jueves, 13 de agosto de 2015

PASEOS POR CÓRDOBA

Traslado esta historia que aparece en el volumen tercero de sus paseos por Córdoba de D. Teodomiro Ramírez de Arellano y Gutiérrez, en ella se cuentan alguno hechos acaecidos en Córdoba en el siglo XVI, así, como las penas de amor sufridas por D. Luis de Góngora y Argote en su tierra natal por una dama casada con un caballero cordobés.



A fines del siglo XVI, época en que ya hemos dicho ser costumbre de los caballeros cordobesses fiar a sus espadas la resolución de todas sus cuestiones, vivía en esta ciudad D. Diego Fernández de Córdoba, Señor de la Campana, gran amigo de otros dos caballeros llamados D. Pedro de Heredia y D. Alonso de Velasco, quienes la tomaron con el primero, llamándoles con insistencia el señor del Badajo, aludiendo a los que tienen las campanas; tomólo al principio a broma, después empezó a resentirse, y por último, viendo la terquedad de aquellos, les dijo formalmente que lo tomaba como agravio y que no se lo toleraba, separándose los tres un tanto amostazados; Heredia y Velasco, que gozaban fama de valientes, por las muchas reyertas que habían tenido con otros jóvenes, continuaron aun más tenaces en pronunciar el apodo siempre que se hablaba de D. Diego, quien, enterado, decidió tomar venganza de la reiterada ofensa, al intento, llamó al más osado de todos sus dependientes, y encerrados ambos, le preguntó si podía contar con él para un lance de honor en que se encontraba; el fiel criado contestóle afirmativamente, y una noche salieron armados en busca de sus enemigos, hallándolos, al fin, cerca de Santa Ana, no tardando un momento en trabarse una sangrienta refriega entre los cuatro; en esto el P. Martín de Roa, de la Compañía de Jesús, habiendo abierto la puerta del Colegio para que salieran dos compañeros suyos, y al ruido de las espadas se quedó quieto sin cerrar, hasta que los dos Jesuitas volvieron corriendo, temerosos de ser acuchillados si no los conocían con tanta oscuridad; los cuatro adversarios entraron luchando por la hoy calle de Juan de Mena, llevando siempre ventaja D. Diego de Córdoba y su criado, quienes, viendo que se prolongaba la lucha, arremetieron fuertemente a sus contrarios, pasando el primero a D. Pedro Heredia por un mollero y el segundo a D. Alonso de Velasco por el pecho, ambos cayeron al suelo dándose por vencidos y pidiendo socorro; entonces los vencedores llamaron al Colegio de los Jesuitas y saliendo el P. Martin de Roa, le rogaron viniese a auxiliar a aquellos infelices, marchándose ellos en busca de un lugar donde esconderse, y que bien pronto encontraron en uno de los conventos de frailes, donde nadie supo de ellos en buen tiempo; PP. Jesuitas recogieron a los heridos, administrándoles los Santos Sacramentos y los asistieron con gran esmero y cuido, sucumbiendo D. Alonso de Velasco a las doce horas del siguiente día, y estando D. Pedro de Heredia un mes en cama con gran peligro de perder también la vida. Siguieron el correspondiente proceso, más como los tres caballeros pertenecían a las familias más nobles y acaudaladas de la ciudad, circunstancia que en aquella época influía mucho en la resolución de todos los asuntos, todos los caballeros, sus parientes trabajaron por avenir a las familias, resultando que D. Diego y su criado solo fuesen sentenciados a dos años de destierro, sirviendo de mucho para este resultado la terquedad con que los pacientes habían injuriado a D. Diego de Córdoba.


Otra anécdota vamos a contar a nuestros lectores, por cierto mucho más interesante, por referirse a D. Luis de Góngora y Argote, uno de los hombres más notables que ha producido esta ciudad, y que con su ingenio llegó a adquirir una fama europea.
Muy joven aún, y como segundo de una de las familias cordobesas, ordenaron a D. Luis de Góngora para el goce de las capellanías de su casa, dedicándole a la carrera de la iglesia, a la que, a pesar de su conformidad, no parecía muy inclinado, y más en su ardor juvenil, cuando su poética imaginación empezó a dar a luz aquellos bellísimos romances y canciones en que aún no se revela la ampulosa confusión de ideas e imágenes que formaron aquel estilo que aún llamamos gongorino; en aquella edad, enamoróse ciegamente de Doña Ana de Aragón, la que, si bien no le desagradaba el buen porte y gran talento de D. Luis, jamás asintió a sus deseos, prefiriendo los amantes ofrecimientos de D. Rodrigo de Vargas, uno de los hombres más bizarros al par que más valientes que ha tenido Córdoba, y de cuya desastrosa muerte nos ocuparemos.
Llevado a cabo este enlace, parecía natural que Góngora desistiese de su amorosa empresa, si bien disimulaba cuanto podía, a pesar de los consejos de su primo D. Pedro de Angulo, calavera consumado y amigo insaciable de camorras, por las que nada perdonaba aún cuando le acarreasen los más arriesgados compromisos y el cual gozaba de gran ascendiente en la voluntad de su primo.
El joven poeta no perdía ocasión de reiterar a Doña Ana sus amorosos desvelos, sin desperdiciar un día en que su esposo no estaba ausente, hasta yéndose de noche a cantar bajo su reja los cadenciosos versos en que tanta pasión revelan, más nada era bastante; todos sus dardos rechazaban en aquel corazón de bronce, y la desesperación le hacia prorrumpir a veces en las más punzantes sátiras; el mismo resultado alcanzaba con las dueñas y criadas servidoras de la señora, y tal vez alguna de ellas le inspiraría los siguientes versos, que al escribir estos renglones recordamos:

            “Nunca yo entrara a servir
              Porque no entrara a aprender
              A escuchar para saber,
              Y saber para decir.
              No ha menester, si es discreto,
              Para llamarme mi amo
              Más campanilla o reclamo
             Que hablar con otro en secreto;
Pues partiré como un potro
A introducirme importuno
Entre la boca del uno
Y entre la oreja del otro.
Este correr tan sin freno,
Siguiendo mí desvario,
No es para provecho mío,
Sino para daño ageno;
Pues con propiedad no poca
Imito a la comadreja,
Que se empreña por la oreja
Para parir por la boca.
Y del arte que embaraza,
Doblon al que ha de gastallo,
Que sale luego a trocallo
En menudos a la plaza;
Tal yo, inclinado y sujeto
A lo que el cielo le plugo,
Pregonero y aún verdugo
Hago cuartos un secreto.
Esa inclinación cruel,
Condición es natural
Del criado más leal
Y de la dueña más fiel.
No penséis que hablo de vicio;
Que será el día final
Un criado de metal
La trompeta del juicio”

Una de las noches en que Góngora rondó la casa de Doña Ana, entonando una de sus más cadenciosas y sentidas trovas, se abrió al fin una de las ventanas, y acercándose a la tupida celosía, creyendo encontrar al menos una esperanza, se encontró con la dueña de sus pensamientos que le mostró su inquebrantable resolución de ser fiel a su esposo y que por lo tanto, jamás volviera a turbar su tranquilo sueño, dando pábulo, a que los mal intencionados pudieran poner en duda la honra que tanto estimaba. Cerraron en seguida la ventana sin dejarle hablar y, trémulo de amor o ira, partió D. Luis hacia su casa, plazuela de la Trinidad, esquina a la calle de las Campanas, sin saber lo que se hacia ni que determinación tomar.


Cuando nuestro desgraciado capellán estaba colocando la llave en la cerradura de la puerta, sintió un golpe en el hombro; volvió la cara y encontrosé con su primo D. Pedro de Angulo, que lo había venido siguiendo, y con un cúmulo de preguntas logró la narración de lo ocurrido y de su propósito de no volver ni aún pisar la calle donde habitaba D. Rodrigo de Vargas.
-No comprendo, dijo Angulo, como un hombre de tu talento y tu fibra, renuncia a una empresa más interesante cuanto más difícil se presenta.
- No es ya difícil, sino imposible, contesto D. Luis.
-Vamos a dentro, repuso el primo; busca una de nuestras añejas botellas, y verás como nos inspira lo que hemos de hacer para salir airosos de tu empeño.
Entráronse ambos, y todo quedó en silencio; concertándose un plan tan descabellado y diabólico como podía salir de la cabeza de D. Pedro de Angulo.



A los pocos días llegó el jueves santo, nuestra magnífica catedral, cuyas bóvedas aparecen casi siempre desiertas, estaban aquella noche llenas por un inmenso gentío, que había acudido al Miserere y a rezar ante su magnífico monumento; delante de este veíase a un joven arrodillado, fija su vista eun un breviario que tenía en sus manos, y al parecer devotamente orando. Este era D. Luis de Góngora; tranquilo parecía, cuando de pronto, sintiendo el ruido de una saya de seda, clavó sus ojos en una dama que pasaba cerca de su sitio, levantóse en seguida y sin esperar relevo, se marchó con pasos precipitados; en una de las capillas mudó su traje, y saliendo al patio de los naranjos donde lo aguardaba D. Pedro de Angulo, juntos se fueron por el postigo aún llamado de la Leche.
Cuando Doña Ana de Aragón acabó de rezar, salió del templo seguida de su dueña, dirigiéndose por la Judería, sin reparar en dos embozados que allí había, hasta que a poco notó que la seguían; aceleró entonces el paso, y en la calle de los Deanes se arrojaron a ella, y tomándola uno en brazos y el otro tapándole la boca, echaron a correr cuanto tan buena carga les permitía; más, como no contaron con la dueña, ésta empezó a dar gritos, que unidos a los que confusamente exhalaba su señora, acudió gente, escandalizada por tanto ruido en una noche destinada a la oración y al cilicio; los dos jóvenes anduvieron cuanto les fue posible, pero viéndose casi en poder de sus perseguidores y queriendo no ser conocidos, soltaron a la señora y huyeron por la calle de Jesús Crucificado sin que los pudiesen alcanzar..
El escándalo se había dado, y tras él vinieron nuevos y naturales disgustos; la justicia tomó parte en el asunto, y hasta la inquisición pretendió encauzar a D. Luis por su carácter de ordenado, aún cuando no era sacerdote; por otro lado Doña Ana de Aragón no pudo ocultar lo ocurrido a su esposo D. Rodrigo de Vargas, mucho mñas cuando su inocencia así lo exjía. No tardo éste en escribir a D. Luis un billete en que lo retaba a un desafío en unión de D. Pedro de Angulo, principal autor de toda aquella escandalosa escena, citándolos al amanecer del sábado, junto a la Torre de la Malmuerta.
Ante todo era D. Luis caballero; no se quedaba en zaga de su primo D. Pedro de Angulo, y aún cuando sus conciencias les recordaban la lijeresa con que obraron, no dudaron un momento en acudir a la cita.
Amaneció el sábado, y bien pronto se vieron junto a la Torre cuatro caballeros embozados y con sus correspondientes armas, eran los tres que conocen nuestros lectores y D. Pedro de Hoces, amigo y primo de D. Rodrigo de Vargas, que hacia suya la ofensa que se le había inferido, y uníase con él para vengarla.
Saludarónse cortésmente los cuatro competidores, emprendiendo su marcha hasta el arroyo de las Piedras, donde, en el sitio más oculto, empezaron a batirse con el mayor ahínco; todos dieron muestras de gran valor, más la suerte, se decidió hacia los más ofendidos; D. Pedro de Hoces le dio a Angulo una terrible estocada que le pasó por el pecho, en tanto que D. Rodrigo de Vargas asestó una cuchillada en la cabeza a su contrario, a cuyos golpes ambos cayeron en tierra. Sin perder tiempo, los vencedores los recomendaron a unos hombres, de los muchos que como braceros salían a sus trabajos en la sierra, y ellos se vinieron a Córdoba, refugiándose en el Colegio de los Jesuitas, donde nadie los vió entrar..


Como eran dos caballeros de tanto nombre entre los cordobeses, fueron conocidos por los trabajadores, quienes no sólo trajeron a los heridos, sino que dieron cuenta a la justicia de los ocurrido y los nombres de Hoces y Vargas; no se hizo esperar la formación del proceso ni la busca de los delincuentes, registrando todos los conventos de la ciudad, penetrando hasta en los enterramientos familiares, llegaron, por último al Colegio de Santa Catalina, en el que hicieron lo mismo; más los jesuitas los llevaban dando la vuelta detrás de la justicia, y cuando ésta salió de la bóveda en que yacía el fundador D. Juan Fernández de Córdoba, les hicieron entrar en ella, colocándole la losa y dejándolos dentro con unas velas encendidas; allí estuvieron más de un mes, leyendo vidas de santos y otros libros devotos, aunque no lo eran mucho, en tanto que los heridos se curaban, gracias a un médico que le decían el doctor Calderón, al que D. Pedro de Angulo le ofreció quinientas coronas de oro y el mejor de sus caballos si salvaba la vida de su hijo, oferta que la cumplió a su tiempo. Ya sanos, empezaron también las conferencias de las familias, logrando arreglar el asunto, y quedar todos amigos. D. Luis de Góngora recibió entonces las últimas órdenes, y a poco se marchó a Madrid, donde brilló entre los primeros ingenios de su tiempo.