domingo, 18 de abril de 2010

UN RELATO

EL PÁJARO



El Anselmo afirmaba que la libertad le venía de lejos, desde el instante mismo de su nacer; decía que nació porque quiso, porque le interesó dejar el cálido y cómodo receptáculo para salir a la aventura; y también porque a través de las húmedas paredes de aquella celda, resbaladiza y afelpada, captaba los sonidos del exterior e incluso le llegaban las visiones de lo que iba a ser la luz del sol, el fulgor de las aguas y la sombra del árbol.
Siempre hizo lo que quiso y ahora a la edad de la plenitud, se había instalado en las cercanías del pueblo y erigido la cabaña con ramajes caídos, trozos de maderos y latones, en pleno bosque, entre los erbedos de junto al río, y se pasaba las horas contemplando las cosas de este mundo, más bellas aún de lo que había imaginado.
Ahora compartía las cosas en su intimidad, con el mundo externo. Se levantaba por las mañanas a hora tempranera -aún estaba el mundo enmarañado entre lo oscuro-, se sentaba en el pilón que colocara en la puerta para sostener uno de los vanos y esperaba a que, una a una, fuesen disipándose las sombras, a que, uno a uno, apareciesen los colores, a que, poco a poco, las formas y los contornos se esforzasen en adquirir calidades perceptibles. Y lo que contemplaba lo sentía palpitante en sí mismo; era como si su propia alma se iluminase con la primera luz -que se conformaba, en los inicios, como un rayo mortecino, apenas distinguible, después, intensa y deslumbrante, anaranjada u ocre- y era también el cosquilleo que notaba cerca del corazón y el estremecerse de las vísceras, lo que le dio en pensar que el día nacía de él, que la esfera del sol era un destello de aquella luz que él se sabía desde siempre y que sin poder evitarlo se le iba por los ojos, lo iluminaba todo y hasta creaba los paisajes: el bosque, los campos, el cercano pueblo con sus calles y casas, donde se hallaba el consultorio en el que le atendía don Ezequiel.
Don Ezequiel se empeñaba en no comprenderlo y el Anselmo se subía la pernera del pantalón mugriento y dejaba al descubierto, al aire aún refrescante de la consulta del médico, la endeble canilla de una pierna roída por el costrón purulento de la úlcera. Don Ezequiel le andaba con dedos delicados en la pupa y el Anselmo reía con carcajadas breves, rítmicas y firmes.

-¿De qué te ríes animal?
-Me hace usted sentir en la pierna los mismos picotazos de todas las mañanas, frente al río, cuando los jabardillos de la pajarería despiertan en los lloredos y se echan a cantar. Yo creo los pájaros o al menos, los vivo como algo que me nace de aquí dentro- y se daba en el pecho con el puño.

Desde hacía cinco años, se llegaba una vez por semana al dispensario del pueblo para que don Ezequiel le mondase la ulceración. Sólo que don Ezequiel se fue aficionando a él, a partir de un buen día en que -según dijo- para comprobar el funcionamiento de un nuevo aparato de rayos, le echó una fotoscopia. Y la semana siguiente con la placa en la mano:

-Tienes que comer más Anselmo. Mira, así somos por dentro. Fíjate aquí en esa mancha negra. Es una lesioncita. Cosa de poco. Procura descansar lo más que puedas.
-No he trabajado nunca, don Ezequiel, usted lo sabe...

A partir de entonces, a rayos cada dos meses, antes o después de arreglar la costra, de aplicarle el estetoscopio en el pecho y en la espalda y de percutirle con los dedos sobre la tetilla derecha, en una zona en la que el sonido se hacía profundo y hueco:

-Escucha, Anselmo. Esta lesioncita parece que va en aumento. Cuídate, come más y reposa bien los alimentos. Si esto no mejora en breve plazo, voy a mandarte al sanatorio, con que tú veras...

Al Anselmo le constaba que la lesioncita no era tal, sino cosa del pájaro. No se podía tener dentro del cuerpo al mundo entero sin que se produjeran desgarramientos, avenidas de agua, tronadas o temblores de tierras. La lesión se la había causado el pájaro arrebatado, indómito y de bello plumaje azulino que todas las mañanas de su vida le había despertado con un batir de alas asfixiante y clamoroso en mitad del pecho, con un aleteo insobornable que le malrotaba los alientos y le zumbaba en los oídos hasta ensordecerle.

-Es un pájaro, como quien dice, azul, don Ezequiel, que me da picotazos en el pecho. Ése es quien me ha producido la lesioncita que le maltrae a usted. Me gusta cuando muerde, aunque reduela en semejante parte.

Y él, don Ezequiel, perdida la mirada por los campos y el bosque de más allá de la ventana:

-Te envidio, Anselmo. Debe resultar bello crear pájaros en mitad del pecho.

Y de nuevo, la risa sincopada, rítmica, del paciente invadía los ámbitos del consultorio.
El nació porque quiso. Su venida al mundo fue un acto de voluntad libre y consciente y ya antes de abrirse paso a la luz del mundo, como una locomotora deponiendo obstáculos, tuvo perfecta constancia de que arribaba llevando en sus entrañas, oculto en lo más hondo de su pecho, al huidizo pájaro azul que le picoteaba en las mañanas.

-Es así de pelaje, don Ezequiel. Vea que azul, ¿usted comprende...?

Y sonaba la risa, intermitente, feliz.

-A veces, por las mañanas, noto la picazón en la garganta, retoso un si es, no es y me encuentro con la pluma en la boca. Mire, que pluma. Observe usted el color. Es anticipo de algo que ha de llegarme, algo aun más bello que nacer a este mundo.

-A ver, trae...

Le entregó la pluma y don Ezequiel la examinó con detenimiento...

-Si es bonita... ¿me dejas que me la ponga en el sombrero?
-Claro. En la noche, fosforece.
-Eres hombre dichoso, Anselmo. Mira que llevar en el pecho un pájaro tan hermoso... Dime, ¿cómo te embarazaste?
-Con sólo ver la libertad de todos los pájaros y soñármela luego, don Ezequiel. Sólo con eso.
-Es un acto de amor como otro cualquiera, sí...

Pronto, el cintajo grisáceo del sombrero de don Ezequiel se llenó de plumas que fosforecían en la oscuridad, de modo que en los atardeceres, al salir con dejadez y hartazgo de la consulta, la cabeza del médico se auroleaba con un halo de fulgores cristalinos, con una nube-atolón blanquecina que despedía destellos metálicos. La señora Genoveva, la hipertensa por obesidad, se lo descubrió un anochecer, cuando el médico cruzaba la plaza hacia su casa:

-Porque hay que ser bueno, don Ezequiel, para que en vida le asome a uno el halo en el sombrero. ¡Usted es un santo, sí...! Hay que ver..., ¡qué ventura tenerle aquí en el pueblo!
-No se excite, señora Genoveva, que eso le perjudica la hipertensión.
-¡Rediós! ¡qué ventura tenerle...!

Una noche, el reír se le hizo a Anselmo profundo y cavernoso. Para paliar el resquemor del pecho, dejó unos instantes la cabaña, atravesó el río y de los lloredos más copiosos tomó unos puñados de hojas. Las introdujo en la vieja perola y las puso al fuego. Aspiró sus vapores y la tos se le hizo ahogo y paroxismo. Notó la congestión sobre las sienes y un punto de dolor, agudo y hondo en la garganta.
La mañana siguiente, acudió al consultorio y se lo contó todo a don Ezequiel.

-Aún me falta la lena, vea usted, y el punto de dolor me rompe el habla.
-Eso es la lesioncita que se te encona. ¿Has sacado más plumas?
-Sí todos los días cinco o seis de ellas, todos...
-Abre la boca.

La abrió y el médico exploró la cavidad. Con la ayuda de la espátula y oprimiendo la lengua del Anselmo, distinguió con nitidez los tres brazos de una garrita de pájaro, aferrada a la amígdala izquierda.

-Éste quiere salir -dijo-. Viene de pies y te dolerá. Dale facilidades. Provocaté la náusea y échalo a volar. Dale facilidades es azul y fosforece. Será un pájaro muy bello, Anselmo. tendrá el tamaño de un tordo o de una tórtola. Vamos dilata bien la tráquea, encoge la cintura y dale fuerte, aprieta.
-Ése nace por lo mismo que yo, don Ezequiel. Es bueno haber nacido así, como hice yo, para ser libre y más aún, para dar libertad a un pájaro, ¿no cree? Habrá que darle paso, digo yo. Haré fuerza, como usted dice.
-Eso es, provócate la náusea. Abriremos la ventana para que se eche la mundo.

El médico abrió la ventana y el Anselmo comenzó a estremecerse, se agitó con la náusea, con el ahogo, con las suspensiones del aliento y el dolor del parto. Venía el animal como una locomotora, abatiendo obstáculos, ampliando estrecheces, intentando entonar en su agitación, aun antes de asomarse al mundo, el trino de la alabanza y de la plenitud. El Anselmo se abrió de boca, regurgitó y tosió, y con la avenida de la sangre a sus sienes, sintió en la lengua el roce aterciopelado de las plumas, el volumen redondo y muelle del pájaro.
El ave surgió rauda y azul como un cielo de primavera, aleteó por la consulta del médico con vuelo regular y seguro, distinguió el vacío de la ventana abierta y enfiló hacia el espacio amplio, inabarcable del mediodía, hacia el perfil de los bosques en el horizonte.
En el consultorio, el Anselmo se extraía aún plumones de la boca, mientras don Ezequiel dejaba vagar los ojos tras el rastro irrecuperable del pájaro. Por fin, el médico volvió a sí mismo, se acercó al Anselmo y le golpeó con ternura en la espalda:

-Eso es, escupe los loquios. Ha sido un buen parto, ¿a que sí?

Y el Anselmo, con gesto sorprendido y voz aún temblorosa:

-Un buen parto, don Ezequiel. Apenas un dolorcillo y fuera... Es un pájaro hermoso. Por la noche fosforecerá más bello y aun más libre que la luna.

Y don Ezequiel, el médico:

-Eres hombre feliz, Anselmo. Cuánto te envidio, cuánto...


JORGE FERRER-VIDAL