lunes, 20 de marzo de 2023

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Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol. 9 (1928). Ricardo de Montis Ed. 2021 de la Red Municipal de Bibliotecas de Córdoba

 LOS TIMOS DE UNA DIVA

Un día, hace ya muchos años, en los escaparates de casi todos los establecimientos situados en las calles céntricas de la población aparecieron los retratos de una mujer de esplendida hermosura, arrogante, de porte distinguido, lujosamente ataviada y ostentando joyas, al parecer de gran valía.

Al pie de los retratos habla unos tarjetones con la inscripción: Condesa de... (Aquí un nombre y un apellido italiano).

La gente deteníase para admirar aquellos retratos; los hombres elogiaban la belleza excepcional de la dama; las mujeres la suprema elegancia de la Condesa. ¿De quién son tales fotografías? preguntaba todo el mundo, sin que hubiera quien pudiese contestar.

Al poco tiempo los periódicos locales se encargaron de descifrar el enigma. Tratábase de una artista insigne, deuna gran cantante que, de paso para el extranjero, se detendría en Córdoba con el objeto de celebrar un concierto en el Gran Teatro.

La Prensa, desde que despejó esta incógnita, llenaba diariamente columnas y columnas con la biografía de la tiple, con los juicios que de ella emitieran los críticos más eminentes, con el relato de los triunfos, sin precedentes, que había obtenido en las cinco partes del mundo, con anécdotas curiosas referentes a su vida.

La Condesa de ..., según sus cronistas, pertenecía a la nobleza italiana de mis rancio abolengo, era poseedora de una cuantiosa fortuna y cantaba por amor al arte, destinando [sic] los productos de sus conciertos a obras benéficas. Los redactores de los diarios de la localidad encargados de escribir las revistas teatrales recibieron billetes perfumados con una corona condal a guisa de membrete, en los que la diva les invitaba para que, en días distintos, le dispensaran el honor de acompañarla a comer en la fonda donde se hospedaba.

Los chicos de la Prensa favorecidos con el obsequio sufrimos una decepción al conocer a la Condesa; ésta no era ya la mujer de esplendida hermosura en plena juventud, representada en sus retratos; era una respetable jamona que sólo conservaba algunos vestigios de su belleza juvenil.

Pero si no podía seducir con sus dotes físicas, subyugaba con su trato, afable, con su conversación amena, con su cortesía extremada.

Cuando terminaba la comida trasladábase a sus habitaciones, con el invitado, y allí, mientras saboreaban el café, la cantante relataba su carrera artística y sus grandes éxitos al periodista, leíale revistas hablando de ella, de los periódicos más importantes del mundo y le encargaba, con vivo interés, que le hiciera bien el reclamo, advirtiendo que lo pagaría a buen precio, como no se acostumbraba a pagar en España, sino en Inglaterra, los Estados Unidos y otras naciones.

Y la Prensa gemía constantemente en loor de la diva insigne, rival de la Patti.

Al mismo tiempo, un criado de aquella, cojo, recorría sin cesar la población, caballero en un pollino, llevando anuncios y autobombos de la cantante a las redacciones de los periódicos, repartiendo, de casa en casa, los billetes para el concierto, acompañados de besalamanos de la tiple en los que pretendía justificar el sablazo con el fin benéfico de la fiesta.

Como era de suponer, el colosal reclamo produjo el efecto apetecido; despertó la curiosidad del público y la noche del acontecimiento artístico no quedó ni una localidad vacía en el Gran Teatro.

Al presentarse la diva en el palco escénico, el auditorio no pudo contener una exclamación de sorpresa; aquella no era la mujer que aparecía en los retratos, sino su caricatura; una señora en los linderos de la ancianidad que pretendía ocultar sus años con afeites y postizos; cargada de joyas de guardarropía.

Comenzó a cantar y la decepción de la concurrencia subió de punto; aquella desgraciada no tenía voz ni agilidad en la garganta y además desafinaba de una manera horrible.

Por galantería y por lástima el público no prorrumpió en una ruidosa silba limitándose a protestar con rumores de desagrado, contra el engaño de que había sido víctima.

Los programas anunciaban, como último número del concierto, un duo entre la Condesa y el tenor Barande Gordolini.

La actuación de este artista, mucho peor que la tiple, desencadenó la tempestad que desde el principio del espectáculo se cernía en la sala del coliseo. 

El tenor, que no era otro sino el cojo del burro, oyó el pateo más formidable que registran los anales del teatro.

La Condesa, desecha en llanto, atribuía el fracaso, primero que había tenido en su vida, a una gettatura, pero se mostraba satisfecha del resultado práctico de la función, que beneficiaría a los pobres.

Ella misma personóse en la taquilla del teatro con el fin de liquidar las cuentas, pero como estaba muy nerviosa por el disgusto que había sufrido, decidió aplazar tal operación hasta el día siguiente. En su virtud recogió todo el dinero y citó a cuantos tenían que cobrar para que fueran al otro día a una hora determinada, a la fonda, en la cual no volvieron a verla porque desde el teatro marchó a la estación de los ferrocarriles, ausentándose de Córdoba en el primer tren que salió de esta capital. Huelga decir que nadie percibió un céntimo dela diva, ni siquiera el fondista, a quien no sólo costó el dinero el hospedaje de la cantante, sino la serie interminable de banquetes conque obsequió a los chicos de la prensa. En varias poblaciones repitió esta clase de timos hasta que cayó en poder de la policía y entonces se supo la historia de la tiple.

En su juventud fué corista de compañías de ópera italiana, enamoróse de su excepcional hermosura un opulento Conde que no tuvo inconveniente en contraer matrimonio con la modesta artista. Esta enviudó al poco tiempo, dilapidó la fortuna que heredara de su marido, y, para poder vivir, recurrió a esta clase de estafas, utilizando como elementos para cometerlas el pomposo titulo de Condesa y las menguadas dotes de cantante que poseía.

Agosto, 1924.