domingo, 17 de agosto de 2025

El nido vacío… que se “rellena” de nuevo. Entre la nostalgia, el alivio y los tuppers familiares (IRENE LEBRUSÁN MURILLO)

 

“Yo cuando vienen mis hijos me pongo muy contenta… cuando se van me pongo más contenta todavía”, nos dijo una mujer entre risas. Estábamos haciendo el primer grupo de discusión de mi tesis, y sin quererlo el tema de la vivienda derivó a los hijos, a esos que vuelven y a esos que parecen no irse nunca del todo. Hablaron de ello con humor y con anécdotas específicas, divertidas, con una mezcla de afecto y cierto alivio al hablar de los hijos que se iban (no siempre del todo). Y es que el llamado “nido vacío” —ese momento en que los hijos se van de casa— no siempre es ni tan vacío, ni tan definitivo, ni tan dramático como lo pintan, parece.

En un momento en el que la vuelta de los hijos adultos al hogar de origen es cada vez más habitual, por motivos económicos, de cuidado o por simples reajustes vitales (separaciones, divorcios, vuelta a la ciudad de origen), el relato tradicional del nido vacío ha perdido parte de su peso. Las personas mayores sí que me han referido cierto vacío cuando los hijos se van por primera vez, sobre todo por el significado que tiene (mis hijos son mayores; ya no me necesitan). Pero muchas veces ese vacío se llena enseguida: con visitas frecuentes, llamadas diarias, comidas compartidas… o directamente con su regreso, maleta en mano. Es un rasgo mediterráneo, muy español cuando analizamos la misma realidad en otros países.

Mientras estudiaba, y espacialmente cuando empecé a leer sobre los aspectos que definían la vejez, diferentes autores referían "el síndrome del nido vacío" como algo que afectaba especialmente a las mujeres y que definía de manera específica su entrada en la vejez. Por este término se refiere el conjunto de emociones, cambios en la identidad y transformaciones en la dinámica familiar que experimentan los padres —especialmente las madres— cuando los hijos abandonan el hogar familiar. El término se utiliza comúnmente en estudios de psicología del desarrollo, sociología de la familia y gerontología para describir un proceso de transición vital que puede implicar sentimientos de pérdida, soledad, falta de propósito o, alternativamente, libertad y renovación personal. Vamos, un temazo. 

Pero cuando empecé a preguntar, a indagar de forma indirecta sobre esta cuestión, resulta que aquél “llanto interno” de los padres y madres que habían dejado volvar a sus mochuelos, no era tal. Un señor me decía (cita literal): “Yo ahora lo tengo todo muy ajustao… Me han venido y la casa está que no cabe un alfiler. Estoy deseando que encuentren trabajo, que se vayan cada uno a su sitio… y quedarnos los dos tranquilos, tan a gusto”. La risa que acompañaba estas declaraciones no oculta una realidad innegable: la convivencia prolongada o reanudada con los hijos (que ya son adultos y tienen sus propias vidas) no siempre es idílica. A veces significa compartir espacios reducidos, perder autonomía o vivir en una especie de caos cotidiano donde, por ejemplo, los objetos desaparecen misteriosamente (“Yo lo dejo aquí… nadie lo ha tocao… pero el caso es que ya no está”).

Con esto, y si bien el regreso de los hijos puede alterar la vida diaria, no digo (ni dicen) que su marcha pase desapercibida o sea sencilla (la maravillosa contradicción del ser humano). “Cuando se van se siente un vacío importante”, me decía otra mujer, incluso consciente del espacio recobrado que había tomado su vida tras la salida de la más joven. Y es que la relación con los hijos —en presencia o en ausencia— sigue marcando el día a día, las emociones, e incluso la forma en que se narra la propia biografía. Especialmente para las mujeres (ahí llevaban toda la razón los autores a los que leí), los hitos vitales se miden en función de los hijos: cuándo llegaron, cuándo se fueron, cuándo volvieron. Son como un calendario afectivo que organiza el paso del tiempo.

Algunas de las citas recogidas durante mis entrevistas muestran la enorme variedad de experiencias posibles. 

“Mis hijos siguen en casa… aunque hay uno que está intermitente [ríen]”. 

“Yo sola estoy muy a gusto”.

“Yo no estoy sola. No puedo, no puedo [porque sus hijos no se marchaban de casa]”.

“Yo cuando vivía solo, vivía feliz, tan a gusto”.

Para algunas personas mayores, la supuesta soledad que acompaña al nido vacío no es una amenaza, sino una conquista. Para otras, vivir acompañado o acompañada —aunque no siempre sea fácil— es una necesidad emocional. Y para muchas otras, la clave está en mantener un equilibrio entre cercanía y espacio personal, entre afecto (probablemente la clave) y autonomía. ¡Y espacio!

La solidaridad familiar sigue muy presente en nuestra sociedad mediterránea, pero ha cambiado de forma. No se expresa, al contrario de lo que parecen asumir ciertas estadísticas internacionales, en transferencias económicas, sino en gestos cotidianos: los hijos que van a comer a casa de los padres, que hacen llamadas diarias, que cuidan… o que vuelven a vivir temporal (o indefinidamente) con ellos. Esta solidaridad, sin embargo, no siempre es simétrica. Si los hijos comen en casa de los padres para ahorrar, ¿quién asume el gasto? ¿Quién cocina? ¿Quién se adapta a las peticiones de quién? 

La respuesta es muchas veces evidente: la persona mayor, que además es casi siempre la madre. De ahí que necesitemos también reflexionar sobre cómo la feminización del cuidado no termina con la jubilación. Las madres siguen alimentando, acogiendo de nuevo en casa, organizando… y priorizando el bienestar de los hijos por encima del suyo propio. Incluso cuando eso significa renunciar al orden o a la libertad recientemente reconquistadas (o experimentadas por vez primera, en algunos casos).

“Yo sola estoy muy a gusto”, me dijo otra entrevistada. Expresaba con ello el deseo (y el derecho) de tener un espacio propio, una rutina propia, un ritmo propio no ceñido a los horarios de otros. A no tener que dar explicaciones ni a tener que cocinar sin ganas. A no tener que encontrar cosas que no se han perdido. 

El “nido” puede vaciarse, llenarse, reorganizarse. Lo importante no es si hay o no hijos en casa, sino si la persona mayor puede decidir cómo quiere vivir esa etapa. Con compañía o sin ella. Con llamadas diarias o visitas esporádicas. Cocinando para todos o poniendo límites. Porque envejecer en sociedad también significa poder elegir cuál es el grado de entrega, de sacrificio, de autonomía.


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Vacaciones en familia: el tiempo compartido es el mejor destino (ROSANNA CARCELLER)

 

Mercedes vive en Galicia, tiene 65 años, cobra una pensión digna y cuenta con sus ahorros de toda una vida y de una pequeña herencia. Hace un par de años que acabó de pagar la hipoteca de su gran casa ajardinada en una urbanización tranquila y se encuentra bien de salud, a pesar de pequeños achaques que soluciona con buenos hábitos y revisiones frecuentes a sus especialistas. Después de comprobar, a través de sus experiencias vitales, que la vida puede ser cruel y está llena de imprevistos desagradables, ha decidido exprimir al máximo su última etapa, intentando disfrutar de cada pequeño momento con su pareja, sus hijos y sus nietos. Y en esa concepción de la urgencia de vivir al máximo y de la necesidad de construir momentos mágicos, cada año invita a toda su familia a unas vacaciones conjuntas. Intergeneracionalidad en estado puro.

La situación de Mercedes no es aislada ni única. En los casos en que la salud y el bolsillo acompañan mínimamente, cada vez más séniors deciden invertir una parte de sus ahorros en experiencias en común. Y el verano es un gran momento para disfrutar de ellas. “Cada vez más familias escogen estos viajes conjuntos, no solo para descubrir nuevos destinos, sino también para reconectar, celebrar el presente y rendir homenaje a la historia compartida”, dice Teresa Vilardell, directora de una agencia de viajes especialista en experiencias para seniors. “Viajar entre generaciones es una experiencia que transforma”, apunta.

Las personas mayores han dejado de ser personas dependientes y con poco interés por la aventura y el descubrimiento. El cambio demográfico, el envejecimiento activo, las ganas de experimentar y vivir de las personas de más edad, y su cada vez mejor estado de salud durante más años, hace que haya cambiado profundamente también su forma de viajar, según los especialistas. Cada vez tienen menos éxito las rutas en autobús organizadas solamente para séniors y con paquetes de hotel y comidas cerradas, que ofrecen poco margen para la libertad individual. Porque los mayores también quieren tener sus espacios, visitar los enclaves que más les atraen particularmente, explorar en internet todas las opciones de alojamientos, probar diferentes tipos de restaurantes, visitar enclaves porque algún detalle les llama la atención…

Además, las vacaciones compartidas explorando nuevas ciudades, playas, países o pueblos es una oportunidad deliciosa para conectar a la familia. Para los mayores, viajar con hijos y nietos es un momento único de reconexión, tanto familiar como consigo mismos, disfrutando de esa sensación de vida plena que nos llena cuando observamos un nuevo paisaje o lugar en buena compañía, cuando nos sentimos conectados con el mundo a través de la propia vivencia.

Viajar con la familia ofrece dos tipos de beneficios: los de la conexión con la propia red de apoyo y los de compartir la situación con personas de edades diversas. En este sentido, ya sabemos que diversos estudios científicos han confirmado los beneficios de fomentar relaciones intergeneracionales en sociedades longevas. Entre otras muchas, una revisión sistemática de Fiona Campbell de la Universidad de Newcastle (Reino Unido), publicada en 2024, concluía que este tipo de actividades mejora el bienestar emocional y reduce síntomas depresivos tanto en jóvenes como en personas mayores, especialmente cuando el vínculo se construye mediante experiencias significativas compartidas. En la misma línea, un estudio reciente publicado en el Journal of Intergenerational Relationships señala que los adultos mayores que participan en programas con adolescentes experimentan mejoras en su salud cognitiva y emocional, mientras que los jóvenes desarrollan autoestima, empatía y una identidad personal más sólida. 

En concreto, sobre los viajes, también comienzan a encontrarse referencias interesantes en cuanto a literatura científica. “Los viajes familiares multigeneracionales se han convertido en una tendencia destacada dentro del turismo contemporáneo. Este tipo de viajes, que involucran a abuelos, padres e hijos, reflejan la evolución de las estructuras familiares y la creciente importancia de las experiencias compartidas para fortalecer los vínculos afectivos”, dice el abstracto del estudio Multigenerational Travel: A Narrative Review of Family-oriented Tourism Trends and Implications publicado en el Journal of Tourism, Hospitality & Culinary Arts (Harnaini, N. H. A., Jamal, S. A., Amir, A. F., & Nordin, M. R. (2025)). El hecho es que, al involucrarse en actividades comunes, los mayores reportan un sentido renovado de propósito y vitalidad; mientras que los jóvenes ganan en adaptabilidad, autoestima y empatía al convivir con otras generaciones fuera del hogar. Además, en  entornos de viaje, las interacciones entre edades promueven un diálogo auténtico y especial, derriban prejuicios y propician actitudes de respeto mutuo.

Pedro, de 79 años, ha celebrado el último cumpleaños de su nieto adolescente compartiendo con los seis miembros de su familia más cercana un fin de semana de naturaleza en la Sierra del Montsec, en Lleida. Caminando por senderos, han adaptado el recorrido y las rutas a todos los niveles de movilidad de la familia —también al de Pedro, que usa rodillera para poder subir tramos un poco más complicados evitando dolores—. Esa negociación y empatía entre las diferentes voluntades y capacidades ha generado un bonito diálogo de ayuda y cooperación, de entendimiento. En la noche, observando las estrellas en Parque Astronómico del Montsec, cerca de Àger, Pedro ha compartido con los jóvenes sus conocimientos de astronomía, empoderándose ante quienes tienen más fuerza y músculos para moverse haciendo trekking, pero menos experiencia y sabiduría.

En un mundo que a menudo corre demasiado deprisa y que segrega por edades sin mirar atrás, los viajes, escapadas o simplemente pequeñas vacaciones compartidas entre generaciones se muestran como un momento unión y convivencia enriquecedora. Más allá de los destinos y las fotos, lo que perdura es la sensación de haber habitado el tiempo juntos, con entrega, con la voluntad explícita de cuidarse y escucharse. Para quienes han vivido suficiente como para saber que los veranos no son infinitos, regalar tiempo en familia no es un capricho, sino una forma de legado. En cada viaje intergeneracional, las familias no solo descansan o se divierten, sino que están construyendo memoria y pertenencia. 


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ANÓNIMOS





























 

Longevidad y medio ambiente: ¿puede un planeta envejecido ser sostenible?

 

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Envejecer bien no depende solo de nuestros cuerpos. También del aire que respiramos, del entorno que habitamos y del planeta que compartimos. En un mundo que envejece y se calienta al mismo tiempo, las preguntas sobre sostenibilidad y longevidad ya no pueden tratarse por separado.

Un cruce inevitable: envejecimiento y cambio climático

Durante años, el envejecimiento de la población y el deterioro ambiental se pensaron como fenómenos paralelos: uno demográfico, el otro ecológico. Hoy esa separación carece de sentido. La forma en que envejecemos está condicionada por el medio en el que lo hacemos, y la salud del planeta depende, en parte, de cómo las sociedades longevas reorganizan sus prioridades, sus espacios y sus estilos de vida.

En Japón, por ejemplo, las ciudades están adaptando sus planes de gestión de emergencias a la creciente proporción de personas mayores, conscientes de que los tifones y las olas de calor afectan más a quienes tienen menor movilidad. En Dinamarca, la planificación urbana combina eficiencia energética con viviendas intergeneracionales para reducir el aislamiento y el consumo de recursos.

La transición demográfica y la transición ecológica no solo ocurren al mismo tiempo: están profundamente entrelazadas. La longevidad necesita entornos habitables. El medio ambiente requiere decisiones con visión a largo plazo e intergeneracional. Al final, ambas cuestiones hablan de lo mismo: cuidar.

Urbanismo tóxico o ciudades cuidadoras

Más del 60% de las personas mayores en Europa viven en ciudades. Sin embargo, muchos entornos urbanos siguen diseñados con lógicas que chocan con la salud, la equidad y la edad: exceso de tráfico, islas de calor, contaminación, escasez de sombra, barreras arquitectónicas, viviendas ineficientes.

En París, un estudio municipal reveló que la temperatura puede variar hasta 7°C entre barrios arbolados y zonas densamente construidas sin vegetación, algo crucial en veranos extremos. En Vitoria-Gasteiz, la red de “anillos verdes” no solo protege la biodiversidad, sino que ofrece espacios frescos y caminables que mejoran la calidad de vida de las personas mayores.

En sociedades longevas, el urbanismo no puede ignorar el cuerpo que envejece. No basta con rampas y ascensores: hacen falta barrios caminables, arbolado que reduzca la temperatura, transporte accesible, bancos a la sombra, espacios comunes sin consumo obligatorio. Diseñar para envejecer bien es también diseñar para vivir de forma más sostenible.

Salud ambiental, salud colectiva

La contaminación atmosférica es una de las principales amenazas ambientales para la salud, y sus efectos son más graves en los extremos de la vida: infancia y vejez. Las personas mayores arrastran décadas de exposición a contaminantes y son más vulnerables a sus consecuencias: enfermedades cardiovasculares, pulmonares, neurodegenerativas.

En Madrid, se ha observado que durante episodios de alta polución los ingresos hospitalarios por problemas respiratorios aumentan un 12% entre los mayores de 65 años. En Londres, la campaña “School Streets” ha reducido la contaminación y el ruido en áreas escolares, beneficiando también a los vecinos de más edad.
Pero no se trata solo de dióxido de nitrógeno o micropartículas: también hablamos de ruido, estrés térmico, pérdida de naturaleza. Factores que afectan directamente al descanso, la salud mental y el bienestar físico.
Una longevidad con sentido exige garantizar la salud ambiental. Y, a la inversa, proteger nuestro entorno es también proteger la vejez que viviremos.

Justicia ecológica intergeneracional

Uno de los retos éticos más urgentes del siglo XXI es la justicia intergeneracional: equilibrar los intereses de las generaciones actuales con los derechos de las futuras. Y hacerlo sin enfrentar a unas con otras.

En Alemania, el programa “Generations Garden” reúne a jóvenes y mayores para cultivar huertos comunitarios, combinando educación ambiental y cohesión social. En Portugal, comunidades costeras han adaptado sistemas de alerta temprana contra tormentas que incluyen redes de apoyo para las personas mayores que viven solas.
A veces, el discurso ambientalista opone “jóvenes activistas” a “mayores indiferentes”. Pero hay otra historia: la de muchas personas mayores que fueron pioneras del ecologismo o que mantienen una huella ecológica mínima por cultura, no por moda.

Al mismo tiempo, es justo reconocer que la población mayor necesita protección frente a los efectos del cambio climático. Las olas de calor afectan más a quienes tienen la salud debilitada. Las catástrofes naturales golpean con más fuerza a quienes tienen menor movilidad, ingresos reducidos o viven solos.

La respuesta no está en el conflicto, sino en el cuidado mutuo como principio rector. Y en políticas que integren a todas las edades en la transformación ecológica, no solo como beneficiarias, sino como protagonistas.

Una longevidad que cuide del planeta

Envejecer bien en el siglo XXI ya no puede desligarse del estado del planeta. Vivienda, alimentación, movilidad, consumo energético, infraestructura sanitaria… todo está atravesado por la doble condición de ser sostenibles y longevos.

En Barcelona, el plan “Superilles” (supermanzanas) reduce el tráfico, aumenta los espacios verdes y prioriza el tránsito peatonal, con impacto positivo en salud y bienestar, especialmente entre personas mayores. En Islandia, programas de eficiencia energética han permitido que hogares de pensionistas reduzcan costes de calefacción y su huella de carbono.

Debemos preguntarnos: ¿estamos diseñando entornos para cuerpos jóvenes y estilos de vida acelerados? ¿O construyendo un futuro en el que se pueda vivir mucho, y vivir bien, sin comprometer lo común?

La longevidad no puede ser un privilegio individual a costa del entorno colectivo, ni un sacrificio silencioso. 

Si queremos que más personas vivan más años, necesitamos garantizar que esos años transcurran en un planeta capaz de sostener la vida.


¿Qué herencia ecológica queremos dejar a quienes envejezcan mañana?

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