miércoles, 26 de abril de 2023

LA ARROPIERA Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol. 5 (1924). Ricardo de Montis Ed. 2021 de la Red Municipal de Bibliotecas de Córdoba

 

LA ARROPIERA


Uno de tos tipos característicos de Córdoba que se van perdiendo es la arropiera, aquella viejecita muy simpática, muy limpia, a la que nunca faltaba en verano el ramo de jazmines como remate de su moño de lino, que sin cesar recorría nuestras calles pregonando su dulce mercancía o pasaba la existencia en una plaza, sentada detrás de una mesa a la que pudiéramos llamar su establecimiento.

El dulce que da nombre a esta característica vendedora, la arropía, es genuinamente cordobés y uno de los más antiguos que se conoce. Lo empezaron a fabricar los moros de la época del Califato, que con él obsequiaban a sus mujeres y desde aquella época remota ha llegado hasta nosotros sin modificación alguna en su nombre ni en su confección.

Nos referimos a la arropía de miel, a la llamada de clavo, porque un clavo sujeto a una pared es el principal elemento para elaborarla, pues la arropía blanca o de azúcar apareció mucho después de aquella. La arropiera, aunque éste fuese el elemento principal y más productivo de su modestísimo comercio, tenía en su cesta o en su mesilla infinidad de artículos, multitud de chucherías cuya posesión constituía el sueño dorado de los muchachos y, en muchas ocasiones; les costaba llantos y azotes.

Todos los diminutos establecimientos de las arropieras eran análogos, pudiera decirse que estaban cortados por el mismo patrón. Consistían, como ya hemos dicho, en una mesa muy pequeña, muy baja, pintada de azul, con el tablero rodeado por unos listones, a fin de que no se pudieran rodar las mercancías. En el lado derecho tenía una especie de jarrero y debajo, para darle consistencia, dos listones cruzados en forma de aspa. En el centro de la mesa, ocupando lugar preferente, destacábanse, sobre un pedazo de hoja de lata, las melosas arropías de clavo y, a su alrededor, en papeles, una infinidad de dulcesillos, mucho de los cuales han desaparecido ya; los pedazos de piñonate, los cañamones, los suspiros de canela, los barquillos de gran tamaño semejantes a sombreros de teja, los cartuchitos de anises de colores. Y en cajas de cartón que antes guardaron ovillos de hilo, las arropías blancas, las cerezas y las guindillas de caramelo, las escaleritas y las tijeras llenas de licor.

Al lado, en el suelo, aparecían el tosco barreño con los altramuces bien sazonados, la fuente de pedernal con las chufas en agua y, en determinadas épocas, la macetilla con las almezas y los canutos de caña para arrojarlas o el canasto lleno de madroños. Tampoco faltaba al lado de las arropieras un par de raíces de palo dulce que, a veces, le servían de arma defensiva contra las travesuras de los chiquillos.

En verano descollaban en la mesa dos jarras limpias, sudorosas, que convidaban a beber su agua fresquísima y al pie, los ramos de jazmines con su estrellita brillante de talco en el centro. La arropiera pasaba la vida arrellanada en una silla de amplio asiento detrás de la mesa, ya entretenida en hacer calceta, ya en agitar el mosquero policromo, cuando el sueño no la rendía, lo cual procuraba evitar porque la gente menuda, siempre traviesa, aprovechaba las breves siestas de la pobre anciana para arrebatarle algunas chucherías.

En casi todas las plazas y calles de Córdoba en que había una fuente, hallábase al lado de ella una de las clásicas mesillas que hemos descrito, las cuales jamás faltaron en el Caño gordo, en la Fuenseca, ni en le plazas de San Andrés, la Magdalena, San Lorenzo y Santa Marina. En las tardes y las noches de estío la gente moza acudía a los puestos citados para beber y en la limpia jarra después de haberse endulzado la boca con una arropía o para comprar los ramos de jazmines y los muchachos para gastar en golosinas los cuartos que obtuvieran de sus padres a fuerza de lloriqueos.

En las noches de verbena en los barrios populares o de paseo en la Ribera del Guadalquivir, la mayoría de las arropieras trasladaba sus puestos a aquellos parajes en que se congregaba la gente para pasar algunas horas entregada a honestas expansiones y la hilera de mesillas, con sus pequeños faroles de aceite que semejaban luciérnagas constituía una de las notas más características de tales veladas.

Chiquillos, mozos y mozas rodeaban continuamente los puestos de las viejas vendedoras -para adquirir sus múltiples golosinas. En las primeras horas dela tarde, sin temor al sol en el verano ni a la lluvia en el invierno, las arropieras ambulantes, con su enorme cesta al brazo, bien repleta de chucherías, lanzábanse a la calle y recorrían la población varias veces, interrunpiendo su silencio con destemplados pregones, para obtener una mezquina ganancia, con la cual podían, en aquellos felices tiempos, atender a su más perentorias necesidades.

De las típicas arropieras de Córdoba sólo quedaba una y esa murió hace varios meses; la popular Matea, una viejecita muy simpática, muy lista que, a pesar de sus ochenta años, daba diariamente varias vueltas a la ciudad, sin olvidar el rincón más apartado, vendiendo por la mañana cintas, al mediodía piñones y por la tarde arropías y altramuces, porque hoy no hubiera podido vivir dedicándose sólo a su primitiva profesión de arropiera.

En el último tercio del siglo XIX había varias fábricas de los dulces mencionados, que se hallaban situadas en los barrios de San Nicolás de la Ajerquía y de San Pedro; en la actualidad, sólo queda una. Hace muchos años también se estableció en una de las pequeñas casas, ya desaparecidas, de la puerta de Gallegos, una familia judía, la cual dedicábase a la mencionada industria e introdujo en ella algunas modificaciones, varias: novedades que fueron acogidas con beneplácito por el público, sobre todo por la gente menuda.

Y no terminaremos estos recuerdos del pasado sin mencionar otro dulce tan cordobés como la arropía, que está a punto de desaparecer; el piñonate. Sin que nadie se lo hubiese concedido y pasando de una a otra generación, dos o tres familias tenían el privilegio exclusivo de elaborar ese exquisito componente de miel y piñones que, durante dos épocas del año, era indispensable en todas las mesas. Cuando se aproximaban, la feria de la Salud y la Nochebuena, las familias indicadas dedicábanse, sin descanso, a fabricar el piñonate y nunca faltaba en la puerta de Gallegos durante la Pascua de Pentecostés, o en la plaza de la Corredera durante la fiesta de Navidad un puesto del rico dulce, presentado en trozos de media libra envueltos en blancos papeles. Estos envoltorios formaban grandes pilas en mesas y escaparates, las cuales desaparecían rápidamente porque ¿quien que se considerase cordobés de pura cepa abandonaría la feria o la Plaza en Pascua de Navidad sin haber comprado un par de medias libras de piñonate?


Junio, 1920.