martes, 26 de noviembre de 2019

Alonso de Salazar y Frías, el buen inquisidor

Alonso de Salazar y Frías, el buen inquisidor burgalés que acabó con la caza de brujas en España

Alonso de Salazar y Frías, el buen inquisidor burgalés que acabó con la caza de brujas en España
En la “conversación en la catedral” mantenida por Elvira Roca y Jaime Contreras los nombres de dos inquisidores sobrevolaron la capilla de los Condestables de Castilla de la Catedral de Burgos. Los dos “nacidos” en la capital castellana, el uno de ficción, Jorge de Burgos, el arquetipo impreso en la retina del mundo y en la nuestra por la leyenda negra, el terrible monje ciego y fanático creado por la pluma de Umberto Eco en El nombre de la rosa, y a quien todos le ponemos rostro por el genial volcado al cine de Jean-Jacques Annaud. Un inquisidor de libro, tenebroso y asesino, español, claro, dominico, faltaría más y, encima, de Burgos.
"Poco pudo hacer el burgalés, y de ello se arrepintió de por vida. Logró salvar la vida de María de Arburu, pero en el Auto de Fe de 1611 seis murieron en la hoguera"
Pero el de verdad fue otro. Y este sí que era de carne y hueso, Alonso de Salazar y Frías, y sí, de Burgos, donde nació en 1564. Tras haber estudiado en Salamanca y Sigüenza, profesado como sacerdote en Jaén y Toledo, se convirtió en miembro del Tribunal del Santo Oficio. Y fue su primer cometido el ser instructor del más famoso y masivo proceso contra la brujería celebrado en España. Contra las brujas de Zugarramurdi primero y luego contra una multitud de gentes, miles, de todos los valles pirenaicos de Baztán y del Roncal que de pronto se habían llenado de aquelarres y de brujas volando por los aires.
El proceso tuvo lugar en Logroño y dio comienzo en el año 1609. Cuando Salazar llegó, sus dos antecesores y compañeros de tribunal, Alfonso Becerra y Juan del Valle, ya habían decidido la suerte de 29 personas tras la primera confesión de María de Ximillegui, a la que se unieron en tropel otras y tras lo que se inició una histeria colectiva donde todos denunciaban a todos y muchos se autoinculpaban de actos satánicos. Poco pudo hacer el burgalés, y de ello se arrepintió de por vida. Logró salvar la vida de María de Arburu, pero en el Auto de Fe de 1611 seis murieron en la hoguera, cinco se salvaron de la pena máxima al serlo solo en efigie y 19 alcanzaron el perdón y fueron “reconciliados”.
"Alfonso de Salazar regresó de su periplo con mil ochocientas dos confesiones y una certeza: no hubo brujos ni brujas hasta que se habló de ello"
Aquello, lejos de calmar la histeria, desató una fiebre por la caza de brujas en toda la región que se materializó en miles de acusaciones. Alfonso de Salazar, cada vez con más dudas sobre la culpabilidad de los condenados, arrepentido y consternado por lo que estaba sucediendo, decidió, apoyado por el obispo de Pamplona, trasladar al Consejo de la Inquisición sus preocupaciones, y este le ordenó viajar al Pirineo e intentar esclarecer lo sucedido. Inició su viaje, que duraría ocho meses, por las montañas, los valles ocultos y los pueblos perdidos desprovisto de prejuicio, buscando la verdad. Los hechos y las pruebas que logró consiguieron poner fin a aquel terror y aquella histeria desatadas.
Una histeria que, en realidad, había empezado al otro lado de las montañas, en la parte francesa, y luego contagiado su fiebre al sur de estas, donde un terrible juez, Pierre de Lancré, ya llevaba en 1609, antes de iniciarse el proceso de Logroño, quemadas vivas cerca de 80 personas entre brujos y brujas, cifra que iba a aumentar hasta superar las 600 en tan solo un año y a poner las bases de muchos otros procesos que seguirían llevándolas a la hoguera en Francia durante todo un siglo.
"Lo que en verdad había hallado era miedo, superstición, denuncias falsas y un estado de alucinación colectiva. En cada pueblo acudían a él gentes en tropel, autoinculpándose, muchos de ellos niños"
Alfonso de Salazar regresó de su periplo con mil ochocientas dos confesiones y una certeza: «No hubo brujos ni brujas hasta que se habló de ello». Más de mil de estos supuestos «brujos» tenían menos de ocho años y no halló prueba de la existencia de poderes sobrenaturales algunos. Ni de que volaran por el aire, ni de que mataran con tan solo una mirada, ni que pudieran colarse por el ojo de una cerradura o convertirse en cualquier animal a su antojo. Así que escribió con aguda ironía que, capaces de tales hazañas, “si las brujas existieran la ley debería reclutarlas para el Rey en lugar de perseguirlas”, pues con tales poderes sería invencible.
Lo que en verdad había hallado era miedo, superstición, denuncias falsas y un estado de alucinación colectiva. En cada pueblo acudían a él gentes en tropel, autoinculpándose, muchos de ellos niños, confesando que un vecino los llevaba de aquelarre y que ellos mismos eran ya expertos brujos. Venían muchachas a cientos afirmando que en sueños las había poseído y desflorado el Diablo. Las hizo mirar por matronas, y todas las doncellas, menos una, seguían siéndolo. Otros se le acercaban para retractarse de la confesión previa que habían hecho llevados por las torturas en sus pueblos a manos de sus vecinos, y muchos más acudían para ser “reconciliados” y perdonados, mientras otros se autoinculpaban para de inmediato pedir confesión y retractarse y así protegerse de futuras denuncias, en muchos casos hechas para arrebatarles sus tierras o por simple venganza. Los supuestos ungüentos preparados con entrañas de recién nacido, sangre de sapo y semen de ahorcado fueron certificados por galenos y boticarios como simples cocciones de hierbas. Él mismo probó, en su perro primero y luego en su persona, venenos que se decían matarían a mil personas con un solo frasco, y dejó anotado que ni siquiera había sufrido dolor de tripas.
"Las acusaciones, desde entonces, se saldaron con absoluciones o penas simbólicas. Salazar pudo afirmar que a poco la calma reinaba en todo el pirineo navarro"
Regresó con la conciencia dolorida, convencido de que había contribuido a quemar inocentes y de que las brujas no existían sino en la imaginación de las gentes y en la mente de algunos inquisidores, que se lanzaron contra él por decirlo. Escribió con sinceridad y arrepentimiento: “Cometimos culpa el tribunal… [al no reconocer] la ambigüedad y perplejidad de la materia. Cometimos [defectos] en la fidelidad y recto modo de proceder… en que no escribíamos enteramente en los procesos circunstancias graves… ni las promesas de libertad que les hacíamos y otras sugerencias para que acabasen de confesar toda la culpa que queríamos, reduciéndonos nosotros mismos a escribir sólo para llevar mayor consonancia de hacerlos culpados y delincuentes. Tanto que también por esto dejamos de escribir muchas revocaciones”
Alonso de Salazar inició su particular combate. Escribió un memorial sobre todo e intentó hacerlo llegar a la máxima autoridad inquisitorial, pero sus cartas fueron interceptadas por sus dos compañeros de Tribunal, que le acusaron de estar poseído por el demonio. No cejó. Finalmente, logró hacer llegar su “Informe al Inquisidor General», en el que demostraba la nula fiabilidad del juicio, la ausencia de pruebas, las contradicciones y la falsedad de las acusaciones.
"Sin embargo nuestra imagen, la que está impresa en el mundo y en nuestras propias mentes, no es esa. Sino toda la contraria. Nosotros somos, y casi en exclusiva, los quemadores mundiales de brujas en la hoguera"
Consiguió la victoria, la de la razón frente al delirio. En 1614 el Tribunal Supremo de la Inquisición acepto sus tesis y promulgó el Edicto de Silencio para acabar con las delaciones, las acusaciones y las envidias. Estableció una serie de cautelas y garantías: no aceptar confesiones bajo tortura o de niños. Se desacreditó el medieval Malleus Maleficarum, que había sido el manual seguido hasta entonces por el Santo Oficio sobre brujería y que se basaba en leyendas y casos sin confirmar. En la practica consiguió medidas que supusieron la abolición de la quema de brujas en España cien años antes que en el resto de Europa y que dieron fin en nuestro país a los grandes procesos por brujería. Las acusaciones, desde entonces, se saldaron con absoluciones o penas simbólicas. Salazar pudo afirmar que a poco la calma reinaba en todo el pirineo navarro, y la propia inquisición paralizó en 1616 un proceso civil iniciado en Vizcaya que evitó fuera quemada ninguna bruja. Cien años antes que en el resto de Europa. Mientras, en Francia se seguirían quemando a cientos cada año, y en Centroeuropa, en especial en Alemania, a miles, llegando a sobrepasar allí las 40.000 victimas mortales. De la locura que siguió asesinando en Europa a incontables mujeres inocentes se salvaron en gran parte los países mediterráneos, y en concreto España. Gracias a Salazar, al buen inquisidor burgalés, el de verdad, solo hay recogidas documentalmente, y en España siempre se documenta burocráticamente todo, hasta lo peor, 59 ejecuciones de brujas.
Sin embargo nuestra imagen, la que está impresa en el mundo y en nuestras propias mentes, no es esa. Sino toda la contraria. Nosotros somos, y casi en exclusiva, los quemadores mundiales de brujas en la hoguera. Los hechos y la historia han sido vencidos por el relato falso, la leyenda negra, la propaganda y el sambenito de un pecado original que soportamos sobre nuestras espaldas y que no cesa ni hoy mismo sino que a cada tiempo se recrudece. Es el del arquetipo de Jorge de Burgos, el terrible y fanático inquisidor asesino creado por la imaginación de Umberto Eco, que nada quiso saber de Alonso de Salazar sino de un tal Guillermo de Baskerville, tan de ficción como el letal ciego al que convierte en héroe, y encima interpretado por Sean Connery. Pues no. Ese tenía que haber sido Salazar. El bueno era en realidad el de Burgos.

Fuente: 
https://www.zendalibros.com/alonso-de-salazar-y-frias-el-buen-inquisidor-burgales-que-acabo-con-la-caza-de-brujas-en-espana/

Abelardo y Eloísa

Los insólitos amores de Abelardo y Eloísa

Los insólitos amores de Abelardo y Eloísa

Cuando se construyó el cementerio del Père-Lachaise, no se puede decir que los parisinos lo miraran con benevolencia. Acababa de iniciarse el siglo XIX, la capital francesa veía cómo sus dimensiones se incrementaban y las autoridades resolvieron instalar en las afueras cuatro nuevos camposantos que aliviasen la carga de las necrópolis ya existentes. Uno de esos nuevos recintos fue el del Père-Lachaise. Diseñado por el arquitecto neoclásico Alexandre Théodore Brongniart, recibió ese nombre en memoria del sacerdote François d’Aix de La Chaise, que fue confesor del rey Luis XIV e influyó bastante en las decisiones que tomó el monarca en su enfrentamiento con los jansenistas. No fueron muy demandadas las sepulturas del nuevo espacio, que se abrió el 21 de mayo de 1804 para acoger la inhumación de una niña de cinco años. Los vecinos entendían que quedaba demasiado alejado de sus predios y se inclinaban por descansar en los mismos lugares en los que habían enterrado desde tiempo atrás a los suyos. Tuvieron que trasladarse allí las sepulturas de algunos personajes bien afianzados en el imaginario colectivo, como Molière o La Fontaine, para que las élites parisinas comenzaran a mirar con buenos ojos aquel nuevo cementerio que se acabaría convirtiendo en uno de los más visitados del mundo.
"Las Cartas de los dos amantes (Epistolae duorum amantium) son un compendio de reflexiones sobre el amor y el deseo que constituyen un texto fundacional de la literatura francesa"
Una de esos enterramientos que contribuyeron a dar relumbrón a la necrópolis es, todavía hoy, uno de los más visitados por cuantos visitantes se dejan caer por el Distrito XX. Se trata del templete que acoge los restos de Abelardo y Eloísa, cuya insólita historia de amor pasó a los anales tanto por el relato que de la misma hizo su protagonista masculino como por la peculiaridad de los avatares a los que ambos tuvieron que hacer frente. Pedro Abelardo —castellanización recurrente de su verdadero nombre de pila, que era Pierre Abélard o Pierre Abaillard, o Petrus Abelardus, si se prefiere emplear su firma latina— fue filósofo, teólogo, poeta y monje y defendió con firmeza el conceptualismo, es decir, la tesis de que, aunque las abstracciones universales no tienen una correspondencia material en el mundo externo, sí existen como ideas en la mente humana, donde implican algo que trasciende los meros significantes. Él mismo contó su vida en un libro que tituló Historia calamitatum y en el que el victimismo es una constante ya desde el título. Abelardo nació en 1079 en Le Pallet, una villa fortificada próxima a Nantes, y tuvo la buena educación que se le supone al vástago de una familia acomodada. En vez de optar por la carrera militar, se puso a estudiar lógica y dialéctica y a los veinte años se trasladó a París para instruirse, de la mano del archidiácono Guillermo de Champaux, en la gramática y la retórica. Obtuvo el título de magister in artibus y comenzó hacia 1112 una carrera docente que le llevó por Melun, la colina de Saint-Geneviève y Laon. No debía de ser Abelardo un tipo especialmente agradecido —en su autobiografía, él culparía de sus desmanes a la envidia y los celos—, porque desde que dio sus primeros pasos en la enseñanza comenzó a ridiculizar a quienes habían sido sus mentores (el citado Guillermo de Champaux, también el profesor de teología Anselmo de Laon) hasta conseguir que sus discípulos los abandonaran para seguirle a él. Cuando regresó a París en 1114, obtuvo un gran éxito en la escuela catedralicia de Notre Dame, pero no tardaría mucho en padecer los disgustos que terminarían dilapidando la reputación de la que se había hecho acreedor.
 
 
Portada de una edición española de «Historia calamitatum».
 
No sólo se dedicaba Abelardo a la enseñanza. También componía, en lengua romance, piezas que entretenían a los estudiantes y gustaban especialmente a las mujeres. En torno a 1115, un año después de su regreso a la capital, conoció a Eloísa, hija ilegítima de un noble que también había recibido una instrucción temprana en la lectura y la gramática. Estaba a cargo de su tío Fulberto, a la sazón canónigo de la catedral de París, y ya había adquirido cierta notoriedad cuando Abelardo inició con ella una correspondencia que en principio tenía como fin ofrecerle sus servicios como docente, pero pronto comenzó a adquirir otros tintes. Las Cartas de los dos amantes (Epistolae duorum amantium) son un compendio de reflexiones sobre el amor y el deseo que constituyen un texto fundacional de la literatura francesa y hacen que se considere a Eloísa la primera escritora de occidente cuyo nombre superó las barreras del olvido. Los intercambios epistolares terminaron dando paso a los encuentros en carne y hueso, que a su vez desembocaron en una relación que no contaba con el beneplácito de nadie y que, para colmo, fue descubierta por Fulberto cuando los dos amantes se encontraban en pleno ejercicio de sus efusividades. El tío de Eloísa impuso entonces un alejamiento, pero se las arreglaron para volver a encontrarse. El destino fue tan contundente que quiso que ella se quedase embarazada, lo que hizo que Abelardo terminara disfrazándola de monja para secuestrarla y llevarla a Le Pallet, que quedaba fuera de la jurisdicción de las autoridades francesas. Allí nacería su hijo, al que pusieron por nombre Astralabe y cuyos cuidados quedaron encomendados a Denyse, la hermana de Abelardo. Éste regresó a París para obtener el perdón de Fulberto y le prometió que contraería matrimonio con su sobrina, cosa que no acababa de agradar a ésta porque entendía el matrimonio como una suerte de claudicación de la mujer, dado que lo relacionaba con el interés de la esposa por adquirir un nivel social derivado de la condición de su marido. Terminó cediendo, sin embargo, aunque el matrimonio se mantuvo en secreto y ella rehusó someterse al orden que su propia familia ha asumido al aceptar el enlace. Así, cuando Fulberto hizo saber que Abelardo y Eloísa eran pareja de pleno derecho, el primero envió a la segunda al monasterio de Argenteuil, pero, incapaz de reprimir su pasión, terminó saltando el muro para yacer con ella. Eso ya fue demasiado para Fulberto, que por su cuenta y riesgo hizo castrar a Abelardo. Eloísa decidió entonces tomar definitivamente los hábitos y eso marcó el inicio de un distanciamiento progresivo de quien fuera su amado. Los vaivenes personales de Abelardo —a quien acusaban de compaginar sus obligaciones religiosas con sus devociones maritales, y que para colmo terminó viendo cómo sus ideas teológicas eran condenadas en el Concilio de Sens— encontraban eco en la frustración de Eloísa, que se veía enclaustrada en la disciplina monástica en contra de su voluntad real. También ella tuvo que soportar dudas por su condición de célibe y esposa, pero se obstinó en fundar una regla monástica exclusivamente femenina y llegó a ser nombrada abadesa del Paraclet.

"El 16 de junio de 1817, los restos de ambos se trasladaron al cementerio del Père-Lachaise, en cuya séptima división reciben desde entonces a quien quiera visitarlos"
Abelardo falleció en la primavera de 1142, en la casa madre de la abadía de Cluny, y fue enterrado en Paraclet. Veintiún años después, el domingo 16 de mayo de 1164, Eloísa exhalaba su último suspiro en la abadía de Cherlieu y su cuerpo fue sepultado encima del de su esposo, a quien tiempo atrás había dedicado una composición fúnebre («Contigo soporté las desgracias / que contigo, cansada, duermo») que forma parte del corpus que la convirtió en una de las intelectuales más importantes de su tiempo, amén de un referente para las que habrían de venir después. El 16 de junio de 1817, los restos de ambos se trasladaron al cementerio del Père-Lachaise, en cuya séptima división reciben desde entonces a quien quiera visitarlos. Los arqueólogos cuestionan que los restos que acoge esa tumba sean realmente los de los infortunados amantes, pero eso no es óbice para que valga la pena acercarse por ese rincón a rendir homenaje a su memoria, por ver si eso les resarce en parte de su historia de amor y calamidad.

Fuente:  https://www.zendalibros.com/los-insolitos-amores-de-abelardo-y-eloisa/