jueves, 29 de octubre de 2009

EDUARDO SUBIRATS "LOS DÍAS QUE VENDRÁN"


UNA CRÍTICA DE LA UTOPÍA NEGATIVA

Recuerdo haber pasado, hace algunos años, en las calles de Berlín, junto a un muro en el que se había pintado con gruesos trazos: ¡Ya falta poco para 1984! En aquellos años tal frase se leía todavía como un oscuro presagio. Aquella ciudad -y Berlín es un sensible termómetro de lo que Europa piensa y siente- recien había atravesado el desencanto de la reconstrucción y la democracia de la postguerra, la efervescencia revolucionaria de los sesenta, y el declinar lento de aquella crítica hacia actitudes nostalgicas y pesimistas. ¡Ya falta poco para 1984! Significaba el tácito reconocimiento de una realidad que la entonces generación joven se había resistido a ver. En aquellos días, la explosión efímera de grupos radicales, que las circunstancias decantaron fácilmente hacia el terrorismo, daba fe de la desesperación de una crítica liberal de la cultura moderna. Fue precisamente el terrorismo alemán quien puso de manifiesto, indirectamente, los nuevos y futuristas medios de que disponía el poder social. Se revelaron técnicas de manipulación química, neurológica y psicológica en las cárceles, así como los medios de masivo, a la vez que selectivo control ciudadano a través de los modernos sistemas electrónicos. Por aquel entonces, la conciencia de los fenómenos destructivos para la naturaleza y la vida inherentes al progreso industrial comenzaba a difundirse socialmente, y con ella también la perspectiva -nítidamente formulada por intelectuales como R.Jungk- de un creciente desarrollo, suscitado por exigencias estrictamente tecnológicas, de formas sociales de control totalitario. La visión negativa del futuro se reforzaba todavía más ante la constatación de que el consenso, lo suficientemente fuerte como para constrarrestar un proceso objetivo de progresiva racionalización y no-libertad.
Quizá no sea excesivo recordar una conferencia célebre pronunciada en Berlín a finales de los sesenta bajo el título: "El fín de la Utopía". En ella se formuló hegelianamente el fin de la utopía como idéntico con su realización histórica, con arreglo a un principio que allí mismo habían formulado, cincuenta años antes, las vanguardias artísticas revolucionarias. Algunas veces se ha pensado que la imaginación crítica y la poesía revolucionaria de los años sesenta eran como una enorme pantalla en la que no sólo se proyectaban sueños milenaristas, sino que también se ocultaban los paisajes del futuro previsible. Y así parece ser, al menos, respecto de aquel topos del fin de la utopía. la utopía murió, pero más bien como fracaso del principio crítico que la alentaba. La imaginación parecía haber claudicado frente al desarrollo de una ciencia agresiva, de una tecnología destructiva y de formas totalitarias de dominación.
¡Ya falta poco para 1984! Expresaba este oscuro presentimiento. Por entonces se hablaba mucho del "modelo alemán" de progreso, de desarrollo, de bienestar y de no-libertad. El "modelo alemás" era concebido cono una utopía negativa del futuro en la que los signos de una vida aséptica y clínicamente controlada se intercambiaban con los de una naturaleza integralmente reducida por la tecnología bajo el principio de una racionalización total de la vida. Era la visión futura de una sociedad en que la vida y la muerte diluían su límites bajo los signos de un integral orden tecnológico. El rigor cartesiano del intelectualismo protestante, junto con la frialdad e indiferencias humanas subyacentes a los procesos de regulación técnica de los aspectos más íntimos de la existencia parecían garantizar un futuro histórico en el que totalitarismo y la coacción de la vida se cumplían y legitimaban bajo un principio funcional de eficacia y de racionalidad económica. Bajo el lema del "modelo alemán", en fin, se anunciaban aquellas virtudes filosóficas, éticas y tecnológicas que permitían pensar en una psicología política de la hibernación humana.





Sin embargo, aquella perspectiva acabó siendo rebasada. No, por cierto, a causa de que los términos de su conflicto hayan sido superados. Pero la historia no es tanto la progresiva superación de sus conflictos, cuanto el sucesivo desplazamiento de sus problemas por otros problemas más drásticos. A mi modo de ver, la crítica de un mundo integralmente racionalizado de aquellos años adolecía, lo mismo que la utopía concreta de los sesenta, de una y la misma ingenuidad, a saber: "pasaba por alto el hecho mismo del desarrollo tecnológico, por así decirlo, su inherente necesidad, inscrita tanto en los procesos objetivos de reproducció y autoconservación social y política, cuanto en la estructura de la subjetividad moderna, abocada a la conquista de la naturaleza y a las empresas futuras".
Con todo, es digna de ser recordada la diferencia de actitudes que a lo largo de poco más de una década se han sucedido en lo que respecta a las espectativas del futuro: la confianza trivial en una utopía de signo emancipador en los sesenta había desembocado en la superficial confianza en una crítica de la modernización tecnológica, sin mayor fundamento en ambas que el un rechazo moral.La perspectiva bajo la que hoy contemplamos el futuro parece distinta. La proximidad o el cumplimiento de las utopías negativas de un poder totalitario articulado con la racionalidad tecnológic ya no despierta tanto la exigencia interior de la crítica, sino que se contempla como un destino cumplido. Su signo no es la protesta, sino el espanto. Aquella frase de los muros de Berlín,¡Ya falta poco para 1984!, ya no tendría hoy tanto el carácter de una crítica, cuando la expresión del pánico, quizá de las desesperación. De lo que se trata hoy parece ser de la simple visión negativa del futuro como un reino en el que la racionalización tecnológica de la vida se identifica con la no-libertad, la destrucción o el siniestro.
Quiza pueda decirse que en la historia de Occidente la figura de un pesimismo artístico y filosófico que contempla fríamente la identidad de la empresa civilizatoria con el horror, la destrucción y lo siniestro no es nueva. En el Renacimiento, la obra de Bruegel y, particularmente, su Torre de Babel constituyen un exponente definitivo y radical de esta visión desesperanzadora: la misma arquitectura genérica que representa el progreso de la civilización se presenta ante nosotros como una ruina y un mundo absurdo en el que las ambigüedades y conflictos destruyen la humanidad, más no las relaciones de dominio, centralmente descritas por el pintor. El otro gran ejemplo en la cultura europea es Piranesi, cuyas Carceri muestran ambivalentemente el intercambio de signos entre la racionalidad clasicista de la arquitectura y del espíritu de las luces, y la atmósfera oprimente, irracional y angustiante que genera su impecable rigor. El orden racional del espacio se convierte en sus visiones arquitectónicas en principio de desorden, de lo caótico, al igual que la construcción de la civilización en Bruegel es descrita como la destrucción de la humanidad por sí misma. Esta identificación de lo oprimente, lo siniestro y lo angustiante es propia y central, sin embargo, en una obra literaria como la de 1984 de Orwell y, después de ella, la gran mayoría de las utopías negativas del futuro que hemos podido ver en el cine, en la pintura o en la literatura.



La constelación semejante de un pesimismo histórico la encontramos de nuevo en múltiples manifestaciones artísticas de nuestro tiempo: un drama expresionista como GAS de Georg Kaiser, una película como METROPOLIS de Fritz Lang, un programa arquitectónico como el de Hugh Ferriss, en su THE METROPOLIS OF TOMORROW, la pintura de Georg Grosz y de la NEUE SACHLICHKEIT o una obra literaria como 1984 de George Orwell. En todos ellos se identifican aquellos signos portadores del futuro histórico o más propiamente del progreso industrial o tecnológico, con la deshumanización, la destrucción y el terror. En todos ellos se identifican los valores seculares del progreso, con lo de una concepción igualmente secularizada de un infierno histórico.
Y, sin embargo, debemos plantearnos la pregunta por el sentido específico que esta visión negativa del presente y el futuro históricos puede adquirir para nosotros. Tal sentido debe de desprenderse del lugar que semejantes concepciones de la cultura y su porvenir ocupan en el conjunto del pensamiento moderno. Este lugar no es, por lo pronto, y desde un punto de vista formal, la literatura o el arte en un sentido estricto, es decir, estético, como tampoco lo es la filosofía, la sociología o cualquier otra forma de pensamiento crítico y científicamente fundado, sino que pertenece al marco de la profecía, de lo visionario o de la utopía como su figura secularizada y moderna. El lugar de las visiones de Orwell, por ejemplo, es el que,en otros contextos culturales, por ejemplo, en el pensamiento socialista del S. XIX o en los pensadores sociales del S. XVIII, ocupaba la utopía. Frente a la utopía de signo liberal o libertario del S. XVIII, frente a las utopías del progreso creadas y difundidas por los socialismos del XIX e incluso frente a las utopías de un mundo cultural racionalizado y armónico de las vanguardias artísticas de comienzos del siglo presente, nuestra edad ha creado esta figura de una utopía negativa del futuro.
Eso quiere decir que el hombre moderno de nuestros días, o más bien el ciudadano de las metrópolis industriales, vive con la imagen de un futuro peor, así como el hombre del siglo XIX soñaba en un progreso material y moral de la humanidad. Las visiones de humillación y destrucción se han vuelto cotidianas en nuestros días, y nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia ya han sido adaptadas e inmunizadas gracias a los medios de masas a los posibles efectos de una catástrofe, de la vida degradada bajo un universo plenamente racionalizado o simplemente a la política psicológica de la hibernación.
Con ello, o mejor dicho, a través de la unilateralidad que este cotidiano espectáculo nos brinda en nuestro mundo actual, nos acercamos un paso más a aquella pregunta por el sentido posible de la utopía negativa. En efecto, que lo siniestro sea presentado en un terreno cercano al orden de la razón -otrora sublime-, o bien, que la angustia sea vivenciada en las proximidades de aquel reino virtual, el de la proyección hacia el futuro, en el que la filosofía moderna de la historia vislumbraba todo el ser y toda la libertad, supone un cambio radical en la concepción general de nuestras vidads, de la sociedad, de la cultura y la historia.
Esta nueva constelación puede contemplarse desde dos perspectivas relacionadas entre sí, pero claramente distintas. La visión de un futuro social coactivo, siniestro, la proyección del terror y la angustia en le futuro histórico, pueden cumplir la misión de un sucedáneo del progreso, del principio trascendente de esperanza y de viejos ídolos. De hecho, la función catártica de la angustia tal cual es presentada y vehiculada por los medios de masa no se encuentra lejos de una función ritual, identificatoria e integradora semejante. Así como los sesenta consumían en el sentido más estrictamente económico utopías eróticas del futuro, los años ochenta consumen utopías necrófilas. Hay en ello un momento que no dudaría llamas existencialista. Se trata de aquella dialéctica de radicalismo moral y resignación histórica que los pioneros del existencialismo, como SEIN UND ZEIT de Heidegger, elevaron a sistema conceptual. La música popular moderna, por mencionar un ejemplo cotidiano de los medios de comunicación, anticipa no sólo la fealdad de la civilización industrial, el horror al vacío cósmico, la disonancia estética de un mundo plenamente tecnológico, sino, precisamente el caos, la catástrofe, la muerte. En las formas de la moda más joven pueden sugerirse igualmente la evolución anticipatoria de los signos de la violencia, la angustia, y el culto del terror y la muerte, tachonadas con OBJETS TROUVÉES en los que los símbolos del feminismo, del anarquismo, de los movimientos de resistencia, del terrorismo, pero también del militarismo, de los cultos fascistas del heroísmo y el valor agresivo, junto con piezas mecánicas o signos variados de la destrucción se amalgama confusamente bajo una común expresión negativa, radical y provocativa, al tiempo que resignada.
En estos gestos y en estas formas, lo mismo que en la fascinación estética que hoy suscitan y capitalizan las imágenes colectivas de la destrucción y la crueldad, ode un futuro tenebroso, habitan un momento de rechazo moral, de verdad y de crítica. Y, sin embargo, el horizonte de estas expresiones, y de la utopía negativa en general, no deja de ser el triunfo de la muerte, la glorificación de la destrucción y el nihilismo. El límite entre la protesta y la asunción de la realidad mala es en ello tan tenue como una brisa. Tal momento lo expresa la novela de Orwell en una sentencia que, a mi modo de ver, atraviesa el relato como una obsesión: "DEBÉIS ACOSTUMBRAROS A VIVIR SIN ESPERANZA". De ahí que deba considerarse la proximidad filosófica de esta actitud hoy generalizada con el existencialismo -de acuerdo con su versión pionera en SEIN UND ZEIT de Heidegger o en su visión vulgarizada por un pensador mediocre como Ciorán-, el cual, precisamente, junto a una moral de la autenticidad y de la resistencia, proclamaba, a final de cuentas, la prioridad de la nada sobre el ser, de la muerte sobre la vida, y de la destrucción y la guerra como dimensión heroica y trascendente.
La crítica del progreso puede asumir, sin embargo, un sentido destinto a la mirada paralizada por la visión terrorífica de la Gorgona. Quiero definir esta segunda posibilidad en los términos de un límite que atañe a la objetividad histórica, al progreso material de la sociedad, y al mismo tiempo a la estructura de la conciencia que los condiciona; un límite a la vez subjetivo y social, capaz de suscitar como tal una nueva figura de la reflexión.
Para analizar esta segunda posibilidad es preciso subrayar una circunstancia: la figura de una utopía negativa del futuro de la civilización tecnológica como se da en 1984 de Orwell es históricamente contemporánez de las utopías positivas y concretas de una civilización tecnológica o tecnocrática integralmente racionalizada, como las que plantearon las vanguardias históricas en un intento de aunar un ideal artístico con el poder. En los escritos programáticos de Mondrian, Le Corbusier, Hilbersheimer, Ferriss, Malewitch o Marinetti el nuevo orden social totalmente subsumido a un principio de racionalización instrumental era anunciado como el nuevo y verdadero reino de la libertad y la armonía humanas. Le Corbusier o Hilbersheimer, en su definición de la arquitectura como un monumental sistema de integración social a las exigencias de la industrialización, definían incluso su utopía de una completa mecanización de la vida como núcleo de un nuevo humanismo.
Esta simple yuxtaposicón pone de relieve precisamente el carácter relativo de la utopía negativa moderna tal como, desde el expresionismo hasta nuestros días, ha sido desarrollado en el pensamiento artístico y literario. En otras palabras, muestras su dependencia con respecto a esa otra referencia que es el ideal de un universo cultural completamente tecnocratizado. Al mismo tiempo, la visión ampia de estos dos aspecto permanentes a lo largo de la cultura moderna revela también la unilateralidad de las utopías recionalistas que particularmente ha patrocinado la arquitectura a través de su directa vinculación con las formas de dominio total.
He señalado dos perspectivas y dos sentidos bajo los que contemplar la utopía negativa en el mundo de hoy. En ambos se partía de un mismo núcleo o de una misma experiencia: la angustia del hombre moderno frente al futuro histórico. En un caso nos habíamos encontrado con una forma última y radical de negatividad, con una concepción nihilista de la vida, con una reivindicación inapelable de la angustia como valor último de la historia. Bajo la segunda actitud el acento reside, en cambio, en la reflexión.


Allí donde las imágenes de una civilización dominada por su propio proyecto civilizador es contrastada con las utopías de un dominio racional absoluto, allí también aquella angustia pierde su consistencia ontológica para convertirse en una experiencia histórica y, a la postre, crítica. Más aún: bajo esta última óptica la angustia se convierte, como en otro contexto lo ha formulado María Zambrano, en el medio de una reflexión radical sobre aquellas figuras del conocimiento y sobre aquellos procesos lógicos o racionales en los que se fundamenta nuestra civilización. La angustia, como experiencia individual y como categoría filosófica, asquiere así una dimensión crítica precisamente porque plantea la pregunta por el final del proceso de racionalización instrumental y, con ella, por una reformulación de la cultura.
Sin embargo, si la utopía negativa como forma artística de elaboración de la angustia del hombre moderno ante el futuro suscita como una posibilidad esta dimensión reflexiva, al mismo tiempo la cierra en su unilateralidad, en su dimensión negativa y sin tensiones, en su representación de una realidad mala en la que no habita la aspiración a otra realidad mejor. El mundo de Orwell en 1984 se ha convertido para nosotros en una representación clásica de esta unilateralidad. Se contempla la evolución de la realidad bajo las tendencias totalitarias inscritas en la objetividad misma de los descubrimientos tecnológicos y su creciente dominio, así como en la tradición de doctrinas morales y políticas autoritarias, y concepciones despóticas de la dominación. La utopía negativa asume una visión de la historia que es más bien las máquinas ideológicas y las maquinarias del terror, o biens las máquinas instrumentales de la reproducción tecnológica de la civilización. Su unilateralidd, en definitiva, reside en no contemplar el futuro como una dimensión propia de los seres humanos. Y el futuro histórico pertenece siempre al hombre, incluso allí donde es dominado hasta el anonadamiento de su existencia por los instrumentos de su propia invención.
Defender esta dimensión afirmativa y, pese a todo, optimista frente a la historia y el progreso no quiere decir que la conciencia moderna deba ocultarse en modo alguno las efectivas potencialidades, ideológicas tanto como tecnológicas, que el presente alberga en el sentido de un control totalitario sobre la vida humana y de formas de destrucción de la vida. Pero significa, al mismo tiempo, ir más allá de esta visión negativa o desesperanzada, y no detenerse jamás en el consuelo de una mirada nostálgica o una resistencia romántica.
Un sector importante de la conciencia intelectual de nuestros días ampara su actitud moralmente crítica y objetivamente inoperante en el rechazo nostálgico del progreso científico-técnico y los fenómenos de racionalización de la existencia que lleva consigo. Esta posición ética y política, surgida como reacción contra el culto de la racionalización y el desarrollo tecnológico como un factor objetivo y automáticamente emancipador, divulgado tenaz y retóricamente por el marxismo a lo ancho de los países subdesarrollados, encuentra hoy precisamente su más espectacular legitimación en los escenarios políticos de las catástrofes ecológicas, en la angustia políticamente manipulada ante una guerra nuclear o el simple miedo al futuro. El camino hacia el futuro está, sin embargo, en otra parte.
Quizá una simple anécdota, un ejemplo por lo demás trivial, sirva elocuentemente en el sentido de indicar este paso hacia delante ya hacia una crítica afirmativa de la civilización tardomoderna. Es un hecho notorio, y para muchos sorprendente, que hoy los niños manipulan como instrumento de juegos lo que ayer era rechazado como objeto de miedo. La habitual consideración sobre la obviedad de los cambios entre generaciones oculta sin duda el aspecto renovador de este detalle pequeño. El contraste que a él subyace reside, a mi parecer, en la diferencia entre la violencia del ataque contra las formas más desarrolladas de la tecnología en la generación de los años sesenta, y su nueva, pero sonriente ulilización técnica. Es preciso subrayar, una vez más, que aceptar esta dimensión del progreso no tiene por qué significar necesariamente el abandono de la crítica y de la resistencia contra los momentos destructivos o coactivos inherentes a la tecnología moderna. Sin embargo, y por seguir en quel ejemplo, que millones de aparatos verdaderamente inefables brinden sofisticadas tecnologías a los niños quiere decir que estos instrumentos se convierten en objetos a la escala de su fantasía.
habíamos partido de la negatividad inherente a los fenómenos de racionalización tecnológica de la vida. Tal era el problema central desarrollado por las utopías negativas bajo el signo de la angustia. Esta angustia, sentida hoy de manera general, y utilizada también de manera generalizada como modelo de manipulación política, ponía en cuestión el todo de la civilización, planteaba una reforma de la cultura porque exigía cuentas a la historia, al progreso y su sentido humano, y definía, en definitiva, el final del proceso de racionalización de la cultura comenzado en el Renacimiento y la Ilustración. Pero la anécdota del niño entregado a la fascinación del juego con la máquina añade a este límite el aspecto positivo de una alternativa. Su fantasía supera la unilateralidad del universo negativo de un miedo sin fisuras, pues por ella se reintroduce en la misma realidad tecnológica de nuestra civilización una dimensión metafórica y comunicativa ligada a la naturaleza, a la historia, a lo mítico o al mismo sentimiento de lo sagrado. Una nueva poesía se genera con ello al lado de un control técnico más perfeccionado de la naturaleza y del hombre. Y esa poesía es constructiva y contempla el futuro con esperanza incluso o precisamente allí donde, al mismo tiempo, no se oculta sino que afronta los peligros que entraña el progreso.



Fuente: ORWELL: 1984. Reflexiones desde 1984 (Selecciones Austral - Espasa Calpe-UNED)

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