martes, 18 de febrero de 2020

POEMA 25


Quiero abrazar la tierra,
sentir el húmedo tacto
de la hierba en la piel
y olvidar,
el segundo fatal
del silencio oscurecido
entre las ramas podridas
de algunos árboles muertos,
que el otoñal frio nocturno
trae oculto en los sonidos opacos,
de polvorientos bulevares
donde pequeñas luces desvaídas
alumbran con su luz amarillenta,
los ojos agotados de anónimos seres
con forma humana,
que girando sobre si mismos,
como alocadas peonzas,
en las ondas sin reflejo
de enlodados charcos vacíos
y correr por el cauce resquebrajado
de enfurecidos ríos sedientos
se sienten incapaces de alcanzar,
las malgastadas promesas empeñadas,
en la oscura tienda de cualquier mercader
de sentimientos olvidados,
que aferradas como lejanas caricias
a los poros de la piel,
intentan escapar
cual húmedas lágrimas arrinconadas,
en medio, de quejumbrosos huecos mentales.



Quiero abrazar la tierra,
olvidar el espanto aterrorizado,
de una palabra aterida,
enferma quizás,
escrita en la grasienta esquina
de un papel arrugado
depositado lánguidamente
en el fondo inconreto de una papelera;
quiero escapar con las brumas,
antes de que el húmedo aire de la mañana
las atrape,
entre las yemas invisibles de sus dedos,
de la tenue debilidad de lo efímero
que aborda los sentidos más allá
del agrietado corazón callado.



Quiero abrazar la tierra,
recorrer sus calles verdes
con pasos lejanos
entre el crepitar macilento
de sus hojas caídas
en la mañana,
y sentir su tacto mortecino
bajo mis pies descalzos.



AMADO



POEMA 23.1


Se sintió el dueño final
postrada su cabeza
en una deshilachada almohada carmesí,
de diminutas conversaciones perdidas
en descascarilladas paredes,
de antiguas casas del extrarradio
en las que el tiempo,
(inexcusable compañero
de las horas envasadas
en delicadas cajas de acero pulido),
ha estampado cuidadoso
formando hermosas palabras,
con la amante perfección
del maestro impresor
que sueña con crear,
el vocablo perfecto
con el que poder describir
la desnuda apariencia de la soledad,
y..., las guardaba distraídamente,
de forma rutinaria
con la eficaz diligencia
del funcionario perfecto,
en pequeños cartuchos de papel de plata,
enlatados en las ondas del sonido dilatado
por el eco repentino que el grito desesperado,
que el mar del norte, lanza cada día,
con la furia de mil caballos salvajes
contra las afiladas rocas de los acantilados.



Se sintió dueño
de una mirada evasiva,
de un recuerdo que no tuvo,
del rozar repentino
con una gota de luz
esparcida negligente
sobre un charco
desnudo de agua,
del graznido peculiar de los cuervos
envueltos en piel humana
y corrió por campos de heno
recién cosechados
hiriendo sus pies
encadenados a la tierra.



Se sintió dueño de nada,
y un húmedo escalofrío,
recorrió su espalda
con dedos presurosos
entre sus vertebras cansadas,
y olvidó que el olvido
es silencio,
que el rematar de las esquinas,
atrapa los dedos de los olvidados,
en la fina línea del amanecer
con la que el alba,
restaura sigilosa,
el bramido malherido
de los pasos apresurados
de aquellos que recorren,
las apenas perceptibles calles adoquinadas
hasta llegar a los impersonales nichos
donde dejar descansar
el enmudecido ruido nocturno,
mientras sus cuerpos son tragados
por bocas desdentadas
de acero, cristal y hormigón.