Tú oyes el estruendo de las fábricas, el estrépito del tren
cargado hasta los topes, el tableteo de los martillos remachar,
el son de acero contra acero.
Tu oyes como el aire se levanta a latigazos
en olas negras que derriban los muros que hay en su camino.
Tu oyes el rumor de un piano semejante a gotas de lluvia
sobre un tejado de cristal y el son de flautas que no existen,
que nadie toca: es el viento en el laberinto de la ciudad,
sonidos en las frías trompas del oído,
en las azules sinuosidades de las caracolas.
Es el susurro del cañaveral del río y de palomas gigantescas
que vigilan desde la borda en el barco del crepúsculo,
un tono sordo de manos ahuecadas, rojas de frío,
un silencio gris como el granito
cuando los cerdos se hielan en las cuevas.
Cubiertos con máscaras luchan los hombres
como locos entre cataratas de fuego.
Las masas de fundición chapotean en los moldes,
un orgasmo entre mastodontes de acero
que derraman su esperma fosforescente en el hollín.
Los labios de los hombres dejan huellas de sangre en el pan.
Como pesos de plomo en los pies los arrastra el sueño
hacia abismos profundos con sueños de un rojo ígneo.
La mujer cierra suspirando la ventana de su espera.
¡Quién canta ahora la canción del futuro, la encinta, la terriblemente bendecida!
¡Oh idilios, ideales, arrastrados por el viento
como reproducciones de óleos sueltas!
¡Nadie puede descansar sobre la musgosa tapicería!
¡Y qué puede hacer uno con un perro a su lado!
Ya nunca más volverá el pasado,
el jardín se ha perdido para siempre,
la siesta a la sombra del mediodía,
¡oh, también se ha perdido la vieja paz que nos esperaba bajo el saúco!
El amor virginal jamás será tuyo.
Tus ojos se retorcerán hacia dentro
en sus agujeros sanguinolentos,
tus intestinos se retorcerán
revolviéndose en la desesperación,
pero vanos serán tus intentos de huir
de las transformaciones de la realidad.
ARTUR LUNDKVIST
cargado hasta los topes, el tableteo de los martillos remachar,
el son de acero contra acero.
Tu oyes como el aire se levanta a latigazos
en olas negras que derriban los muros que hay en su camino.
Tu oyes el rumor de un piano semejante a gotas de lluvia
sobre un tejado de cristal y el son de flautas que no existen,
que nadie toca: es el viento en el laberinto de la ciudad,
sonidos en las frías trompas del oído,
en las azules sinuosidades de las caracolas.
Es el susurro del cañaveral del río y de palomas gigantescas
que vigilan desde la borda en el barco del crepúsculo,
un tono sordo de manos ahuecadas, rojas de frío,
un silencio gris como el granito
cuando los cerdos se hielan en las cuevas.
Cubiertos con máscaras luchan los hombres
como locos entre cataratas de fuego.
Las masas de fundición chapotean en los moldes,
un orgasmo entre mastodontes de acero
que derraman su esperma fosforescente en el hollín.
Los labios de los hombres dejan huellas de sangre en el pan.
Como pesos de plomo en los pies los arrastra el sueño
hacia abismos profundos con sueños de un rojo ígneo.
La mujer cierra suspirando la ventana de su espera.
¡Quién canta ahora la canción del futuro, la encinta, la terriblemente bendecida!
¡Oh idilios, ideales, arrastrados por el viento
como reproducciones de óleos sueltas!
¡Nadie puede descansar sobre la musgosa tapicería!
¡Y qué puede hacer uno con un perro a su lado!
Ya nunca más volverá el pasado,
el jardín se ha perdido para siempre,
la siesta a la sombra del mediodía,
¡oh, también se ha perdido la vieja paz que nos esperaba bajo el saúco!
El amor virginal jamás será tuyo.
Tus ojos se retorcerán hacia dentro
en sus agujeros sanguinolentos,
tus intestinos se retorcerán
revolviéndose en la desesperación,
pero vanos serán tus intentos de huir
de las transformaciones de la realidad.
ARTUR LUNDKVIST