miércoles, 27 de diciembre de 2023

EL ALMA DE DOÑA BLANCA

 

EL ALMA DE DOÑA BLANCA

V

DEIDADES de los campos, genios tutelares de las agrestes montañas de Sierra Morena, Dríadas y Faunos que moráis los espesos bosques de pinos y de seculares encinas, ayudad mi memoria para que pueda recordar la historia de los desgraciados amores de Doña Blanca.

De Doña Blanca, la bella niña en cuyos ojos se retrataba el cielo, á quien las rosas de los prados envidiaban el suave color de sus mejillas, y el sol robaba, para formar sus rayos, las doradas hebras de su blonda cabellera.

De Doña Blanca, la noble hija del poderoso gobernador de Córdoba, y la tierna amante de Alliamar, el gallardo moro de regio linaje, al que había sabido conquistar con su amor para la Fé de Jesucristo.

* * *

Era el año de 1243 y hacía siete que el rey Don Fernando III había arrancado del poder agareno la que fué un día capital del imperio muslímico en España. Córdoba había visto ondear en su célebre mezquita el pendón castellano y sus conquistadores habían sido recompensados por el santo rey con vastos territorios, en los que edificaron magníficos caseríos, convirtiéndolos en ricas posesiones de labranza ó aprovechamiento.

Nombrado gobernador político de Córdoba Don Alfonso Tellez de Meneses, fué dueño en la sierra de una extensa comarca que se designó con el nombre de «Los Llanos», por ser de las menos escrabosas, y en ella solía pasar algunas temporadas dedicado á la caza, de la que era gran aficionado, acompañándole su hija Doña Blanca, único fruto que de su matrimonio le había dejado su difunta esposa. Doña Blanca, joven de diez y siete años, bella hasta el idealismo, amaba y se había hecho amar de un moro, pero de un moro que, convertido por ella, tornóse cristiano, y sólo esperaba ocasión oportuna para recibir el bautismo, así como ciertas mercedes ofrecidas por el rey y adecuadas á su noble condición.

Ben-Alhamar no deseaba otra cosa que ver realizadas sus aspiraciones logrando la posesión de su amada por medio de la unión conyugal. Entre tanto, ambos enamorados guardaban el mayor secreto de sus planes, sabiendo que Don Alfonso no había de transigir hasta que no fuese un hecho la pública adjuración del islamismo por parte del amante, el cual habíase establecido en Córdoba, donde comunicaba con el objeto de su amor, por medio de un esclavo que había conseguido ganar y únicamente disfrutaba de recatadas entrevistas, durante las largas permanencias de la familia en la hacienda de «Los Llanos».

* *

El sonido de las trompas se oía repetido por cien ecos en las profundas cañadas de la sierra, y sus múltiples notas confundíanse con los carpidos de los perros y las voces de los cazadores. La montería era una de las mejor organizadas por el gobernador, y á la que concurrían los principales caballeros que formaban su corte en la ciudad. El jabalí, rendido por su larga carrera, se dirijia á lo más espeso del monte, cortando con sus retorcidos colmillos las jaras que se oponían á su paso. Sediento y jadeante, buscaba el arroyo cuyas aguas habían de mitigar su fatiga, en tanto que, perseguido y cercado cada vez más estrechamente por perros y monteadores, apenas si podía con la astúcia encontrar aún medios para salvarse.

El toque del halalí no tardó en oirse en la inmediata umbría: los jinetes se encaminaron al galope de sus caballos al sitio donde estaba ya entregada la fiera, y Don Alfonso iba con tan alegre comitiva, acompañado de su fiel escudero Beltrán.

Por mi patrón Santiago, buena pieza vamos á cobrar: dentro de algunos minutos se hallará en nuestro poder; decía el gobernador, espoleando su caballo.

Así es la verdad, señor, contestó el escudero; mas otra mejor pieza pudiéramos descubrir ahora, puesto que estamos en el terreno.

¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso hay otro jabalí mayor en los contornos?

Quiero decir, que en vez de continuar esta carrera, que al fin y al cabo el resultado no ha de ser otro que el de apoderarnos de la res, deberíamos desviarnos un poco de la ruta que seguimos, ya que nadie nos observa, y quizá no diérais, señor, por perdido el asunto.

¿Acabarás de explicarte ó quieres tentarme la paciencia con tus enigmas? Si tal deseas, te prevengo que no sufro dilaciones y sabré obligarte á que te expreses con claridad.

No es ahora cuestión de oir, sino de ver, porque estamos en condiciones de ello: todo lo que yo decir pudiera, habéis de comprenderlo solo con mirar lo que habré de designaros, si me seguís al raso de la encina grande. Puede que dentro de algunos minutos, cuando esteis ya convencido por los hechos, admitais las explicaciones que antes no me atrevo á manifestar por razones que podréis apreciar á su tiempo.

Persistes en mantener el enigma; pero como no has de tardar en decifrarlo según prometes, consiento en seguirte, abandonando el placer de esta jornada: mas ¡ay de tí, si no cumples lo ofrecido! Ahora, marchemos.

* * *

Caballero y escudero, abandonando la cacería, siguieron por una vereda que se internaba en un espeso jaral, dirijiéndose en sentido contrario al punto donde se hallaba el vencido jabalí. Caminaron así poco trecho y llegaron al límite del monte, presentándose ante su vista un extenso raso, á cuyo frente, en el lado opuesto, levantaba sus brazos una robusta encina, única que en aquellos contornos se apreciaba.

Ambos jinetes dejaron los caballos por indicación de Beltrán y continuaron é pié, costeando la linde del raso y ocultándose entre las jaras, hasta aproximarse al árbol secular, cuyas espesas ramas descendían, llegando á tocar el suelo, proyectando en torno una obscura sombra.

De pronto el escudero se detuvo; apartó con cuidado los arbustos, y haciendo seña á su señor, le dijo muy quedo:

Ved, pero conteneos, por Dios, y estad seguro de que podréis vengaros, pues que contais conmigo. Don Alfonso miró y un movimiento de cólera, que no pudo reprimir, iba á denunciar su presencia; mas Beltrán lo contuvo á tiempo, y arrancándolo casi á viva fuerza de aquel lugar, consiguió desviarlo á larga distancia,

* * *

¿Has visto, Beltrán, has visto? exclamaba Don Alfonso, dominado por un sentimiento de furor. Mi hija, mi único amor en la tierra, en brazos de un infiel, de un enemigo de Dios, de los que he venido combatiendo durante toda mi existencia y deseo exterminar... Si no lo hubiera mirado con mis propios ojos, ¿quién sería capaz de convencerme de semejante suceso? Y es cierto; mi hija ama á un miserable moro, y aun tal vez su honor... más no, eso es imposible, la sangre que corre por sus venas no puede haberse hecho tan vil. Pero yo los he dejado juntos, sin embargo, y me lamento aquí y no corro á poner término á tanta perfidia. Vamos, Beltrán, la pieza está allí en nuestro poder; toquemos el halctlí y enviémosle la muerte con mi venablo.

Calmaos, señor, que esa pieza está segura, como seguro está el honor de Doña Blanca. No conviene en este momento ejecutar un acto que sería inmediatamente conocido y pondría tal vez en lenguas vuestra honra. Yo, desde hace tiempo he estado vigilando todos los días á los amantes y he aguardado ocasión propicia para que pudiérais verlos, porque si no, como habéis dicho, no habría poder suficiente para convenceros. Ahora, oidme, señor, y si aprobais mi plan, mañana no cubrirán á los enamorados las hojas de la encinagrande.

Dices bien y en tí confío; propon lo que te parezca y cuenta con mi aprobación, siempre que sea para remedio de mi desdicha.

Beltrán habló con su amo durante algunos minutos y fué escuchado con manifiestas señales de perfecto acuerdo. Después ambos montaron á caballo y en tanto que el escudero partió á escape hácia la senda que conducía á la ciudad, Don Alfonso, tomando la línea recta y atravesando el monte, se dirigió al sitio donde debía hallarse reunida la montería con motivo de la rendición del jabalí.

* * *

Ha pasado la noche y el sol del siguiente día ha recorrido la mitad de su jornada. Señores y monteros se hallan reunidos en el estenso comedor de la hacienda, donde después de un suculento almuerzo, refiérense los lances ocurridos durante la cacería de la tarde anterior.

Allí está Don Alfonso Tellez recibiendo los plácemes de los convidados, y su hija Doña Blanca cumpliendo con los honores que le impone su carácter de huéspeda, cuando se anuncia la llegada del escudero Beltrán. La mas viva ansiedad se reñeja momentáneamente en el semblante del gobernador, pero reponiéndose al punto, dice con voz tranquila y alegre aspecto:

Que entre, que entre enseguida mi fiel servidor: ya que asuntos urgentes le impidieron ayer disfrutar del éxito de la cacería, participe hoy, al menos, de nuestro triunfo y goce como uno de tantos, con motivo del feliz resultado que pudimos obtener. Señores, continuó dirigiéndose á los comensales: brindemos por el que acaba de llegar y á quien debemos en parte la fiesta que celebramos, puesto que él me ayudó á descubrir la pista de la res, cuyos despojos han contribuido á saciar vuestro apetito.

Don Alfonso llenó su copa y todos le imitaron poniéndole de pié, al mismo tiempo que Beltrán apareció en el dintel de la puerta.

Gracias por el recuerdo, señor, dijo; mas antes de corresponder á la honra con que me favorecéis, debo daros cuenta de la misión que os servísteis confiarme.

Pues si la discreción no lo impide, puedes explicarte como gustes; de otra suerte, hablaremos un momento reservadamente en mi despacho.

Nada de particular ocurre respecto al orden político en el gobierno de la ciudad; ninguna novedad importante reclama allí en este momento vuestra presencia: mas como asunto particular que no merece interés, puedo daros una noticia referente á un suceso que debió ocurrir anoche y que parece envuelto en el mayor misterio.

¿Y qué es ello? Habla y cuéntanos lo que ha pasado, ya que despiertas nuestra curiosidad.

Se trata de una muerte realizada sin dejar rastro alguno que descubra al autor, y en vano han sido las pesquisas é indagatorias hechas por la justicia con tal objeto. Esta mañana al despuntar el día, ha aparecido el cadáver de un hombre con el cuerpo atravesado por un venablo, á la entrada de la ciudad, junto á la puerta de Colodro.

¿Y quién es el muerto, no se ha podido saber tampoco? preguntó Don Alfonso, con cierta inquietud.

Si señor, contestó el escudero, dirigiendo al gobernador una mirada significativa: según las averiguaciones practicadas, el cadáver resulta ser el de un moro procedente de Granada que hacía tiempo residía en Córdoba, llamado Ben-Álhamar.

Al pronunciar este nombre, un grito resonó en la estancia y Dona Blanca cayó desmayada en brazos de su padre, que prevenido por los efectos que pudiera producir la noticia del escudero, había procurado colocarse junto á su hija, mientras aquel refería el suceso.

No es nada, no es nada, dijo Don Alfonso á sus comensales; las mujeres son muy sensibles y no pueden oir con indiferencia ciertas relaciones. Esto le pasará enseguida; voy á disponer que la trasladen á su alcoba y continuaremos el interrumpido banquete. 

Pero los caballeros y monteros, impresionados con motivo del accidente de la doncella, aunque sin atribuirlo á otra cosa que á un exceso de sensibilidad, se escusaron de seguir la fiesta y fueron desfilando en retirada, mientras que Beltrán decía á su señor por lo bajo:

Hemos debido ser mas prudentes; mas puesto que lo habéis querido, el golpe está ya dado y ahora es seguro que los amantes no han de reunirse jamás.

* * *

Apenas ha trascurrido un mes de la muerte del moro Ben-Alhamar, y tristísimo acontecimiento sume en el mayor dolor á Don Alfonso Tellez y llena de luto á cuantos residen en la posesión de «Los Llanos».

Doña Blanca, la bella hija del gobernador político de Córdoba, había muerto al pié de la encina grande, y su cadáver, conducido al caserío de la hacienda, yacía depositado en una de las habitaciones del piso bajo, ínterin se disponía su traslación á la capital. Desde que la infeliz sufrió el desmayo al saber de improviso la muerte de su prometido, perdió por completo la razón y desconociendo á su padre y á todos los que la rodeaban, solo una idea parecía tener fijeza en su mente: la de acudir á la cita concertada con su amante en el raso de la encina.

Allí se dirigía todas las tardes sin impedimento alguno que la estorbase, pues aparte de que ningún peligro podía amenazarla en parage tan solitario, tanto su padre como Beltrán el escudero, harto afligidos con el estado de la joven, cuya enfermedad habían provocado, no trataban de contrariar el deseo que la conducía en medio de su locura al sitio donde sembró, en días para ella venturosos, la esperanza de su felicidad.

Cuando llegaba la hora de la cita y el sol comenzaba á descender hácia el horizonte, se dirigía Doña Blanca á la encina, permaneciendo inmóvil bajo el espeso dosel de su ramaje como una estátua sepulcral, hasta que el crepúzculo desplegaba sobre los montes su velo sombrío, y entonces tomaba otra vez á su habitación para hacer lo mismo al día siguiente, guardando entre tanto un mutismo absoluto.

La falta de alimento, al que se negaba, y la constante vigilia, habiánla reducido á un estado de demacración y decaimiento que hacía inevitable su funesto fin. Una tarde se encaminó como de costumbre al paraje favorito: mas trascurrió el crepúsculo, cerró la noche, pasó mucho tiempo y Doña Blanca no volvió al caserío. Alarmadas sus doncellas por esa tardanza, acudieron á Don Alfonso, que salió inmediatamente en su busca, hallándola muerta al pié de la encina.

El cuerpo de la joven fué conducido á Córdoba y se le dio sepultura después de un suntuoso funeral. Mas tarde, empezó á murmurarse con el mayor misterio entre algunas personas, sobre los infortunados amores de la hija del gobernador, y se relacionó su muerte con la acaecida antes al moro Ben-Alhamar.

Tal vez el confidente esclavo divulgó el secreto de las entrevistas; ello fué, que vino á descubrirse la historia de los amantes, que hubo gente superticiosa que aseguró la condenación eterna de Doña Blanca por haberse entregado á un infiel, y que no faltó campesino que jurase haber visto el alma en pena de la desgraciada doncella al pasar por el raso de la encina grande.

* * *

Trascurrieron los siglos, cambiaron las costumbres, la paz modificó el espíritu guerrero y los soldados se hicieron agricultores. Sierra Morena ofreció sus terrenos incultos al labrador y al ganadero y comenzaron los desmontes, y variaron de aspecto los cerros y las cordilleras, y aumentaron en riqueza las fincas y se construyeron nuevos caseríos. Todo se encuentra modificado, los sitios y los nombres: solo se conserva el de la posesión que fué de Don Alfonso, conocida hoy por «Los Llanos del Conde», así como también se conserva, aunque entre contadas personas, la tradición de los amores de Doña Blanca.

Ya no existe la encina, y el raso donde se hallaba ha venido á confundirse con los desmontes; mas el sitio está allí, y algunas veces cuando á la caida de la tarde el cazador espera la salida de las liebres, ó el ganadero hace parada en aquellas inmediaciones, suelen ver vaporosos girones de niebla que se unen y confunden, adquiriendo caprichosas formas de mujer cubierta de flotante túnica y que se elevan después á medida que avanza la noche, hasta perderse por completo en la oscuridad de las sombras.

Entonces, el ignorante, se retira temblando por el miedo, ante una visión que la hora y la soledad hacen mas impresionable; pero el que conoce la historia de aquellos amores, recuerda las citas y piensa en el alma de Doña Blanca, que tal vez desde la otra vida continúa viniendo al lugar designado para esperar, si no el cuerpo, el espíritu de su querido Ben-Alhamar.

EL TESORO DE FRIGDARIO

 

EL TESORO DE FRIGDARIO

VI

Mi afición á la caza, me condujo en cierta ocasión á la dehesa nombrada «La Bastida», á unos veinte kilómetros de Córdoba, en las cumbres de Sierra Morena.

En dicha finca no hay otro albergue que un caserón ó mas bien choza grande, construida de tapial y techumbre de cañizo, y allí me hallaba una noche de Febrero, en la que la lluvia caía sin cesar y el viento silvaba haciendo crugir el ramaje de los pinos y de las encinas.

Sentados en torno del hogar, en el que ardía una buena lumbre, estábamos el criado que me acompañaba, el ganadero que residía en aquella habitación y dos aragoneses de la colonia que vá todos los años á utilizar el carbón, los cuales habían buscado refugio, por haberles sorprendido la lluvia lejos de sus viviendas.

Conversábamos tranquilamente aguardando la hora de acostarnos, cuando sentimos pasos de caballerías que se acercaban y á poco llamaron á la puerta, presentándose dos hombres que conducían un mulo pequeño y un burro, cargados con varios bultos de diferentes tamaños y entre ellos algunas herramientas de minería y rollos de cuerda de distintos gruesos y dimensiones.

Pidieron permiso para permanecer hasta el día siguiente por no tener otro sitio donde guarecerse del temporal, y después de descargar las bestias y acomodarlas en un cobertizo adjunto que servía de cuadra, se vinieron con nosotros sentándose junto á la candela.

A la luz de la llama pude distinguir sus fisonomías, que me parecieron fraucas y mas distinguidas de lo que correspondía á la apariencia de sus trajes de gente campesina. Ambos eran altos de estatura, enjutos de carnes, pero fuertes y vigorosos, el uno de bastante mas edad, revelando por la semejanza de sus facciones, ser padre é hijo.

Me picaba la curiosidad por saber el objeto que les traía á tales horas y en noche como aquella, por un sitio tan apartado de todo camino directo y no pude por menos de hacerles algunas preguntas á las que no contestaron por el pronto, pero al ver mi insistencia y después de haberles brindado con unos vasos de vino, me dijo el mas viejo:

No me extraña, caballero, el deseo que usted demuestra por saber á lo que venimos á estos terrenos; y como después de todo, la clave del asunto que nos guía solo existe en nuestro poder, por mas que debiera ser hasta cierto punto secreto, no tengo inconveniente en que lo sepa, confiando en que no tratará de impedir que unas personas que no tienen otros medios de subsistencia que el producto de sus descubrimientos, se ganen la vida como puedan, á costa de los trabajos y las fatigas, que como usted vé, se suelen sufrir arrostrando las inclemencias de un temporal cómo el de esta noche.

No trato, le contesté, de aprovecharme de su confianza para perjudicarles en lo mas mínimo: la curiosidad solo, ha hecho que les pregunte, y por lo demás, lejos de ser un obstáculo, si puedo ayudarles en algo, desde luego me ofrezco á ello con toda franqueza.

Nosotros le damos á usted las gracias por su buena intención, de la que no dudamos, y como prueba de que es así, empezaré manifestándole que somos naturales de la sierra de Granada, y dedicados hace tiempo al descubrimiento de tesoros, ó mejor dicho, de objetos y alhajas antiguas que no dejan de tener algún valor y que yacen escondidas é ignoradas en muchos lugares, que conseguimos conocer por virtud de ciertas señas escritas en papeles y pergaminos que han llegado á nuestro poder.

Me admira mucho lo que me cuenta, le repliqué, y vengo á deducir, que ustedes han venido sin duda á descubrir uno de esos tesoros de que habla, tal vez en estas inmediaciones.

Y no se equivoca usted, me dijo; pero lo principal es, el que tengamos facilidad de encontrar lo que buscamos, porque muchas veces sucede que nuestros tra bajos son infructuosos, a pesar de la exactitud de los datos que poseemos, por obstáculos materiales que se nos presentan y que no podemos vencer.

¿Y está muy lejos de aquí, insistí yo, el sitio donde esperan ustedes hallar lo que buscan?

Está en la mesa del Cabrahigo, junto al mismo árbol, que no hay otro por estos terrenos. Al principio de la ladera que desciende por la umbría, hay un altar de piedra con dos gradas y en la parte que figura como retablo hay señalada una cruz y debajo de la cruz está el tesoro.

Pues lo que es por esta vez se han equivocado ustedes, dijo el ganadero al oír esto; yo que hace muchos años vivo aquí y conozco como esta habitación la mesa del Cabrahigo, sé de sobra que allí no hay altar alguno ni señales de que baya existido nunca.

Tampoco he visto altar en ese sitio, y precisamente estuve en él ayer tarde, en un puesto que hice á pocos pasos del árbol, sirviéndome el mismo de colgadero: confirmé yo, completamente convencido de que así era la verdad.

A pesar de todo cuanto ustedes manifiestan, aseguró el forastero, tengo la evidencia de que es como he relatado, puesto que el manuscrito que poseo así lo expresa y ninguno de los que me han servido de guía en casos semejantes, me ha engañado jamás.

¿Y puede usted enseñarme ese manuscrito, en el que tiene tanta confianza, á ver si es digno del crédito que le atribuye?

Si señor, lo va usted á ver, puesto que ya en todo quiero hacer una excepción en su favor.

Y diciendo así, sacó- una cartera grande de cuero, que contenía varios papeles en los que se hallaba marcada la acción del tiempo, y escogiendo uno, lo puso en mi mano con una especie de satisfacción. Yo fijé en él los ojos y desde luego pude conocer que realmente era un documento antiquísimo escrito minuciosamente con caracteres góticos que no traté de descifrar y solo puse mi atención en el dibujo toscamente hecho á pluma, que al final se veía, y que representaba algo parecido á un altar como el que antes había descrito, con un letrero al pié, inteligible y claro, que decía: «Debajo de la cruz está el tesoro».

Aunque nada me convenció el mostrado documento, no quise perseverar exponiendo mis dudas por no disgustar al que en él cifraba su esperanza; así es, que lo devolví sin haber tratado de leer lo que contenía, aparentando un convencimiento que estaba muy lejos de experimentar.

No se habló mas del asunto y no tardamos en acostarnos, acomodándose cada cual como pudo en aquel incómodo recinto, haciéndonos olvidar pronto el sueño las molestias sufridas en una instalación tan detestable.

A la mañana siguiente cuando desperté, eran mas de las nueve y el sol había roto las nubes que entoldaban el cielo, bañando con sus rayos todo el paisaje. Los hombres del tesoro se habían marchado, según nos dijo el ganadero, una hora antes de rayar el día; los aragonesés acababan de irse también, quedando solo con mi criado y nuestro huésped.

Como no pensaba salir á cazar hasta la tarde, dispuse que prepararan el almuerzo: mas cuando iba á empezar á comer, llegó el guarda de la finca y después de saludarme, me dijo con la mayor sorpresa:

Acabo de obligar á salir del terreno á dos hombres con unas caballerías, que trataban de buscar un tesoro en la mesa del Cabrahigo: pero lo mas asombroso del caso, es que han desmontado como unas veinte varas por la parte de la umbría y han descubierto como un altar de piedra con una cruz, que estaba sin duda tapado con el monte, y del cual no tenía noticia alguna, a pesar de ser guarda ha mas de quince años; ni mi padre tampoco la tuvo, pues nada le oí decir de que tal cosa existiera, no obstante de haber estado por estos sitios dedicado á la guardería durante toda su vida.

Ya me lo dijeron anoche esos hombres, que durmieron aquí á causa de la lluvia, contesté; pero no quise dar crédito á sus palabras y ahora conozco que no se engañaban.

Pues lo que es el tesoro, si lo hay, yo cuidaré de que no se lo lleven, continuó el guarda, porque voy á estar en asecho y corno vuelvan doy aviso á la guardia civil para que los conduzcan presos á Córdoba,

Bueno, pero mientras tanto, manifesté yo, como soy curioso, deseo ver lo que han descubierto. Almorcemos, y usted con nosotros, insinué, dirigiéndome al guarda, y después iremos al sitio para ver la novedad.

Así lo hicimos y cuando terminamos la comida y tomamos el café, encendimos un cigarro y nos pusimos en marcha el guarda, mi criado y yo, dirigiéndonos á la mesa del Cabrahigo,

Atravesamos el raso que rodea el caserón y entramos en una senda que vá en declive hasta pasar un pequeño arroyo: luego volvimos á ascender siguiendo una curva, dejando á la izquierda «Barranco hondo« y continuando por una calzada, conseguimos dominar una colina, desde donde mostróse á nuestra vista el lugar adonde íbamos. No se divisaba otra cosa que el árbol, junto al cual nos pareció distinguir unas caballerías que bien pronto conocimos ser las de los hombres, los que hubieron de vernos á su vez y de conocer al guarda, porque en el mismo instante emprendieron precipitadamente la huida y muy pronto desaparecieron entre el monte.

Cuando llegamos al sitio algunos minutos después, quedé profundamente sorprendido al hallar confirmadas las noticias que ya me habían dado relativas al descubrimiento.

El altar estaba allí y aunque el trabajo de su forma nada debe al arte, es, sin embargo, digno de admiración (1).

Un gran peñasco enclavado en la vertiente de la umbría á poca distancia del cabrahigo, ha sido cortado vertical y horizontalmente, formando los dos planos un ángulo recto: en el plano horizontal tiene dos gradas y en el vertical, á la altura de un metro, una cruz casi cuadrada con las extremidades redondas, presentando sus líneas una media caña hundida en la piedra como unos cinco centímetros, por otros tantos de anchura, y á los lados de dicha cruz dos círculos de seis á siete centímetros de diámetro, que semejan á primera vista dos grandes agujeros.

(1) Desgraciadamente han muerto ya dos de las personas que por aquellos días me acompañaron á ver el altar descrito, y que es probable indique alguna mina romana, por los trozos de calzada que se ven próximos. El guarda Juan Muñoz, vive aun, y puede atestiguar acerca de la existencia del monumento, así como pueden verlo cuantos se tomen la molestia de ir al sitio designado.

Al contemplar de cerca tan curioso monumento, la idea del tesoro cruzó por mi mente y me indujo á practicar algunas exploraciones. Reconocí perfectamente toda la piedra sin hallar rastro alguno que me indicase haber nada oculto.

Aquella tosca é interesante obra estaba ejecutada sobre una sola pieza, sin presentar indicios de haber experimentado otras modificaciones que las descritas. Seguí,pues, la investigación en otro sentido y hallé que por la parte opuesta del peñasco había una especie de ántro, cuya entrada obstruida por un espeso zarzal, se había hecho practicable, merced á la rozadura de una parte de la planta, quedando una abertura capaz de dar paso al cuerpo de un hombre. Yo penetré por ella y me encontré en una cueva de mediana extensión, cuyo suelo arenisco ofrecía señales de haber sido recientemente removido.

Al pronto nada pude distinguir por la profunda oscuridad que reinaba en aquel paraje; mas habiendo encendido un cabo de vela que por casualidad llevaba, descubrí en el centro de la cueva un hoyo de forma rectangular, muy marcada en la parte mas profunda, acusando indicios de haberlo ocupado algún cofre ó caja,que debía tener poco mas de una vara de longitud por media de latitud, la cual habrían extraído los hombres y con ella tal vez el tesoro que buscaban.

Esto me contrarió sobremanera, y ya iba á salir y á abandonar aquel sitio, cuando vi un papel en el suelo y hallé que era el manuscrito que me mostraron la noche antes con el dibujo del altar.

En dicho manuscrito, que por rarísima circunstancia hube de perder mas tarde, estaba consignada toda la historia relativa al origen del tesoro, la cual voy á referir de la manera que la recuerda mi memoria.

* * *

Corría el año 712 y el anterior se había hundido en el Guadalete al empuje de Tarif la monarquía visigoda, merced á la más infame traición que engendrar pudo la venganza. Las huestes africanas no encontraron impedimento alguno á su paso, y bien pronto fueron invadiendo la península y el estandarte de la media luna hondeó en los muros de Córdoba, rendida á las armas del caudillo Mugüeiz el Borní.

Muchos de los principales caballeros godos abandonaron la ciudad á la entrada de los agarenos, llevándose consigo cuantas riquezas pudieron reunir en los primeros momentos, dirijiéndose por los caminos más ocultos á otras capitales del interior, á donde suponían no habrían de llegar los enemigos.

Entre dichos caballeros, fué uno de los que más pronto salieron de Córdoba, Prigdario, descendiente de noble linaje y poseedor de cuantiosos bienes de fortuna. Este no aguardó la llegada de los africanos, sino que antes, cuando tuvo noticias de su aproximación, reunió cuanto dinero y alhajas pudo y partió con su familia y varios esclavos, internándose en Sierra Morena con intención de poner un dique á la causa de sus zozobras, con las fragosas asperezas de las montañas.

Tan precipitada fuga no obedeció al deseo de poner á salvo una buena parte de las riquezas que disfrutaba, tanto como al temor de perder la joya de más estimación y que constituía toda -su avaricia, cual lo era su esposa Egalma, joven de veinte años, de portentosa hermosura, á la que no quería ver expuesta á los ultrajes de los conquistadores.

Frigdario era muy celoso, y éralo tanto más, cuanto que su edad pasaba ya de los cincuenta, y bien conocía él que tenía perdidos los atractivos que suelen seducir á las mujeres hasta el punto de enamoramiento. Se había casado á impulsos de una vehemente pasión hácia Egalina y sin reparar que pertenecía á una familia pobre y humilde.

Ella aceptó el matrimonio que le ofrecía una posición brillante, fingiendo para su esposo un amor que solo sentía indefinidamente hácia el hombre que representaba el tipo ideal que se había forjado y que no había llegado á constituir una realidad.

Así vivieron algunos años, él cada día más rendido á los encantos de su esposa, ella esperando ocasión de disfrutar á su vez los goces de una pasión que iba aumentando á medida que transcurría el tiempo sin resultado favorable para sus deseos.

En este estado y á consecuencia de la derrota del Guadalete, llegó á Córdoba un pariente de Frigdario, llamado Tulga, que había peleado en aquella triste jornada y que en vista de su desastroso fin, hubo de abandonar á Cádiz donde residía y buscar un refugio al lado de la única persona de su familia con que contaba. Tulga era un joven de treinta años y venía revestido de la aureola que dá al guerrero el acto del combate, cuyo éxito, bueno ó malo, en nada rebaja el valor personal cuando se refiere á una verdadera batalla; así es, que contando con la predisposición de Egalina, no tardó esta en enamorarse del mozo y él de conocerlo, sintiéndose también atraído por tanta belleza, llegando ambos á ponerse de acuerdo y á gozar, con las debidas precauciones, todas las dichas apetecidas en su amorosa pasión.

De este modo transcurrió un mes, sin que el ofendido esposo cayese en sospecha, cuando se tuvo noticia de la llegada de los moros y se determinó Frigdario á huir de la ciudad.

* * *

Ascendían con trabajo por las ásperas vertientes de la sierra y la angosta vereda que habría camino al travez de las malezas, apenas era suficiente para dar paso á la fugitiva caravana. Delante iba Claudio, el esclavo favorito encargado de conducir y custodiar el cofre que encerraba las riquezas; luego seguía Egalina acompañada de su esposo y de Tulga y después la servidumbre, si bien escasa, escojida y dispuesta en su mayor parte, en caso necesario, para la defensa.

Ya habia recorrido el sol más de la mitad de su carrera, cuando consiguieron dominar las primeras cumbres y hacer la marcha menos penosa. Las profundísimas cañadas y barrancos que rodeaban la cordillera que seguían, les inspiraba cierta confianza y con los ánimos más tranquilos comenzaron á buscar sitio donde pasar la noche. Exploraron los montes inmediatos sin encontrar albergue y hallaron una calzada y siguieron por ella, llegando á la loma del Cabrahigo. Allí descubrieron el altar y la entrada, practicable entonces, por detrás del peñasco, conociendo ser sin duda alguna antiquísima mina abandonada y obstruida por los hundimientos, que demarcarán sus católicos explotadores con la señal de la cruz labrada en la piedra y los dos agujeros ú ojos, uno á cada lado, como para indicar que todo trabajo resulta estéril, si no se fija la vista en el signo de redención, poniéndose bajo su amparo.

Penetraron en la caverna Egalina, Frigdario y Tulga y en ella se depositó el cofre del tesoro, siempre custodiado por Claudio. Los demás esclavos acomodáronse como pudieron entre las breñas del monte y así esperaron todos el venidero día, embargados por el sueño, que hizo ser más profundo el natural cansancio.

A la mañana siguiente Frigdario llamó aparte á su esclavo favorito y le dijo:

Tengo en tí completa confianza y voy á revelarte mi intención para que me ayudes á llevarla á cabo. He pensado en los inconvenientes que ofrece llevar consigo el cofre que guarda la riqueza que poseo, no solo por la molestia que proporciona su peso para la marcha por sitios tan escrabrosos, sino por la exposición que hay de perderlo, si somos perseguidos y llegamos á caer en manos de nuestros enemigos. Para evitar esto, es preciso ocultar la mayor parte del dinero y de las alhajas en una caja que vas á construir enseguida, la cual enterraremos dentro de la cueva, sin que ninguno se aperciba, y seguiremos llevando el cofre, que ya no pesará, no despertando de ese modo sospechas de que aquí quede nada enterrado.

Señor, contestó Claudio, yo haré la caja que deseas, pero es difícil que pueda ocultarse el tesoro sin que se enteren de ello tu mujer y tu pariente.

Por eso no tengas cuidado, que buscaremos ocasión de hacerlo. Yo he resuelto permanecer aquí unos días hasta tanto que tenga noticias de la determinación de los invasores, para poder fijar entonces el rumbo que debo seguir. Este lugar me parece seguro y además pondremos atalayas en los montes cercanos á fin de no ser víctimas de ninguna sorpresa; por lo tanto, no faltará oportunidad de enterrar el tesoro.

Siendo así, yo construiré la caja y la tendré escondida hasta que tú dispongas.

* * *

La loma del Cabrahigo estaba convertida en un pequeño campamento. Habíanse levantado chozas con palos y ramaje y también cobertizos para las caballerías y para resguardar de la intemperie los efectos que constituían el equipaje. La mayor parte de las riquezas habían sido trasladadas á la caja hecha por Claudio y enterradas á la entrada de la mina, precisamente debajo del altar; más no de una manera tan sigilosa que pasase desapercibida para Tulga, el cual, sin darse por advertido y disimulando, pensó en los medios de realizar un proyecto que ya habia concebido por fuerza de la pasión amorosa que le arrastraba hacia la mujer de su pariente.

Ninguna sospecha de la traición conyugal había llegado á perturbar aún el espíritu de Frigdario, que distraído constantemente con la adopción de reiteradas medidas de seguridad que contrarrestasen sus temores, apenas si fijaba su atención en las conversaciones ó intimidades de Tulga con su esposa.

Así pasó una semana y era esperado con ansiedad un emisario que había ido á Córdoba con objeto de adquirir noticias del movimiento invasor, á fin de resolver la dirección que debía seguirse y dar las disposiciones convenientes para continuar la marcha; pero antes de que el emisario volviera, un día se notó que Tulga había desaparecido.

Sin duda debió abandonar el campamento de noche cuando todos dormían, porque ninguno lo vió al despertar por la mañana, Frigdario ordenó su busca, temiendo se hubiese extraviado por aquellas asperezas; pero las pesquizas que se hicieron en tal sentido, resultaron inútiles y transcurrió aquel día y el siguiente, y no se halló rastro alguno que indicase su huella.

* * *

Comenzaban á disiparse las tinieblas de la segunda noche pasada desde la ausencia de Tulga. Todavía reinaba bastante obscuridad en la espesura del monte, pero los primeros tintes de la aurora dibujaban ya en el horizonte una delgada faja blanquecina. El silencio del sueño no se había interrumpido aún en el pequeño campamento y Frigdario dormía tranquilo al lado de su esposa. De pronto despertó al sentir que lo cojían por el brazo dándole una fuerte sacudida, y vió á su esclavo Claudio que le dijo con agitada precipitación:

Señor, no hay tiempo que perder; huyamos pronto. Un numeroso grupo de moros nos tiene casi cercados y avanza de una manera cautelosa, sin duda para sorprendernos.

¿Pero es cierto? ¿Y cómo escapar, cómo mover ahora nuestra gente para tan precipitada fuga? ¿Y el tesoro? balbuceó Frigdario, presa de la mayor ansiedad.

El tesoro ninguno sabe donde se oculta y está seguro: no es preciso que nadie se mueva, huiremos nosotros y con eso cuando lleguen, mientras te buscan aquí, darán tiempo para que te pongas en salvo: conque vamos, aprovechemos los pocos momentos que quedan de obscuridad para que nos oculte á los ojos de nuestros perseguidores.

Pues bien, vamos, pero aguarda un instante; voy á despertar á mi esposa para que nos acompañe, porque sin ella no doy un solo paso.

Sea como quieres, pero no tardes: te espero por bajo del peñasco que cubre la caverna, para que huyamos por la umbría, resguardados por sus altos y espesos matorrales.

Apenas se alejó el esclavo, Frigdario interrumpió el sueño de su mujer, que abrió los ojos y no pudo reprimir su disgusto al sentirse molestada por su esposo.

Egalina, le dijo este; es preciso que nos pongamos en marcha y nos alejemos inmediatamente de aquí. Nuestros enemigos avanzan hácia este lugar y están ya tan cerca que no se puede perder ni un instante.

¿Qué quieres? contestó ella con la mayor tranquilidad, ¿marchar tan precipitadamente á estas horas, tal vez por alguna falsa alarma nacida del miedo de tus centinelas?

No, esposa mía; son los moros que llegan, los ha visto Claudio y ese no se engaña: es imposible permanecer aquí ni un momento, ó de lo contrario caeremos todos en su poder.

¿Conque es verdad? ¿Están tan cerca los africanos? Siendo así, huye si tienes temor. Yo me quedo, porque lo que para tí puede ser la esclavitud, para mí es la libertad y la vida y ya era tiempo de que esto sucediese.

¿Qué quieres decir? preguntó Frigdario lleno de estupor, porque un relámpago de celos había cruzado por su mente al ver la actitud de su esposa y oir las palabras que acababa de pronunciar.

Que voy á salir de tu poder y á sacudir esa servidumbre que encadena mis más ardientes deseos y los sentimientos más apasionados de mi corazón. Sí, ya es ocasión de que sepas la verdad: soy la amante de Tulga y no quiero sino á él y solo vivo para su amor. El ha guiado á los moros á este sitio y les ha vendido tus riquezas para rescatarme de tí. Dentro de poco estaré en sus brazos libertada; conque huye, si aún tienes tiempo para salvarte.

Un agudo dolor, como si le clavasen un puñal en el pecho, sintió el ofendido esposo al escuchar á Egalina: luego su cerebro latió con fuerza, experimentando un desvanecimiento que estuvo á punto de hacerle caer; pero pronto una oleada de ira contrajo sus nervios, la sangre corrió más precipitadamente por sus venas, y ahogado por la indignación y los celos, rugió en el parosismo del furor:

No, no gozarás lo que esperas; yo te perderé, pero como yo te perderá tu amante y todos los hombres, ahora, mujer infame, recibe el pago de tu ingratitud y de tu falsía.

Y así diciendo, echó mano á la daga y se la clavó hasta la empuñadura, atravesándole el corazón. Egalina cayó de espaldas sin dar un grito, y Frigdario se alejó de aquel cuerpo tan hermoso, ya cadáver, sin volver la cabeza. Llegó donde Claudio lo aguardaba y ambos huyeron por medio de la espesura, perdiéndose á poco de vista, á tiempo que Tulga, seguido de los moros, invadía de improviso el descuidado campamento.

* * *

Frigdario salvó las escabrosidades de Sierra Morena, no sin penosas dificultades, y atravesó la España, siempre acompañado de Claudio. La muerte de Egalina y con ella la pérdida de cuanto había ambicionado en la tierra; abatió de tal modo su ánimo, que apenas se cuidaba de satisfacer las necesidades más apremiantes exigidas por la naturaleza. Todas las funciones físicas eran realizadas en él de una manera automática é indiferente y aniquilándose de día en día, llegó uno en que exhausto completamente de fuerzas, quedó postrado sin poder continuar su camino.

Su propósito de pasar á Francia lo había llevado hasta las primeras vertientes de los montes Pirenáicos; mas siéndole imposible seguir más adelante, llamó á Claudio, ya más que esclavo, amigo y confidente, y le dijo:

Conozco que ha llegado mi hora y no he de pasar de aquí. No te aflijas; en mi estado vale más morir que arrastrar una existencia llena de sufrimientos. Yo ansio dejar esta vida para hallar el descanso que de otra suerte no puedo encontrar. Lo que exijo de tí como último favor que espero, es que escribas una relación detallada de todos los sucesos que me han acontecido desde que abandonamos á Córdoba, y hagas un plano del altar y la caverna en donde ha quedado enterrado el tesoro, para que si algún día nuestro pueblo llega á vencer á los africanos y á reconstituir la dinastía de nuestros reyes, puedas presentarte ante el monarca, á quien darás conocimiento de todo, el cual puede hacer suyas las riquezas ocultas y tener en cuenta la traición de Tulga, para imponerle, si vive, el merecido castigo.

 Claudio cumplió exactamente el encargo de escribir los referidos hechos y de hacer el dibujo correspondiente, y despues de muerto su señor, pasó á Francia, donde también acabó sus días al cabo de algunos años, sin haber podido realizar los deseos de aquel, á causa de la fuerza de los acontecimientos.

Del manuscrito original hubieron de sacarse posteriormente algunas copias, porque una de estas fué, sin duda, la que mostraron los hombres que fueron á «La Bastida», la noche que queda mencionada. Respecto al tesoro, no ha podido ser hallado, á pesar de las escabaciones y reconocimientos practicados, no solo por los mismos que descubrieron el lugar, sino por otros muchos, y únicamente han conseguido abrir paso á una galería de grandísima extención, á cuyo fin no se han aventurado á llegar. Lo probable es que los moros se llevasen esas riquezas, puesto que ya por Tulga tendrían noticias del sitio donde estaban: lo cierto es, que hasta ahora todas las diligencias que se han efectuado con objeto de encontrarlas, han resultado inútiles.