lunes, 4 de abril de 2022

EN SAN ANDRÉS – TRADICIÓN CORDOBESA

 

EN SAN ANDRÉS – TRADICIÓN CORDOBESA


Los marmolejos era el nombre con se conocía en el siglo XVII el ensanche de la calle del Ayuntamiento en donde desembocan las de la Librería y de la Espartería desde tiempo antiguos y hoy también la de Claudio Marcelo recientemente abierta. La antigua portería del convento de San Pablo, se llamaba entonces como ahora El Galápago, y junto a ella, enfrente de las casas de la Ciudad, había una tienda de alfayate, nombre con que los sastres eran por aquellos años conocidos. Todo este sitio pertenecía a la collación de San Andrés.

Era una hermosa mañana de abril, y en los Marmolejos se advertía alegre y bulliciosa animación. Buen golpe de hortelanas tenían establecidos allí sus puestos y vendían flores; muchas mujeres con la cesta al brazo compraban hortalizas; muchas tapadas damas, la más dueñas, las otras recatadas doncellas, compraban rosas y claveles y apuestos caballeros las cortejaban y regalaban de paso. Todo era bulla, animación y contento. Hoy, en las primeras horas de la mañana, el Salvador y el Ayuntamiento, también se encuentran engalanados de flores, también concurridos y tampoco faltan algunas bonitas cordobesas madrugadoras, que, dicho sea de paso, son bonitas las hijas de esa hermosa y privilegiada ciudad de España, en otro tiempo su corte y su emporio.

De improviso un gran movimiento de gente ocurre, junto a la tienda del alfayate: quien teme un motín y huye despavorido; quien, más curioso, acude apresurado a averiguar la razón. Los veinticuatros encargados de la tasa, se acercan seguidos de alguaciles y de corchetes y todo es confusión y desorden. Del grupo sale un hombre que corre a escape, llevando en la diestra ensangrentado puñal. Tras él parte toda una trailla de sabuesos de la justicia tratando de darle alcance, y entonces la gente se entera de que se ha cometido un asesinato. En el portal de la tienda yace exánime el alfayate García; tiene en el pecho una herida ancha y profunda de la que la sangre se escapa a borbotones. Aún no ha expirado. De la iglesia más próxima acude el viático, lo recibe y muere. El asesino perseguido por lo corchetes escapa de las manos de la justicia, tomando iglesia en la de San Andrés. Por esta vez, como tantas otras, el criminal ha quedado impune.

Así era la antigua justicia. La iglesia era un asilo hasta para los condenados, a quienes las mismas leyes eclesiásticas destinan el fuego de los hornillos eternos.

La vivienda del sastre no tenía otras habitaciones que el portal, una sala arriba y una cocina miserable. El muerto no podía permanecer en la casa y fue conducido al depósito, entonces existente, y aún algunas veces hoy, en las iglesias en donde también estaba el cementerio. Por esta razón, vino a darse el extraño caso de que asesino y victima tuvieran el mismo refugio: el sagrado del templo. El uno para reposar en él eternamente; el otro, quien sabía el destino que le aguardaba en la vida.


La parroquia de San Andrés conservaba aún su primitiva forma latino-bizantina. No era tan grande como en la actualidad, pero sí más severa y grandiosa. Tres naves altas flanqueadas de fuertes pilares moldurados a semejanza de haces de cañas, formaban el sagrado recinto; sobre los pilares había capiteles en que alternaban como adornos hojas grandes y caprichosas y toscas y desmedidas cabezas de monstruos, endriagos y jimios. Después se levantaban en el ábside las robustas bóvedas festoneadas de nervios y en el cuerpo de la iglesia los artesonados más altos en la central que en las laterales naves. Desprovista del encalado que hoy la afea, estaba al descubierto la cantería de los muros ennegrecida por el incienso y las luces en el transcurso de su existencia de muchos siglos. Al fondo de la iglesia estaba el severo altar de batea con pinturas en tabla del siglo XV. Ocupaba el lugar que hoy el sagrario, y era el mismo que los que hayan visitado la sacristía habrán admirado como una joya del arte español, de los últimos tiempos del período ojival. Tampoco faltaban en la iglesia santos enanos y deformes, colocados en ménsulas y bajo caladas humbelas, ventanas ojivales, que con sus vidrios de colores, interrumpían los rayos de sol al penetrar en las naves dando a estas aspecto más sombrío y misterioso, y tal vez sepulcros donde, bien en yacentes estatuas, bien en orantes bultos, estuviesen representados afamados guerreros cordobeses y respetables damas de venerables tocas.

Tal era el lugar a donde se acogió el asesino huyendo de la justicia. En el centro del templo, sobre una mesa cubierta de negro paño, fue depositado el cadáver del sastre. Era una estatua más que venia por una noche a hacer compañía a las otras estatuas sepulcrales; pero ésta para el matador era más adusta y más respetable que las de aquellos antiguos infanzones, solo vencidos por la muerte, nunca por el brazo armado del enemigo.

Todo el día estuvieron abiertas las puertas del templo, sin que faltara gente en él. Así es que, Luis el asesino, no se encontró a solas con su víctima, puede decirse que ni un momento. Todo el día vagó de altar en altar, de capilla en capilla y de banco en banco, aquí dormitando, rezando allá y siempre combatido por su pensamiento en donde se mostraba clara y definida la imagen del crimen con su horripilante aspecto, con toda la negrura y tristeza que viste a la idea del mal realizado e irremediable, el deseo de la reparación y la impotencia contra los hechos consumados. El remordimiento, ese torcedor implacable del alma, había hecho ya presa en la conciencia del desgraciado criminal. Así pasó el día; la tarde fue declinando, el sol que penetraba por las pintadas vidrieras fue tendiendo sus rayos cada vez menos oblicuos; en un momento llegaron a estar horizontales, después volvieron a su inclinación, pero en sentido inverso; finalmente iluminaron breve tiempo los nervios de la bóveda y los alfarges del artesonado y desaparecieron por aquel día. Entre tanto las sombras; pareciendo como que se lanzaban a la vida saliendo de los panteones y los sepulcros, semejando girones de gasas transparentes primero, después densas, se fueron levantando del suelo, elevándose en los espacios y llenándolo todo. Sin embargo, la oscuridad no era completa. En el espacio estaba trabada una lucha porfiada y tenaz, las sombras luchaban por dominar, las lamparillas de los altares por sublevarse contra su reinado.. De aquí resultaba ese ir y venir incesante de masas opacas y de vislumbres brillantes que se observa en las catedrales a media noche, ese agrandarse de los arcos y de los muros, ese temblar de los santos sobre su ménsulas de piedra y esas mil visiones que se creen ver en la sombra cuando no es completa, y sobre todo cuando la luz oscila. La onda luminosa varia su marcha a cada oscilación de la luz; esto es todo, pero la imaginación lo abulta y lo embellece.



Aún penetraban por las ojivas los últimos resplandores del crepúsculo bañando los muros más cercanos de pálida y azulada luz, cuando el sacristán fue a cerrar las puertas de la iglesia. Después de esto hecho, al marcharse a sus habitaciones se acercó a Luis, y le invitó a pasar la noche en su compañía. El muerto en aquel lugar y a aquellas horas, no le parecía al sacristán el más agradable acompañamiento. Pero Luis, rehusó. Tenía miedo a la justicia de los hombres y no se creía cubierto de sus pesquisas en habitaciones que no estaban garantizadas como sagradas para la ley. El sacristán entonces se encogió de hombros y murmurando apenas un «buenas noches,» salió de la iglesia cerrando la puerta tras de sí. En aquel momento se encontraron solos y frente a frente muerto y matador.

Pensó Luis, desde luego en dormir. El sueño es un estado semejante a la muerte. Durante él se olvida, y el pobre asesino necesitaba olvidar. Pero no era aquella noche para el reposo. Al derredor de Luis, se habían reunido unos cuantos inseparables compañeros de todo el que sufre con el recuerdo de un crímen. Eran el espanto, el remordimiento, la vacilación, el miedo, la amargura, todos los roedores del alma que celebraban en torno de precito, danza infernal e incomprensible. Él no podía verlos pero los sentía; adivinaba sus ojos que lo miraban, sus manos acariciándolo, los besos con que se gozaban al estamparlos en la ardorosa frente de su victima. Estaban allí y dispuestos a torturarlo sin descanso y sin compasión.

Y persistió en dormir, pero aunque cerraba sus ojos no podía cerrar los del alma, aunque yacía en la inacción, no estaba inactivo sino agitado su pensamiento, y así fue recorriendo todos los lugares de la iglesia. En tanto se acurrucaba al pie de un altar o en el rincón de una capilla, en tanto se recostaba en un confesionario, ya se sentaba entre dos sepulcros, ya se acostaba en el suelo sobre una alfombra sirviéndole de almohada los escalones del presbiterio. En ningún lugar estaba bien y así andaba errante de una parte a otra, a favor de las lámparas de las capillas, y ocultándose el rostro pasaba ante el muerto por no verlo ni adivinarlo siquiera.

En este incesante ir y venir y siempre pensando en el asesinato cometido y en la muerte y el tormento que le aguardaban, empezó a alterarse su imaginación. Varias veces creyó oír su nombre pronunciado por el sastre tal vez, otras creía escuchar ruido de armas, que se abrían las puertas y hasta veía las luces de las linternas de la ronda. Ora se paraba contemplando un santo y le parecía verlo oscilar y moverse, ora al caminar se detenía sobresaltado creyendo que ante sus pies se abría una fosa y se alzaba de ella descarnado esqueleto y en raudo torbellino giraban en torno suyo altares, machones, santos, estatuas sepulcrales, toda la iglesia.

Pero aún había alguna cosa que no se movía; el cadáver del sastre y se movió. En una de la veces en que Luis, desencajados los ojos, el pelo erizado, las piernas sin fuerzas para sostenerlo, todo tembloroso se apoyaba en uno de los pilares para descansar de aquel infernal martirio, alargó la cabeza muy despacio y quedo a ver si el muerto dormía aún sobre su tumba, y cual no sería su espanto cuando vio que con el mismo cuidado de no producir sonidos, el muerto se incorporaba apoyado en ambas manos; sacaba, uno primero y luego otro; los pies del ataúd; se sentaba en el borde de la mesa; muy quedito se deslizaba hasta el suelo y después enderezaba sus pasos hacia el lugar en que Luis se encontraba.

Helado de terror, mudo, clavado en el pavimento sin acertar a moverse, estuvo un instante viendo acercarse al asesinado; pero cuando ya iba a caer en manos del alfayate, hizo un soberano esfuerzo, se arrancó del pilar en donde estaba como empotrado y echó a correr por la iglesia con todas las fuerzas de que era capaz. Y el muerto corrió también. Uno en pos de otro daban vueltas infinitas y vertiginosas al derredor del templo y solo amenguaba la lucha algunos instantes en que el muerto se detenía y vacilaba, llevaba las manos a su pecho, se abría la herida, brotaba de ella mucha sangre que manchaba las losas del suelo y volvía a correr en pos de su asesino. Y Luis, corría siempre mirando atrás y cada vez era mayor su angustia pensando que perdía las fuerzas e iba a caer al fin y al cabo en las manos de su perseguidor.

Una de las veces que paso corriendo por delante de la puerta del campanario, vio que estaba abierta; entonces cambiaron de rumbo sus ideas y buscó la salvación en aquella escalera. La subió a saltos descomunales y llegó arriba; allí las frescas brisas de la noche, acariciaron su frente y respiró mejorado de su cruel martirio. Se creyó libre, pero desde lo alto miró al fondo y entonces aumentó su desesperación y entonces aumentó su desesperación por que allí no había salida, y el muerto montaba lentamente y uno a uno los peldaños de la escalera. ¿Qué hacer en situación tan angustiosa? Hacia la torres subía el muerto, fuera de la torre estaba la muerte aguardando sobre el empedrado de la desierta plaza.

Había que tomar una determinación pronta, pero siempre terrible: o arrojarse a la calle y en tal caso era segura la muerte o dejarse alcanzar por el sastre y entonces, quién sabe la suerte que aguardaría al desgraciado; pero la casualidad le deparó otro medio que aprovechó al punto. Había en el suelo una cuerda. La ató a uno de los balaustres que decoraban el campanario, y poco a poco se deslizó; la fatalidad perseguía a Luis, la cuerda no era tan larga que le permitiera descender hasta el piso, faltaban aun alguna varas para llegar. Luis quedó asido a la punta balanceándose en el espacio. La luna que antes estaba oculta por unas blancas nubes, había salido de detrás de ellas e iluminaba la escena. El asesino estaba en esta posición difícil de sostener mucho tiempo, y pensando acaso en volver al sagrado asilo, cuando miró a lo alto y nuevamente tembló de pies a cabeza. El muerto se asomaba por encima de la balaustrada; así que pareció convencido de que Luis estaba allí, saltó fuera de la torre, se asió a la cuerda y comenzó a bajar. Ya no había salvación. El asesino perdió las pocas fuerzas que le quedaban, abrió las manos, acaso para implorar perdón, y cayó a la plaza en donde quedó tendido y maltrecho. Un momento después pasaba una ronda, vio un bulto, se acercó a reconocerle, halló al criminal y dio con sus huesos en la cárcel pública a disposición de la justicia ordinaria y amenazando a la garganta de Luis, el dogal del verdugo.

Al día siguiente el obispo reclamó el preso como aprendido en lugar sagrado, pretestando que formaba parte del templo la lonja que entonces había y en donde se le encontró. El corregidor se negó a entregarlo, aduciendo que fuera de los muros de la iglesia no alcanzaba



el derecho de asilo. Entablada la competencia, ambas autoridades reclamaron al rey y asu real consejo. Y pasó mucho tiempo sin que S,M, contestara y hasta ignoramos si contestó. Pero el corregidor terminó la causa, sentenció a Luis y después de ahorcado colocó su cuerpo exánime en una sepultura donde pudiera descansar y aguardar el favorable real fallo.


Toledo 28 de julio de 1887


CUENTOS Y TRADICIONES ( DON RAFAEL RAMÍREZ ARELLANO )