Insectos
susurrando
despacio
con
voz apenas audible
al
oído,
llenan
el éter
con
su zumbido
de
vidas descabezadas
en
algún oscurecido lugar
donde
una única luz azulada,
es
el anuncio de la muerte asegurada
que
les habrá de llevar,
hasta
algún paraíso
imaginado
de
sangre perdida
entre
los adoquines
de
un pasadizo sin salida.
Insectos,
arrogantes
muñecos
de
brillante papel de aluminio sin alas,
escribiendo
versos exhaustos,
versos
cansados,
donde
la tinta caducada,
emborrona
inmaculados papeles,
con
palabras aprendidas,
en
un burdel del extrarradio
de
alguna ciudad difuminada,
en
el avejentado lienzo
de
un pintor por horas,
donde
las copas son apuradas,
despacio,
con
la lentitud apropiada
de
un semidiós de las letras
que
espera la adorada aureola
entre
los desbaratados cojines
de
un desfondado sofá.
Insectos,
eternos
hacedores
de
tumbas sin cruces,
de
inhabitados huecos
en
las que mortecinas
fosforescencias
marinas
invaden
si apenas pudor,
las
uñas rotas
de
los que quedaron atrapados,
en
un resquicio del tiempo
esperando
una respuesta inacabada,
esperando
quizás, un soplo de aire fresco
capaz
de llenar,
los
vacíos alvéolos de sus pulmones muertos
Insectos
de cuerpos dorados
acurrucados
en la blanca luz de la luna
mientras
aguardan negligentes,
la
mano que habrá de atraparlos,
la
mano que sin disimular,
les
llevará hasta el fondo transparente
de
un tarro de cristal
con
la promesa inconfesable,
de
ser elevados hasta el más alto de los altares,
aquel
en el que son sacrificados los inocentes,
aquel
en el que inconfesables secretos de alcoba,
se
expanden como verdades
entre
las sonoras ondas invisibles
del
ennegrecido espacio
que
rodea sus vidas,
con
el latido de un corazón
aparcado
entre las líneas blancas
del
estacionamiento anónimo
de
un centro comercial.
Amado
julio 2018