viernes, 19 de enero de 2024

Notas cordobesas. Recuerdos del pasado AGUADUCHOS, AGUADORES Y AGUADORAS Ricardo de Montis Romero

 

AGUADUCHOS, AGUADORES Y AGUADORAS

 

En tiempos ya lejanos, cuando eran desconocidos por completo los kioscos, bares y demás instalaciones análogas importadas del extranjero, cuando nadie bebía cerveza ni gaseosas, abundaban en nuestra capital los típicos aguaduchos, que desaparecieron hace muchos años.

Eran pequeñas casetas de madera, pintadas de color de porcelana, cubiertas de zinc y con una especie de toldilla del mismo metal delante, para resguardar a los parroquianos de la lluvia y de los rigores del sol en el estío.

Los aguaduchos dedicábanse principalmente a la venta de refrescos, agua con azucarillos y café y, apesar de sus reducidas dimensiones, había en ellos infinidad de artículos, bebidas y enseres, todo colocado con perfecto orden y hasta con cierta simetría.

En la tabla superior de la diminuta anaquelería del fondo, adornada, como las demás con flecos de papel de colores picado, se hallaban las botellas del vino, el aguardiente y los licores, que no tenían gran consumo en esta clase de establecimientos y en las otras dos tablas inferiores los vasos, los platillos y las cucharillas, limpios con extraordinaria pulcritud y sobre los primeros, a guisa de tapaderas, naranjas y limones de nuestra Sierra incomparable.

A un lado, pendiente de un clavo, la caja escaparate con su cubierta de cristal, que guardaba las cajas de fósforos y los libritos de papel de fumar, artículos también de venta en el aguaducho, y al otro lado el enorme mortero de madera para machacar la almendra destinada a las horchatas.

Sobre el mostrador, cubierto con una chapa de hoja de lata; en un extremo la cafetera provista de su hogar, delante la batea de metal dorado llena de vasos, y en el otro extremo un cántaro de gran tamaño, también pintado de color de porcelana, con grifo para echar el agua.

Este cántaro en el verano era sustituido por otro de poroso barro, y ostentaba, sobre su boca, una descomunal y limpia jarra de fabricación rambleña.

Al lado del cántaro aparecía la urnita de cristal con los azucarillos o bolados como los llamaba el vulgo.

Y en los diversos cajones del mostrador se encerraba, además de las esportillas del dinero, los cartuchos de café, el te y el azúcar, las pastillas de almendra para los refrescos y los paños destinados a la limpieza.

Los aguaduchos más antiguos, los más clásicos, digámoslo así, y los que hacían mayor negocio eran los instalados en el Arco alto de la Plaza Mayor, en la plaza del Salvador, en la de las Tendillas, en el paseo de la Victoria y en la carrera del Pretorio.

Por la mañana los dos primeros estaban concurridísimos; al del Arco alto acudían las despenseras para calentar el estómago con el medio café y al de la plaza del Salvador los hombres de campo para matar el gusanillo con la chicuela de aguardiente.

Durante las siestas y tardes del estío pocas personas pasaban por la plaza de las Tendillas que no se detuvieran en el aguaducho a fin de apagar la sed con una exquisita horchata de almendra o un vaso de agua endulzada por un azucarillo.

Casi todos los viajeros que llegaban en los trenes hacían su primer parada, para tomar una copa, en el aguaducho del Pretorio y el dueño del situado en el paseo de la Victoria tenía que multiplicarse para atender a todos sus parroquianos los domingos y días festivos.

En algunos de los citados establecimientos formábanse amenas tertulias, durante el verano, por la noche y a ellas acudían, no sólo la gente del pueblo, sino personas de buena posición social que preferían estas sencillas y modestas reuniones a las de los cafés y los casinos.

Tan típicos como los aguaduchos resultaban los antiguos aguadores de Córdoba, que ya también desaparecieron.

No eran gallegos como los de Madrid y otras poblaciones ni iban cargados con la cuba; eran hijos de esta capital o de su provincia, generalmente, y llevaban el precioso líquido a las casas en pequeños burros con sus aguaderas provistas de cuatro cántaros.

Todos usaban la misma indumentaria; blusa y bombachos azules, faja encarnada, zahones de patio burdo y un sombrero de ancha ala caída para resguardarse del sol.

Como en aquellos tiempos la mayoría de las casas de nuestra población no tenían más agua que la del pozo, abundaban los aguadores y reunían un buen jornal, aunque sólo cobraban dos cuartos por cada cántaro.

En estío les producía el oficio mayores rendimientos, pues tenían que surtir a muchas familias, no sólo de agua para beber, sino también para utilizarla en los baños caseros.

Hombres de buen carácter, siempre dispuestos a complacer a sus parroquianos, subían los cántaros hasta las cocinas de los últimos pisos, sin temor a que mientras dejaban solo al burro en la calle algún muchacho travieso hiciera con él una diablura, y juraban y perjuraban que su agua procedía del cañito de la oliva del Patio de los Naranjos, que era la preferida de los cordobeses, aunque fuera del caño gordo.

¡Cuántos pintores y dibujantes, en sus cuadritos y apuntes de Córdoba han reproducido esta fuente, parte de la capilla de la Virgen de los Faroles, y el jumento del aguador en primer término!

Un artista inglés que nos visitó hace ya muchos años se entusiasmaba al pasar por el bello paraje mencionado, sobre todo si había en él tino de esos pollinos y afirmaba que jamás encontró motivo más bonito para trastadarlo al lienzo que un buro negro con el pico roso.

Algunos aguadores envejecieron en el oficio, el cual no es tan fácil que al primer viaje se aprenda, como dice la frase vulgar, si se ha de complacer a todo el mundo, y lograron una popularidad extraordinaria.

El más famoso de todos fue, sin duda, Pepillo, siempre dicharachero y jovial; dispuesto lo mismo a llevar una carga de agua a donde se la encargasen que a proporcionar burros, alquilados, para una jira campestre; deseoso de encontrar un amigo con quien beber unas copas o una sirviente de buen palmito a la que aturdir con un chaparrón de piropos y requiebros.

Uno de los aguadores más estimados por su honradez sufrió una tremenda desgracia que estuvo a punto de privarle de la razón.

Una noche celebrábase una fiesta intima en su domicilio, modesta casa de vecinos de la calle de la Cara; entre las muchachas que animaban la reunión sobresalía por su belleza y juventud una hija del pobre aguador.

Súbitamente penetró en el patio, saltando el pozo desde la casa contigua, pues era servidumbre perteneciente a ambas, un mozo de faz siniestra, armado de un descomunal cuchillo.

Fin que los concurrentes pudieran impedirlo el criminal se abalanzó sobre la joven, con la que sostenía relaciones amorosas, y la apuñaló sin piedad, ensañándose bárbaramente en su cadáver.

En la época en que abundaban los aguaduchos y los aguadores, apenas había aguadoras en nuestra capital. Ninguna mujer se dedicaba exclusivamente a este oficio como después se han dedicado bastantes, sobre todo en la época de verano.

Sólo en días de toros y de ferias algunas vecinas de los barrios de San Lorenzo, Santa Marina y el Alcázar Viejo muy limpias, muy peinadas, ostentando el indispensable ramo de jazmines en la cabeza como único adorno, recorrian, con el cántaro en el cuadril, los tendidos del circo de los Tejares para ofrecer agua fresca a los espectadores, o improvisaban aguaduchos a la sombra de los copudos árboles del paseo de la Victoria y así conseguían ayudar al padre, al marido o al hermano en la ardua tarea de ganar el sustento.

En el resto del año y fuera de dichos lugares no había aguadoras porque eran innecesarias.

¿Quién pagaría un cuarto por un vaso del precioso líquido cuando en cada esquina, por el mismo precio, podía saborear una arropía de clavo o unos anises y hartarse de agua, fresca como la nieve, en las porosas y limpias jarras de la arropiera?


octubre 1919

EL DUENDE DE LA CALLE DE ALMONAS

 

EL DUENDE DE LA CALLE DE ALMONAS


I


¡Oh tiempo destructor! Tu poderosa e irresistible guadaña lo iguala todo, corta y cercena las vidas de monarcas y de mendigos y arrasa hasta perderse el recuerdo, los soberbios castillos no menos que las miserables chozas. Al ver la casa número 55 de la calle de Almonas, hoy caduca y desnivelada, no pueden menos de venir a la mente estas reflexiones tristísimas; ¿quién pudiera creer que fuera en un tiempo suntuoso palacio? Y sin embargo lo fue. En el siglo XVI en que se desarrolla nuestra narración, lo era todavía.

Formaba su centro un patio espacioso, claustrado, con augrelados arcos de dovelage blanco y rojo como las arquerías de la mezquita; en el centro un jardín en que la mecedora palma descollaba y hacia el cielo dirigía sus verdes hojas; grandes salones cubiertos de alicatados azulejos y de lacerías de estuco, formaban las alas del palacio y caprichosas tapicerías de seda, aumentaban la riqueza de las moriscas tarbeas. Artesonados de alfarges completaban la magnificencia del vetusto edificio.

Era una noche de invierno y reinaban en el caserón la paz y el descanso, mientras que en espacio rugían la tormenta y el viento. En solo una sala se veía luz, la luz de una lámpara de plata que pendía de la ostentosa techumbre e irradiaba sobre el muro, cubierto de arabescos, mortecinos y pálidos reflejos. También la chimenea (decorada con faunos y ninfas, caprichosos seres engendros de los artistas imitadores de Berruguete y nervios, flores y hojas) se lanzaban por la desierta sala los tibios rayos de las llamas de un tronco de encina que en el hogar ardía.

En un sillón tan antiguo y rico como el palacio, se veía sentada, muda y triste, una hermosa mujer. Podía contar los veinticinco años, negros sus ojos, negros sus cabellos, blanca su tez, sonrosada su boca, su seno levantado. Tal era, como pocas, bella. Parecía absorta en melancólicos pensamientos acaso amorosos, pero seguramente tristes.

En la lumbre del hogar brilló de pronto una llama más intensa que las otras y delante del fuego apareció de improviso un nuevo personaje. Era un caballero vestido de rojo de pies a cabeza, con barba y cabellos jaros, cubierto con montera roja con larga pluma y con espada al cinto. Su tamaño no era mayor que el dedo pulgar de cualquier persona.

La dama no pudo contenerse e hizo un gesto de horror, sus manos crispadas se clavaron en los brazos del sitial; sus ojos se abrieron con espanto, se contrajo su boca, no lanzó un grito, no se movió porque el miedo la tenía presa en el malhadado sillón. Y en esta actitud permaneció mucho tiempo sin pestañear y sin respirar acaso.

El hombrecito saludó cortésmente sombrero en mano y después con acento suave y grato, le hablo así:

« No me presento ante tus ojos una vez sola que no sienta en el acto como si acerado puñal atravesara mis carnes y desgarrara mi alma. Siempre el horror se pinta en tu semblante y, sin embargo, cuán dulce y grata me es tu presencia ¡Cruel! Mañana me dejarás para siempre y mis ojos, hidrópicos por mirarte, jamás se recrearan en tu hermosura. ¡No te veré más! Esta idea desgarra mi alma, que aunque precita no por eso es ajena a los halagos que el amor ofrece. Piensa, despiadada mujer, que con tu ausencia vas a arrojar otra vez mi alma, henchida de tuaa amor, en la tenebrosas tinieblas del tormento ¿Por qué me huyes? ¿Por qué tiemblas ante mis ojos? Por que te amo; porque eras la sola ventura de este miserable que en ti se recrea y contigo olvida cuanto puede recrearse y olvidar un alma condenada al eterno dolor.

Hace seis siglos que vago por los espaciosos salones de este palacio que en otros días habitaron mis padres. Seis siglos que aliento victima de una maldición no perdonada por el hacedor de mis días; seis siglos de tormentos inmensos e inacabables y cuantos aún me esperan, no pudiendo abandonar esta casa ni huir de ella, ni huir de mi mismo y de mi pensamiento que siempre me acompaña, de mi pensamiento siempre despierto, siempre gritando: miserable, abofeteaste a tu padre y no hay para ti ni salvación ni descanso.

Brilla un momento ante los ojos del precito un iris de paz y de amor, adivina un oasis en medio del desierto, sin límites de su existencia, y este consuelo se evapora al tocarlo, y se aleja de él como se aleja del caminante sediento el río o el lago que mira cercano en las visiones del espejismo. Te ve, te ama, te adora postrado como se adora a ese ser infinito cuya presencia me está vedada, se arroja a tus plantas, te sigue por doquier, goza con tu presencia, sobre todo de noche, cuando en el mullido lecho se reclina tu cuerpo, cuando en las sombras y el misterio mi alma se extasiá en tu contemplación, vela tu sueño, escucha tus pensamientos y bebe en tu boca tus suspiros haciéndote despertar sobresaltada; reposa rebosado en los ondulantes rizos que tu frente rodean y se embriaga de amor contemplando tus ojos cerrados y dormidos. Y tú, ingrata, tratas de burlar este amor inocente, abandonando esta casa por miedo, ¿a quién? Al pobre duende que no te hace otra ofensa que amarte siempre con pasión infinita.

Y aún hace más; te ha salvado de la muerte que hace tiempo cierne sus alas sobre esta casa y a asesta a tu cuello su terrible segur.»

Un movimiento de terror se manifestó en la dama, que trató de huir, y el duende prosiguió:

«Sí; tu hermano, alma de tigre, ambiciona tu herencia. Recuerda las proposiciones que te hizo para que partierais a partes iguales la fortuna de vuestros padres y renunciaras a la mejora hecha a tu favor. Te negaste a ello y desde entonces te odia y medita tu muerte. Varias veces ha intentado poner en ejecución sus siniestras aspiraciones, y yo he sido el escudo que cubrió tu pecho y se interpuso ente éste y el agudo puñal; mañana dejarás esta casa, y entonces, ¿quién te guardará? Tu muerte es segura.

¡Oh ingrata! Sino por mi amor, por tu vida al menos, no te separes de este condenado que te ama tanto.»

Calló el duende y continuó la dama silenciosa, más siempre espantada de la rara visión. Siguió una muda escena.. El caballero rojo voló hasta los pies de la bella que besó mil veces, regándolos al par con lágrimas abundantes. Mientras tanto se fue extinguiendo el fuego en el hogar y como si el duende fuera solo una llamarada de aquella hoguera, fue extinguiéndose vagamente hasta desaparecer con el último chisporroteo de la consumida leña. La dama permaneció en su sillón como encadenada en él, y cuando los primeros destellos de la alborada penetraron por los ajimeces del salón, salió de su letargo, llamó a sus criados y todos juntos abandonaron la casa para siempre. Esta quedó solitaria y en ella el duende triste y desesperado, más aún que lo había estado en los seis siglos de su anterior existencia.

II

En una casa de la calle de San Roque, cercana a la suntuosa mezquita de los Omeyas, se hospedó la hermosa amada del duende. Allí descansó de las impertinencias de su enamorado, pero descansó poco tiempo. No eran las últimas palabras del condenado una vana amenaza; no había tratado con ellas de asustarla para que permaneciera a su lado, eran verdaderas. La bella joven tenía un hermano ambicioso y desnaturalizado; en su juventud la había pasado en el libertinaje; su edad madura la pasaba entregado a la avaricia y al lucro. Sus padres, conociendo sus siniestros, habían comprendido que nunca la hija podría tener un amparo y un defensor en su hermano; por estos la mejoraron en bienes de fortuna a fin de que con ellos pudiera encontrar ventajoso marido. Cuando el padre murió, el hermano quiso anular el testamento y que la herencia se partiera por igual. La dama rehusó y desde entonces el solo pensamiento del hidalgo fue la desaparición de su hermana del mundo de los vivos. Si por la voluntad de ella se veía privado de una parte los bienes, que creía corresponderle, por la muerte allegaría a sus manos todas la riquezas de la dama, que eran cuantiosas.

Mil géneros de muerte meditó el criminoso pensamiento de aquel malvado y siempre en sus cálculos entraban la lobreguez de la noche y la solitaria calma de la casa de la calle de Almonas. Muchas noches quedó escondido en ella para consumar el delito y siempre hubo algo que lo estorbó. No faltó alguna que llegó a la puerta del camarin de la bella, en la diestra el puñal, la resolución en el pecho y siempre creyó oír hablar a varias personas en el interior de la alcoba. Alguna vez llegó a penetrar, a descorrer los cortinajes de seda del bramantesco lecho, y se sintió asido por el brazo y desarmado; siempre obstáculos invisibles, se opusieron a la realización del crimen.

Pero ahora no se opondría nada a la muerte de la gallarda doncella. Ignoraba el hermano los amores del duende, y aunque había oído hablar de él, nunca creyó en la existencia de semejante personaje. Sin embargo, sus ideas habían cambiado de rumbo. Tal vez pensó que en el interior de la casa era peligroso arriesgarse a tamaño delito. Un criado desvelado, un grito de la victima si la puñalada no era segura, cualquier accidente inesperado podía arrojarlo en manos de la justicia. Era necesario pensar en otro medio y éste se presentó bien pronto.

En aquellos días no existía en las poblaciones, ni aún en las más populosas, otro alumbrado que el mortecino farol de alguna imagen, que no en todas las calles en retablillo modesto adornaba el muro. Tiempos de devoción grandísima, lo mismo servían esas imágenes, hoy olvidadas o desaparecidas, para mantener viva la fe con sus milagros, que para servir de guía a los habitantes del pueblo, si por alguna casualidad, muy rara, necesitaban salir de sus casas durante las horas de la noche. Así es que, no estando la luna sobre el horizonte, el criminal que cometía el asesinato o el robo, podía estar seguro de no ser visto ni perseguido y, tal vez, hasta respetado por la ronda si por acaso se encontraba con ella.

Era la medianoche del 24 de diciembre, nochebuena. Las calles de Córdoba habían perdido por un momento su acostumbrada soledad y la alegría reinaba por todas. Los vecinos cantando coplas al nacimiento del Dios hombre, recorrían las estrechas vías de la población morisca y acudían a la misa del gallo en la Mezquita Aljama, convertida por San Fernando en principal basílica. El templo estaba radiante de luz; inmenso gentío se agolpaba en las larguísimas y elegantes naves de aquel bosque de mármol, que no otra cosa semeja la Mezquita. Una música acordada, dulce y solemne al par, acompañaba el oficio divino. Y en el altar se mostraba el hombre Dios contenido en la hostia que se alzaba augusta en manos del sacerdote oficiante.

Entre las devotas personas regocijadas con aquel magnífico ceremonial, se hallaba nuestra joven beldad, bien ajena de la suerte que le aguardaba. Mientras su alma se elevaba a Dios y sus labios trémulos balbucían cortas y fervientes fórmulas de oración, no adivinaba que, pisando sus ropas, se elevaba allí la muerte, descarnado esqueleto como a veces nos lo han pintado, con su terrible guadaña afilada y próxima a herir.

Terminó la misa, cesó el cántico, se apagaron las candelas del altar, el pueblo se disperso. Al poco tiempo solo quedaban vagando en la oscuridad de la iglesia algunos devotos que habiendo rezado sus devociones particulares en determinado altar, abandonaban también aquel recito para recogerse al descanso. Detrás de estos giraban sobre sus goznes las macizas puertas y el templo quedaba solitario y sombrío. Momentos después la población reposaba. La paz y el silencio tendían sus alas por las ciudad y acariciaban con ellas a los cordobeses dormidos.

Una de las últimas personas que salió del tempo, fue nuestra joven, seguida, como era costumbre, de respetable dueña y grave rodrigón; atravesó el pato de los naranjos y por el postigo de la Leche salió a la calle. Allí, bajo el mortecino farol que alumbraba a la imagen, se veía un embozado envuelto en amplia capa y hasta las cejas cubierto con ancho sombrero. Parecía tener la cara tapada al mismo tiempo con negro antifaz. Miró a la dama hasta reconocerla bien, se acercó a ella y veloz como el pensamiento, le hundió en el pecho un cuchillo. La joven vaciló, cayendo en el mismo postigo; pidió socorro la dueña, tiró de su espada el rodrigón para perseguir al asesino, pero éste había huido apresuradamente perdiéndose por las calles cercanas. Acudió la ronda, se reconoció a la joven y estaba muerta. La justicia buscó al criminal que no fue hallado, y el asesino, el hermano de la víctima, lloro en público y se regocijo en secreto y recogió la herencia por largo tiempo ambicionada.

Entre tanto el duende se desesperaba encerrado en los viejos salones del antiguo palacio.


III


Mas de dos años habían transcurrido después del alevoso asesinato del postigo de la Leche, y nadie recordaba ya semejante suceso. La conciencia del asesino parecía dormida y gozaba tranquilo de su hacienda abundante. Sin embargo, amargaba su ánimo, extremadamente avaro, el pensamiento de que por miedo a un duende, ser fabuloso e inconcebible, nadie habitara la casa de sus padres que tan pingüe renta le podía producir. El único medio de que rindiera algún provecho, era habitarla él mismo y como ni creía en duendes ni aparecidos, lo puso por obra, trasladándose a ella con su numerosa y antigua servidumbre.

Corrían los primeros días del mes de diciembre, cuando se trasladó a la nueva morada y se acercaba el tercer aniversario de la muerte de la doncella. Los días que mediaron entre una y otra fecha, los pasó tranquilo sin que se advirtiese en la casa la menor señal de vivir en ella un espíritu condenado a andar herrabundo por sus vastos patios y espaciosos salones y el caballero no podía hacer nada más natural que burlarse de las hablillas del pueblo y del miedo infantil que sentían los cordobeses su alguna vez por sus mientes pasaba la idea de vivir en el casi desmoronado caseron. Pero llegó la noche del tercer aniversario. El asesino, aunque de ancha conciencia, no por eso pudo sustraerse al recuerdo del crimen y no se atrevió a salir de la casa. Le horrorizaba la idea de recorrer los lugares que en otra noche igual fueron testigos mudos de su perfidia. Autorizó a sus criados para ir a la misa del gallo, y se retiró a su cámara pensando buscar en el sueño consuelo a sus fatigosos y crueles pensamientos. Y al fin lo halló en el cuerpo más no en el alma, si es que ésta va después de la muerte el castigo de las maldades que en la tierra produjo.

Media noche era por filo, cuando el caballero se retiró a descansar en su lecho. Siempre alumbraba su alcoba una lamparilla puesta ante los pies de una imagen, siendo esta un nuevo escarnio hecho por aquel malvado al Dios de las justicias, y al tenue resplandor de la lámpara pudiera haber visto quien en la cámara entrase un extraño y diminuto personaje que tenía a su alrededor una como amarillenta aureola de luz; estaba sentado en la almohada del asesino y encorvado sobre sus rodillas y su boca pegada al oído del caballero, y en voz que solo él pudiera oír, tan débil que en el malvado no producía el efecto de que fuese otra persona la que hablaba, sino el de que era el grito de su conciencia que se despertaba en su interior, de esta manera decía:

«No es esta noche de dormir; no, no es posible conciliar el sueño en esta horrible noche de sanguinarios recuerdos. Me parece que oigo el agudo grito de la infeliz asesinada. Grito que sonará siempre, que no es posible olvidar, que por sí solo, al escucharlo de lejos, deja adivinar que un alma de un cuerpo se separa. Y era tan bella y tan dulce; ella no hubiera solo sido el consuelo de su hermano mayor, sino también el de un marido amante y de unos hijos lozanos y cariñosos, y fue cortada en flor de su existencia por una mano aleve. Maldito, maldito, maldito. Dios no escucharala, Dios lo rechazará, Dios lo condenará y lo consumirá el fuego eterno y por gozar un momento de bienes terrenales, sufrirá por siglos infinitos, horrorosos tormentos. Maldito, maldito sea.»

Callaba un momento el duende, como si se complaciera en la tortura del caballero. Este se revolvía fatigado en el lecho y así que parecía reposar algún tanto, el condenado espíritu volvía a su primitiva posición y proseguía su plática.

«Ha dado la media noche: próximamente a esta hora fue, y ¡en qué lugar! En la puerta del templo donde su alma se había fortalecido en Dios. Ella, tan pura morará junto a Él en las mansiones espléndidas del paraíso, y el asesino se consumirá en el fuego eterno del infierno. De qué sirve el oro adquirido con el asesinato y el robo, si no puede alcanzar nunca la paz de la conciencia. Toda su hacienda y las salud y la vida daría el malvado por no recordar a su víctima. Y aún fingió lágrimas para ocultar su crimen, lágrimas sacrílegas que pesarán una a una en la balanza de Dios. Por cada lágrima cien siglos de condenación. Te reclama el infierno, eres suyo, para ti no hay salvación ni en la muerte. En la tierra el recuerdo, en el sepulcro el castigo. Maldito, maldito eres. »

Y nuevamente callo, y nuevamente prosiguió así:

«Qué no daría el asesino por retrotraer el tiempo que jamás se para en su incesante carrera; que daría por borrar los hechos y deshacer su obra que ya se consumó. Yace el asesino descubierto en el calabozo, sube a ignominioso patíbulo, perece en él, pero se arrepiente y se salva. El asesino oculto no tiene este consuelo; tiembla siempre ante una mirada escudriñadora, ante una palabra indiscreta; quién sabe; nadie lo vio, estaba bien cubierto, y si se descubriera…. Qué horror, la horca, la infamia. Para alcanzar la clemencia es necesaria la expiación. Al que no sufre el castigo le es imposible el arrepentimiento. Para pedir el perdón hay que pedir antes la pena. La pena. No, no, qué horror, detrás del juez esta la horca y la vida es amable. Detrás de la vida esta también el infierno: él será tu vivienda hasta la consumación de los siglos.»

«Hay ante el tribunal de la divina justicia unos amantes padres postrados. Son los tuyos; constantemente piden justicia. Con ellos está tu victima, todos tres te acusan. Dios te condena. Has sido maldito y te reclama el infierno. Y a él vas a descender por que en este momento vas a morir.»

Estas últimas palabras fueron dichas con voz de Stentor que atronó el palacio. El caballero abrió los ojos desmesuradamente y vio ante sí a un personaje desconocido. Era el duende; pero no ya pequeño, simpático, como era antes; de improviso había crecido hasta hacerse un gigante. Apoyó una de sus rodillas sobre el pecho del asesino para impedirle todo movimiento y le acomodó al cuello un grueso dogal. Después estuvo un buen rato mirándolo y riendo.

«Vas a morir, decía. Has escapado a la justicia de la tierra, pero habías olvidado la justicia del cielo. Vas a morir para que tu alma pueda ir al infierno que la reclama a voces.»

Y, al decir esto, el duende reía con carcajadas estridentes e infernales que erizaban los cabellos solo al oírlas; y poco a poco los cabellos solo al oírlas; y poco a poco iba apretando el dogal. El asesino pedía socorro, olvidando que sus criados no estaban en la casa. A cada grito, a cada gesto de dolor y angustia contestaba el duende con una nueva risotada y siempre diciendo: «Vas a morir, maldito asesino, vas a morir». El martirio se prolongó largo rato. Cada vez que el duende veía a su victima palidecer y desmayarse, aflojaba un poco el dogal prolongando así su agonía. Después volvía a apretarlo, siempre riendo con alegría salvaje y feroz.

Después de prolongado por mucho tiempo este juego horrible, sonó crujir la llave en la puerta de la calle. Los criados volvían de la misa del gallo. Era necesario concluir. El duende apretó el dogal acabando con la vida del asesino. Después arrojó la punta de la cuerda al techo sobre una de las robustas vigas, cayó del otro lado y tirando de la punta, suspendió de la viga el inanimado cuerpo, atando la soga para que no cayese. En seguida trepando por el cuerpo del muerto, llegó a los hombros, recobró su primitiva y pequeñísima forma y se sentó en la cabeza del ahorcado. Allí permaneció.

A la mañana siguiente los criados advirtieron que su amo no se levantaba y como pasara mucho tiempo y siempre permaneciese cerrada la puerta de la alcoba, temieron algún accidente desgraciado y llamaron a ella; pero no contesto nadie a los repetidos golpes que dieron. Entonces lo tuvieron por muerto y avisaron a la justicia. Acudió esta y la puerta fue derribada a hachazos. Al entrar encontraron el cadáver pendiente de la viga; sobre su cabeza permanecía sentado el duende.

Este dirigiéndose al corregidor hablo así:

«Anoche fue el tercer aniversario del asesinato de una joven en el postigo de la Leche. Este cadáver es el del asesino que escapó a la justicia de la tierra. Dios, sin embargo, lo conocía, como conoce a todos los seres que habitan en el mundo, y decretó su castigo. Yo he sido el ejecutor del cuerpo. El alma está ya en los infiernos donde vivirá por una eternidad. Grande es Dios, alabadlo y temed su justicia.»

Y desapareció. Desde aquellos tiempos los cordobeses siempre han tenido escrúpulos en vivir en la casa del duende y no faltan hoy personas que han vivido en ella y que se han mudado por haberlo visto. Hace, por lo tanto, nueve siglos que habita la casa. ¿Cuántos la vivirá todavía? Seguramente hasta que el hombre olvide por completo las muchas supersticiones que aún lo dominan.


Toledo 23 de julio de 1887


CUENTOS Y TRADICIONES Por Don Rafael Ramírez de Arellano