
“Yo cuando vienen mis hijos me pongo muy contenta… cuando se van me pongo más contenta todavía”, nos dijo una mujer entre risas. Estábamos haciendo el primer grupo de discusión de mi tesis, y sin quererlo el tema de la vivienda derivó a los hijos, a esos que vuelven y a esos que parecen no irse nunca del todo. Hablaron de ello con humor y con anécdotas específicas, divertidas, con una mezcla de afecto y cierto alivio al hablar de los hijos que se iban (no siempre del todo). Y es que el llamado “nido vacío” —ese momento en que los hijos se van de casa— no siempre es ni tan vacío, ni tan definitivo, ni tan dramático como lo pintan, parece.
En un momento en el que la vuelta de los hijos adultos al hogar de origen es cada vez más habitual, por motivos económicos, de cuidado o por simples reajustes vitales (separaciones, divorcios, vuelta a la ciudad de origen), el relato tradicional del nido vacío ha perdido parte de su peso. Las personas mayores sí que me han referido cierto vacío cuando los hijos se van por primera vez, sobre todo por el significado que tiene (mis hijos son mayores; ya no me necesitan). Pero muchas veces ese vacío se llena enseguida: con visitas frecuentes, llamadas diarias, comidas compartidas… o directamente con su regreso, maleta en mano. Es un rasgo mediterráneo, muy español cuando analizamos la misma realidad en otros países.
Mientras estudiaba, y espacialmente cuando empecé a leer sobre los aspectos que definían la vejez, diferentes autores referían "el síndrome del nido vacío" como algo que afectaba especialmente a las mujeres y que definía de manera específica su entrada en la vejez. Por este término se refiere el conjunto de emociones, cambios en la identidad y transformaciones en la dinámica familiar que experimentan los padres —especialmente las madres— cuando los hijos abandonan el hogar familiar. El término se utiliza comúnmente en estudios de psicología del desarrollo, sociología de la familia y gerontología para describir un proceso de transición vital que puede implicar sentimientos de pérdida, soledad, falta de propósito o, alternativamente, libertad y renovación personal. Vamos, un temazo.
Pero cuando empecé a preguntar, a indagar de forma indirecta sobre esta cuestión, resulta que aquél “llanto interno” de los padres y madres que habían dejado volvar a sus mochuelos, no era tal. Un señor me decía (cita literal): “Yo ahora lo tengo todo muy ajustao… Me han venido y la casa está que no cabe un alfiler. Estoy deseando que encuentren trabajo, que se vayan cada uno a su sitio… y quedarnos los dos tranquilos, tan a gusto”. La risa que acompañaba estas declaraciones no oculta una realidad innegable: la convivencia prolongada o reanudada con los hijos (que ya son adultos y tienen sus propias vidas) no siempre es idílica. A veces significa compartir espacios reducidos, perder autonomía o vivir en una especie de caos cotidiano donde, por ejemplo, los objetos desaparecen misteriosamente (“Yo lo dejo aquí… nadie lo ha tocao… pero el caso es que ya no está”).
Con esto, y si bien el regreso de los hijos puede alterar la vida diaria, no digo (ni dicen) que su marcha pase desapercibida o sea sencilla (la maravillosa contradicción del ser humano). “Cuando se van se siente un vacío importante”, me decía otra mujer, incluso consciente del espacio recobrado que había tomado su vida tras la salida de la más joven. Y es que la relación con los hijos —en presencia o en ausencia— sigue marcando el día a día, las emociones, e incluso la forma en que se narra la propia biografía. Especialmente para las mujeres (ahí llevaban toda la razón los autores a los que leí), los hitos vitales se miden en función de los hijos: cuándo llegaron, cuándo se fueron, cuándo volvieron. Son como un calendario afectivo que organiza el paso del tiempo.
Algunas de las citas recogidas durante mis entrevistas muestran la enorme variedad de experiencias posibles.
“Mis hijos siguen en casa… aunque hay uno que está intermitente [ríen]”.
“Yo sola estoy muy a gusto”.
“Yo no estoy sola. No puedo, no puedo [porque sus hijos no se marchaban de casa]”.
“Yo cuando vivía solo, vivía feliz, tan a gusto”.
Para algunas personas mayores, la supuesta soledad que acompaña al nido vacío no es una amenaza, sino una conquista. Para otras, vivir acompañado o acompañada —aunque no siempre sea fácil— es una necesidad emocional. Y para muchas otras, la clave está en mantener un equilibrio entre cercanía y espacio personal, entre afecto (probablemente la clave) y autonomía. ¡Y espacio!
La solidaridad familiar sigue muy presente en nuestra sociedad mediterránea, pero ha cambiado de forma. No se expresa, al contrario de lo que parecen asumir ciertas estadísticas internacionales, en transferencias económicas, sino en gestos cotidianos: los hijos que van a comer a casa de los padres, que hacen llamadas diarias, que cuidan… o que vuelven a vivir temporal (o indefinidamente) con ellos. Esta solidaridad, sin embargo, no siempre es simétrica. Si los hijos comen en casa de los padres para ahorrar, ¿quién asume el gasto? ¿Quién cocina? ¿Quién se adapta a las peticiones de quién?
La respuesta es muchas veces evidente: la persona mayor, que además es casi siempre la madre. De ahí que necesitemos también reflexionar sobre cómo la feminización del cuidado no termina con la jubilación. Las madres siguen alimentando, acogiendo de nuevo en casa, organizando… y priorizando el bienestar de los hijos por encima del suyo propio. Incluso cuando eso significa renunciar al orden o a la libertad recientemente reconquistadas (o experimentadas por vez primera, en algunos casos).
“Yo sola estoy muy a gusto”, me dijo otra entrevistada. Expresaba con ello el deseo (y el derecho) de tener un espacio propio, una rutina propia, un ritmo propio no ceñido a los horarios de otros. A no tener que dar explicaciones ni a tener que cocinar sin ganas. A no tener que encontrar cosas que no se han perdido.
El “nido” puede vaciarse, llenarse, reorganizarse. Lo importante no es si hay o no hijos en casa, sino si la persona mayor puede decidir cómo quiere vivir esa etapa. Con compañía o sin ella. Con llamadas diarias o visitas esporádicas. Cocinando para todos o poniendo límites. Porque envejecer en sociedad también significa poder elegir cuál es el grado de entrega, de sacrificio, de autonomía.
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