mentos: le parecía que la corteza de la carne tenía un sentido y que también lo tenía el llevarse la comida a la boca. Observó, con repentina satisfacción, que la señora Owen tenía la garganta desnuda.
También ella estaba inclinada sobre su plato, pero jugueteaba por los bordes de éste con los dientes del tenedor. No comía porque se habían posado sobre ella los viejos poderes y no se atrevía siquiera a levantar la cabeza y a alumbrar el verdor de su mirada. Sabía decir por el sonido la dirección del viento en el valle. Sabía, por las formas de las sombras en el mantel, la situación del Sol. Oh, si pudiera volver a coger el globo y contemplar la extensión de oscuridad que cubría aquella luz invernal. Pero le rondaba por la cabeza una oscuridad que iba arrumbando la luz a su alrededor. Tenía a la izquierda un fantasma. Con todas sus fuerzas convocó a la luz intangible que halaba al fantasma y la mezcló con la obscuridad de su propia cabeza.
El señor Davies, como si un pájaro le estuviera chupando la sangre, sintió una desolación en las venas y, en un dulce delirio, contó sus aventuras por los montes, el frío y el viento que había pasado y cómo aquéllos habían subido y bajado ante sus ojos. Había estado perdido, dijo, y había encontrado un obscuro retiro en que refugiarse del intimidante viento. La obscuridad le había asustado y había vagado por el monte zarandeado por la mañana como un barco sin rumbo. Por todas partes se había sentido sacudido en el vacío o aterrorizado por las acuciantes tinieblas. No había lugar en que pudiera ir a parar un viejo, dijo apiadándose de sí. Por amor a su parroquia, amaba también las tierras que la rodeaban, pero el monte se había vencido a su paso o lo había levantado por los aires. Y porque amaba a Dios, amaba también la oscuridad donde los hombres de edad rendían culto al oscuro invisible. Pero ahora las cuevas de los montes se habían poblado de formas y voces que se burlaban de él porque era viejo.

«Tiene miedo de la oscuridad -pensó la señora Owen-, de la maravillosa oscuridad.»

El señor Owen pensó sonriente: «Tiene miedo del gusano de la tierra, de la copulación del árbol, del sebo viviente de las entrañas del mundo.»

Contemplaron al viejo y pareció más que nunca un fantasma. La ventana le dibujaba en torno a la cabeza un círculo difuso de luz.
De repente el señor Davies se arrodilló y se puso a rezar. No comprendía el frío de su corazón ni el miedo que le paralizaba al arrodillarse, pero mientras decía la oración que había de salvarlo, contempló los ojos sombríos de la señora Owen y la mirada risueña de su marido. De rodillas en la alfombra, a la cabecera de la mesa, miraba fijamente a la obscura mente y al burdo cuerpo obscuro. Los miraba y rezaba como
un viejo dios acosado por sus enemigos.

domingo, 18 de abril de 2010

UN RELATO

EL PÁJARO



El Anselmo afirmaba que la libertad le venía de lejos, desde el instante mismo de su nacer; decía que nació porque quiso, porque le interesó dejar el cálido y cómodo receptáculo para salir a la aventura; y también porque a través de las húmedas paredes de aquella celda, resbaladiza y afelpada, captaba los sonidos del exterior e incluso le llegaban las visiones de lo que iba a ser la luz del sol, el fulgor de las aguas y la sombra del árbol.
Siempre hizo lo que quiso y ahora a la edad de la plenitud, se había instalado en las cercanías del pueblo y erigido la cabaña con ramajes caídos, trozos de maderos y latones, en pleno bosque, entre los erbedos de junto al río, y se pasaba las horas contemplando las cosas de este mundo, más bellas aún de lo que había imaginado.
Ahora compartía las cosas en su intimidad, con el mundo externo. Se levantaba por las mañanas a hora tempranera -aún estaba el mundo enmarañado entre lo oscuro-, se sentaba en el pilón que colocara en la puerta para sostener uno de los vanos y esperaba a que, una a una, fuesen disipándose las sombras, a que, uno a uno, apareciesen los colores, a que, poco a poco, las formas y los contornos se esforzasen en adquirir calidades perceptibles. Y lo que contemplaba lo sentía palpitante en sí mismo; era como si su propia alma se iluminase con la primera luz -que se conformaba, en los inicios, como un rayo mortecino, apenas distinguible, después, intensa y deslumbrante, anaranjada u ocre- y era también el cosquilleo que notaba cerca del corazón y el estremecerse de las vísceras, lo que le dio en pensar que el día nacía de él, que la esfera del sol era un destello de aquella luz que él se sabía desde siempre y que sin poder evitarlo se le iba por los ojos, lo iluminaba todo y hasta creaba los paisajes: el bosque, los campos, el cercano pueblo con sus calles y casas, donde se hallaba el consultorio en el que le atendía don Ezequiel.
Don Ezequiel se empeñaba en no comprenderlo y el Anselmo se subía la pernera del pantalón mugriento y dejaba al descubierto, al aire aún refrescante de la consulta del médico, la endeble canilla de una pierna roída por el costrón purulento de la úlcera. Don Ezequiel le andaba con dedos delicados en la pupa y el Anselmo reía con carcajadas breves, rítmicas y firmes.

-¿De qué te ríes animal?
-Me hace usted sentir en la pierna los mismos picotazos de todas las mañanas, frente al río, cuando los jabardillos de la pajarería despiertan en los lloredos y se echan a cantar. Yo creo los pájaros o al menos, los vivo como algo que me nace de aquí dentro- y se daba en el pecho con el puño.

Desde hacía cinco años, se llegaba una vez por semana al dispensario del pueblo para que don Ezequiel le mondase la ulceración. Sólo que don Ezequiel se fue aficionando a él, a partir de un buen día en que -según dijo- para comprobar el funcionamiento de un nuevo aparato de rayos, le echó una fotoscopia. Y la semana siguiente con la placa en la mano:

-Tienes que comer más Anselmo. Mira, así somos por dentro. Fíjate aquí en esa mancha negra. Es una lesioncita. Cosa de poco. Procura descansar lo más que puedas.
-No he trabajado nunca, don Ezequiel, usted lo sabe...

A partir de entonces, a rayos cada dos meses, antes o después de arreglar la costra, de aplicarle el estetoscopio en el pecho y en la espalda y de percutirle con los dedos sobre la tetilla derecha, en una zona en la que el sonido se hacía profundo y hueco:

-Escucha, Anselmo. Esta lesioncita parece que va en aumento. Cuídate, come más y reposa bien los alimentos. Si esto no mejora en breve plazo, voy a mandarte al sanatorio, con que tú veras...

Al Anselmo le constaba que la lesioncita no era tal, sino cosa del pájaro. No se podía tener dentro del cuerpo al mundo entero sin que se produjeran desgarramientos, avenidas de agua, tronadas o temblores de tierras. La lesión se la había causado el pájaro arrebatado, indómito y de bello plumaje azulino que todas las mañanas de su vida le había despertado con un batir de alas asfixiante y clamoroso en mitad del pecho, con un aleteo insobornable que le malrotaba los alientos y le zumbaba en los oídos hasta ensordecerle.

-Es un pájaro, como quien dice, azul, don Ezequiel, que me da picotazos en el pecho. Ése es quien me ha producido la lesioncita que le maltrae a usted. Me gusta cuando muerde, aunque reduela en semejante parte.

Y él, don Ezequiel, perdida la mirada por los campos y el bosque de más allá de la ventana:

-Te envidio, Anselmo. Debe resultar bello crear pájaros en mitad del pecho.

Y de nuevo, la risa sincopada, rítmica, del paciente invadía los ámbitos del consultorio.
El nació porque quiso. Su venida al mundo fue un acto de voluntad libre y consciente y ya antes de abrirse paso a la luz del mundo, como una locomotora deponiendo obstáculos, tuvo perfecta constancia de que arribaba llevando en sus entrañas, oculto en lo más hondo de su pecho, al huidizo pájaro azul que le picoteaba en las mañanas.

-Es así de pelaje, don Ezequiel. Vea que azul, ¿usted comprende...?

Y sonaba la risa, intermitente, feliz.

-A veces, por las mañanas, noto la picazón en la garganta, retoso un si es, no es y me encuentro con la pluma en la boca. Mire, que pluma. Observe usted el color. Es anticipo de algo que ha de llegarme, algo aun más bello que nacer a este mundo.

-A ver, trae...

Le entregó la pluma y don Ezequiel la examinó con detenimiento...

-Si es bonita... ¿me dejas que me la ponga en el sombrero?
-Claro. En la noche, fosforece.
-Eres hombre dichoso, Anselmo. Mira que llevar en el pecho un pájaro tan hermoso... Dime, ¿cómo te embarazaste?
-Con sólo ver la libertad de todos los pájaros y soñármela luego, don Ezequiel. Sólo con eso.
-Es un acto de amor como otro cualquiera, sí...

Pronto, el cintajo grisáceo del sombrero de don Ezequiel se llenó de plumas que fosforecían en la oscuridad, de modo que en los atardeceres, al salir con dejadez y hartazgo de la consulta, la cabeza del médico se auroleaba con un halo de fulgores cristalinos, con una nube-atolón blanquecina que despedía destellos metálicos. La señora Genoveva, la hipertensa por obesidad, se lo descubrió un anochecer, cuando el médico cruzaba la plaza hacia su casa:

-Porque hay que ser bueno, don Ezequiel, para que en vida le asome a uno el halo en el sombrero. ¡Usted es un santo, sí...! Hay que ver..., ¡qué ventura tenerle aquí en el pueblo!
-No se excite, señora Genoveva, que eso le perjudica la hipertensión.
-¡Rediós! ¡qué ventura tenerle...!

Una noche, el reír se le hizo a Anselmo profundo y cavernoso. Para paliar el resquemor del pecho, dejó unos instantes la cabaña, atravesó el río y de los lloredos más copiosos tomó unos puñados de hojas. Las introdujo en la vieja perola y las puso al fuego. Aspiró sus vapores y la tos se le hizo ahogo y paroxismo. Notó la congestión sobre las sienes y un punto de dolor, agudo y hondo en la garganta.
La mañana siguiente, acudió al consultorio y se lo contó todo a don Ezequiel.

-Aún me falta la lena, vea usted, y el punto de dolor me rompe el habla.
-Eso es la lesioncita que se te encona. ¿Has sacado más plumas?
-Sí todos los días cinco o seis de ellas, todos...
-Abre la boca.

La abrió y el médico exploró la cavidad. Con la ayuda de la espátula y oprimiendo la lengua del Anselmo, distinguió con nitidez los tres brazos de una garrita de pájaro, aferrada a la amígdala izquierda.

-Éste quiere salir -dijo-. Viene de pies y te dolerá. Dale facilidades. Provocaté la náusea y échalo a volar. Dale facilidades es azul y fosforece. Será un pájaro muy bello, Anselmo. tendrá el tamaño de un tordo o de una tórtola. Vamos dilata bien la tráquea, encoge la cintura y dale fuerte, aprieta.
-Ése nace por lo mismo que yo, don Ezequiel. Es bueno haber nacido así, como hice yo, para ser libre y más aún, para dar libertad a un pájaro, ¿no cree? Habrá que darle paso, digo yo. Haré fuerza, como usted dice.
-Eso es, provócate la náusea. Abriremos la ventana para que se eche la mundo.

El médico abrió la ventana y el Anselmo comenzó a estremecerse, se agitó con la náusea, con el ahogo, con las suspensiones del aliento y el dolor del parto. Venía el animal como una locomotora, abatiendo obstáculos, ampliando estrecheces, intentando entonar en su agitación, aun antes de asomarse al mundo, el trino de la alabanza y de la plenitud. El Anselmo se abrió de boca, regurgitó y tosió, y con la avenida de la sangre a sus sienes, sintió en la lengua el roce aterciopelado de las plumas, el volumen redondo y muelle del pájaro.
El ave surgió rauda y azul como un cielo de primavera, aleteó por la consulta del médico con vuelo regular y seguro, distinguió el vacío de la ventana abierta y enfiló hacia el espacio amplio, inabarcable del mediodía, hacia el perfil de los bosques en el horizonte.
En el consultorio, el Anselmo se extraía aún plumones de la boca, mientras don Ezequiel dejaba vagar los ojos tras el rastro irrecuperable del pájaro. Por fin, el médico volvió a sí mismo, se acercó al Anselmo y le golpeó con ternura en la espalda:

-Eso es, escupe los loquios. Ha sido un buen parto, ¿a que sí?

Y el Anselmo, con gesto sorprendido y voz aún temblorosa:

-Un buen parto, don Ezequiel. Apenas un dolorcillo y fuera... Es un pájaro hermoso. Por la noche fosforecerá más bello y aun más libre que la luna.

Y don Ezequiel, el médico:

-Eres hombre feliz, Anselmo. Cuánto te envidio, cuánto...


JORGE FERRER-VIDAL