Traslado
esta historia que aparece en el volumen tercero de sus paseos por
Córdoba de D. Teodomiro Ramírez de Arellano y Gutiérrez, en ella
se cuentan alguno hechos acaecidos en Córdoba en el siglo XVI, así,
como las penas de amor sufridas por D. Luis de Góngora y Argote en
su tierra natal por una dama casada con un caballero cordobés.
A
fines del siglo XVI, época en que ya hemos dicho ser costumbre de
los caballeros cordobesses fiar a sus espadas la resolución de
todas sus cuestiones, vivía en esta ciudad D. Diego Fernández de
Córdoba, Señor de la Campana, gran amigo de otros dos caballeros
llamados D. Pedro de Heredia y D. Alonso de Velasco, quienes la
tomaron con el primero, llamándoles con insistencia el señor del
Badajo, aludiendo a los que tienen las campanas; tomólo al
principio a broma, después empezó a resentirse, y por último,
viendo la terquedad de aquellos, les dijo formalmente que lo tomaba
como agravio y que no se lo toleraba, separándose los tres un tanto
amostazados; Heredia y Velasco, que gozaban fama de valientes, por
las muchas reyertas que habían tenido con otros jóvenes,
continuaron aun más tenaces en pronunciar el apodo siempre que se
hablaba de D. Diego, quien, enterado, decidió tomar venganza de la
reiterada ofensa, al intento, llamó al más osado de todos sus
dependientes, y encerrados ambos, le preguntó si podía contar con
él para un lance de honor en que se encontraba; el fiel criado
contestóle afirmativamente, y una noche salieron armados en busca
de sus enemigos, hallándolos, al fin, cerca de Santa Ana, no
tardando un momento en trabarse una sangrienta refriega entre los
cuatro; en esto el P. Martín de Roa, de la Compañía de Jesús,
habiendo abierto la puerta del Colegio para que salieran dos
compañeros suyos, y al ruido de las espadas se quedó quieto sin
cerrar, hasta que los dos Jesuitas volvieron corriendo, temerosos de
ser acuchillados si no los conocían con tanta oscuridad; los cuatro
adversarios entraron luchando por la hoy calle de Juan de Mena,
llevando siempre ventaja D. Diego de Córdoba y su criado, quienes,
viendo que se prolongaba la lucha, arremetieron fuertemente a sus
contrarios, pasando el primero a D. Pedro Heredia por un mollero y
el segundo a D. Alonso de Velasco por el pecho, ambos cayeron al
suelo dándose por vencidos y pidiendo socorro; entonces los
vencedores llamaron al Colegio de los Jesuitas y saliendo el P.
Martin de Roa, le rogaron viniese a auxiliar a aquellos infelices,
marchándose ellos en busca de un lugar donde esconderse, y que bien
pronto encontraron en uno de los conventos de frailes, donde nadie
supo de ellos en buen tiempo; PP. Jesuitas recogieron a los heridos,
administrándoles los Santos Sacramentos y los asistieron con gran
esmero y cuido, sucumbiendo D. Alonso de Velasco a las doce horas
del siguiente día, y estando D. Pedro de Heredia un mes en cama con
gran peligro de perder también la vida. Siguieron el
correspondiente proceso, más como los tres caballeros pertenecían
a las familias más nobles y acaudaladas de la ciudad, circunstancia
que en aquella época influía mucho en la resolución de todos los
asuntos, todos los caballeros, sus parientes trabajaron por avenir a
las familias, resultando que D. Diego y su criado solo fuesen
sentenciados a dos años de destierro, sirviendo de mucho para este
resultado la terquedad con que los pacientes habían injuriado a D.
Diego de Córdoba.
Otra
anécdota vamos a contar a nuestros lectores, por cierto mucho más
interesante, por referirse a D. Luis de Góngora y Argote, uno de los
hombres más notables que ha producido esta ciudad, y que con su
ingenio llegó a adquirir una fama europea.
Muy
joven aún, y como segundo de una de las familias cordobesas,
ordenaron a D. Luis de Góngora para el goce de las capellanías de
su casa, dedicándole a la carrera de la iglesia, a la que, a pesar
de su conformidad, no parecía muy inclinado, y más en su ardor
juvenil, cuando su poética imaginación empezó a dar a luz aquellos
bellísimos romances y canciones en que aún no se revela la ampulosa
confusión de ideas e imágenes que formaron aquel estilo que aún
llamamos gongorino; en aquella edad, enamoróse ciegamente de Doña
Ana de Aragón, la que, si bien no le desagradaba el buen porte y
gran talento de D. Luis, jamás asintió a sus deseos, prefiriendo
los amantes ofrecimientos de D. Rodrigo de Vargas, uno de los hombres
más bizarros al par que más valientes que ha tenido Córdoba, y de
cuya desastrosa muerte nos ocuparemos.
Llevado
a cabo este enlace, parecía natural que Góngora desistiese de su
amorosa empresa, si bien disimulaba cuanto podía, a pesar de los
consejos de su primo D. Pedro de Angulo, calavera consumado y amigo
insaciable de camorras, por las que nada perdonaba aún cuando le
acarreasen los más arriesgados compromisos y el cual gozaba de gran
ascendiente en la voluntad de su primo.
El
joven poeta no perdía ocasión de reiterar a Doña Ana sus amorosos
desvelos, sin desperdiciar un día en que su esposo no estaba
ausente, hasta yéndose de noche a cantar bajo su reja los
cadenciosos versos en que tanta pasión revelan, más nada era
bastante; todos sus dardos rechazaban en aquel corazón de bronce, y
la desesperación le hacia prorrumpir a veces en las más punzantes
sátiras; el mismo resultado alcanzaba con las dueñas y criadas
servidoras de la señora, y tal vez alguna de ellas le inspiraría
los siguientes versos, que al escribir estos renglones recordamos:
“Nunca
yo entrara a servir
Porque
no entrara a aprender
A
escuchar para saber,
Y
saber para decir.
No ha menester, si es discreto,
Para
llamarme mi amo
Más
campanilla o reclamo
Que
hablar con otro en secreto;
Pues partiré como un potro
A introducirme importuno
Entre la boca del uno
Y entre la oreja del otro.
Este correr tan sin freno,
Siguiendo mí desvario,
No es para provecho mío,
Sino para daño ageno;
Pues con propiedad no poca
Imito a la comadreja,
Que se empreña por la oreja
Para parir por la boca.
Y del arte que embaraza,
Doblon al que ha de gastallo,
Que sale luego a trocallo
En menudos a la plaza;
Tal yo, inclinado y sujeto
A lo que el cielo le plugo,
Pregonero y aún verdugo
Hago cuartos un secreto.
Esa inclinación cruel,
Condición es natural
Del criado más leal
Y de la dueña más fiel.
No penséis que hablo de vicio;
Que será el día final
Un criado de metal
La trompeta del juicio”
Una de las noches en que Góngora
rondó la casa de Doña Ana, entonando una de sus más cadenciosas y
sentidas trovas, se abrió al fin una de las ventanas, y acercándose
a la tupida celosía, creyendo encontrar al menos una esperanza, se
encontró con la dueña de sus pensamientos que le mostró su
inquebrantable resolución de ser fiel a su esposo y que por lo
tanto, jamás volviera a turbar su tranquilo sueño, dando pábulo, a
que los mal intencionados pudieran poner en duda la honra que tanto
estimaba. Cerraron en seguida la ventana sin dejarle hablar y,
trémulo de amor o ira, partió D. Luis hacia su casa, plazuela de la
Trinidad, esquina a la calle de las Campanas, sin saber lo que se
hacia ni que determinación tomar.
Cuando nuestro desgraciado capellán
estaba colocando la llave en la cerradura de la puerta, sintió un
golpe en el hombro; volvió la cara y encontrosé con su primo D.
Pedro de Angulo, que lo había venido siguiendo, y con un cúmulo de
preguntas logró la narración de lo ocurrido y de su propósito de
no volver ni aún pisar la calle donde habitaba D. Rodrigo de
Vargas.
-No comprendo, dijo Angulo, como un
hombre de tu talento y tu fibra, renuncia a una empresa más
interesante cuanto más difícil se presenta.
- No es ya difícil, sino imposible,
contesto D. Luis.
-Vamos a dentro, repuso el primo;
busca una de nuestras añejas botellas, y verás como nos inspira lo
que hemos de hacer para salir airosos de tu empeño.
Entráronse ambos, y todo quedó en
silencio; concertándose un plan tan descabellado y diabólico como
podía salir de la cabeza de D. Pedro de Angulo.
A los pocos días llegó el jueves
santo, nuestra magnífica catedral, cuyas bóvedas aparecen casi
siempre desiertas, estaban aquella noche llenas por un inmenso
gentío, que había acudido al Miserere y a rezar ante su magnífico
monumento; delante de este veíase a un joven arrodillado, fija su
vista eun un breviario que tenía en sus manos, y al parecer
devotamente orando. Este era D. Luis de Góngora; tranquilo parecía,
cuando de pronto, sintiendo el ruido de una saya de seda, clavó sus
ojos en una dama que pasaba cerca de su sitio, levantóse en seguida
y sin esperar relevo, se marchó con pasos precipitados; en una de
las capillas mudó su traje, y saliendo al patio de los naranjos
donde lo aguardaba D. Pedro de Angulo, juntos se fueron por el
postigo aún llamado de la Leche.
Cuando Doña Ana de Aragón acabó
de rezar, salió del templo seguida de su dueña, dirigiéndose por
la Judería, sin reparar en dos embozados que allí había, hasta que
a poco notó que la seguían; aceleró entonces el paso, y en la
calle de los Deanes se arrojaron a ella, y tomándola uno en brazos y
el otro tapándole la boca, echaron a correr cuanto tan buena carga
les permitía; más, como no contaron con la dueña, ésta empezó a
dar gritos, que unidos a los que confusamente exhalaba su señora,
acudió gente, escandalizada por tanto ruido en una noche destinada a
la oración y al cilicio; los dos jóvenes anduvieron cuanto les fue
posible, pero viéndose casi en poder de sus perseguidores y
queriendo no ser conocidos, soltaron a la señora y huyeron por la
calle de Jesús Crucificado sin que los pudiesen alcanzar..
El escándalo se había dado, y tras
él vinieron nuevos y naturales disgustos; la justicia tomó parte en
el asunto, y hasta la inquisición pretendió encauzar a D. Luis por
su carácter de ordenado, aún cuando no era sacerdote; por otro lado
Doña Ana de Aragón no pudo ocultar lo ocurrido a su esposo D.
Rodrigo de Vargas, mucho mñas cuando su inocencia así lo exjía. No
tardo éste en escribir a D. Luis un billete en que lo retaba a un
desafío en unión de D. Pedro de Angulo, principal autor de toda
aquella escandalosa escena, citándolos al amanecer del sábado,
junto a la Torre de la Malmuerta.
Ante todo era D. Luis caballero; no
se quedaba en zaga de su primo D. Pedro de Angulo, y aún cuando sus
conciencias les recordaban la lijeresa con que obraron, no dudaron un
momento en acudir a la cita.
Amaneció el sábado, y bien pronto
se vieron junto a la Torre cuatro caballeros embozados y con sus
correspondientes armas, eran los tres que conocen nuestros lectores y
D. Pedro de Hoces, amigo y primo de D. Rodrigo de Vargas, que hacia
suya la ofensa que se le había inferido, y uníase con él para
vengarla.
Saludarónse cortésmente los cuatro
competidores, emprendiendo su marcha hasta el arroyo de las Piedras,
donde, en el sitio más oculto, empezaron a batirse con el mayor
ahínco; todos dieron muestras de gran valor, más la suerte, se
decidió hacia los más ofendidos; D. Pedro de Hoces le dio a Angulo
una terrible estocada que le pasó por el pecho, en tanto que D.
Rodrigo de Vargas asestó una cuchillada en la cabeza a su contrario,
a cuyos golpes ambos cayeron en tierra. Sin perder tiempo, los
vencedores los recomendaron a unos hombres, de los muchos que como
braceros salían a sus trabajos en la sierra, y ellos se vinieron a
Córdoba, refugiándose en el Colegio de los Jesuitas, donde nadie
los vió entrar..
Como eran dos caballeros de tanto
nombre entre los cordobeses, fueron conocidos por los trabajadores,
quienes no sólo trajeron a los heridos, sino que dieron cuenta a la
justicia de los ocurrido y los nombres de Hoces y Vargas; no se hizo
esperar la formación del proceso ni la busca de los delincuentes,
registrando todos los conventos de la ciudad, penetrando hasta en los
enterramientos familiares, llegaron, por último al Colegio de Santa
Catalina, en el que hicieron lo mismo; más los jesuitas los llevaban
dando la vuelta detrás de la justicia, y cuando ésta salió de la
bóveda en que yacía el fundador D. Juan Fernández de Córdoba, les
hicieron entrar en ella, colocándole la losa y dejándolos dentro
con unas velas encendidas; allí estuvieron más de un mes, leyendo
vidas de santos y otros libros devotos, aunque no lo eran mucho, en
tanto que los heridos se curaban, gracias a un médico que le decían
el doctor Calderón, al que D. Pedro de Angulo le ofreció quinientas
coronas de oro y el mejor de sus caballos si salvaba la vida de su
hijo, oferta que la cumplió a su tiempo. Ya sanos, empezaron también
las conferencias de las familias, logrando arreglar el asunto, y
quedar todos amigos. D. Luis de Góngora recibió entonces las
últimas órdenes, y a poco se marchó a Madrid, donde brilló entre
los primeros ingenios de su tiempo.