PELUSA
Hoy
que las cuestiones agrarias constituyen la nota de actualidad y el
campesino es una de las figuras mas salientes de Andalucía, creemos
oportuno dedicar un recuerdo a uno de los tipos populares de Córdoba,
agricultor originalísimo, como acaso no hubo otro, al menos en
nuestra región.
Nos
referimos a Pelusa,
un hombre que sin poseer fincas rústicas en propiedad ni en
arrendamiento, ha logrado sacar adelante a numerosa familia con los
productos de la tierra. ¿Cómo conseguía esto? pregunta el lector;
ingeniándose, a costa de trabajos, viviendo casi como los primeros
pobladores del mundo.
Pelusa,
su nombre y apellidos no han llegado a nosotros y acaso él mismo los
ignore, improvisaba una huerta en el filo de una espada. Donde quiera
que había un pedazo de terreno del común de vecinos, aunque fuese
del tamaño de un pañuelo, con tal de que estuviera próximo al río
o a un arroyo sentaba sus reales y, como por arte mágico, surgían
allí legumbres y hortalizas que competían, ventajosamente, con las
producidas en las fincas mejor cultivadas.
Con
pedazos de esteras, latas viejas, trapos y cuanto encontraba
construía un chozón que le servía de albergue en días de lluvia,
pues durante el buen tiempo él y su numerosa prole pasaban la vida a
la intemperie, sin que los rigores del frío ni del calor les
produjeran efecto. Delante de la choza formaba la huerta con sus
tablas diminutas,
cada una de ellas destinada a una hortaliza o una legumbre.
Labrábalas con esmero, valiéndose de herramientas que él mismo
construía con palos, flejes y pedazos de hierro que buscaba;
recurría a los vaciaderos de inmundicias para proveerse de abonos; a
falta de noria con cacharros viejos acarreaba el agua para el riego,
del río o del arroyo inmediato.
En
todas estas operaciones ayudábanle eficazmente su mujer y sus
numerosos hijos que, todas las mañanas, iban al mercado para vender
los productos de su finca,
cuando no los vendían en ésta, porque Pelusa
tenia muchos parroquianos, merced a
la buena calidad del género.
Sus pimientos llamaban la atención por lo grandes y sanos; buscábase
sus lechugas por lo sabrosas, pero principalmente sobresalían los
tomates; era la especialidad de este original agricultor. Ignórase
dónde adquirió una semilla no cultivada en Córdoba que producía
unos tomates muy encarnados, muy redondos, tersos, sin una arruga,
semejantes a guindas de descomunal
tamaño.
El
público se los disputaba, pagándolos a precios elevados. La
improvisada huerta apenas producía diariamente el dinero necesario
para adquirir el pan que la prole del agricultor devoraba y, en su
virtud, aquella familia tenía que ser vegetariana a la fuerza; sólo
se alimentaba con legumbres, excepto cuando los chiquillos lograban
coger unos peces, unas ranas o unas anguilas. Entonces celebraban un
verdadero banquete preparando un arroz con pimientos y pescado, que
era para ellos el manjar de los dioses.
Siempre
destinaba una faja de terreno a melonar, no para vender los melones
sino porque, en el verano, constituían la base de su alimentación.
Huelga decir que, si apenas podían atender a la subsistencia, les
era imposible estar medianamente vestidos. Por esta causa los
chiquillos pequeños ostentaban el
económico y fresco traje de Adán y las muchachas cubrían su cuerpo
únicamente con unos camisones de recio y oscuro lienzo de San Juan.
Los
hijos de Pelusa podían
ser calificados de anfibios; pasaban tanto tiempo en la tierra como
en el agua. Apenas concluían de ayudar a sus padres en los trabajos
de la huerta zambullíanse en el río o en el arroyo
inmediato, aunque fuera en invierno, y
allí se pasaban horas y horas dedicados a la pesca y a los
ejercicios de natación. Y toda aquella gente
menuda, habituada al trabajo y a las
privaciones, cuya piel curtida por los vientos, el agua y el sol,
acaso no traspasaban el calor y el frío, criábase saludable,
rolliza, sin saber lo que era una enfermedad ni un ligero dolor de
cabeza.
Pelusa
variaba frecuentemente de finca,
unas veces por conveniencia propia y otras porque le obligaban a
abandonar el campo de sus operaciones. Tan pronto le veíamos en las
márgenes del arroyo que hay detrás del cuartel de Alfonso XII como
en los Pelambres, en el Arenal o en el pago de huertas de la
Fuensanta. Donde permaneció más tiempo y pudo dar más impulso a su
negocio fue en la Alameda del Corregidor.
Aunque
apegado al terruño y esclavo del trabajo algunas veces solía echar
una cana al aire; su ocurrencia más
feliz fue, sin duda, la que tuvo un Carnaval; se vistió de máscara,
con todos sus hijos, colgándose cuantos guiñapos pudieron reunir, y
los chiquillos delante y el detrás, muy serio, guiándolos con una
caña como si se tratase de una manada de pavos recorrieron la
población entre la carcajada unánime que provocaba en el público
la ocurrencia.
Pelusa,
que no era ambicioso ni antojadizo, tuvo durante muchos años un
deseo vehemente y al fin logró satisfacerlo a costa de grandes
privaciones; ese deseo consistía en poseer un reloj.
El día en que pudo comprarlo fué el
más feliz de su vida y él se consideró el más dichoso de los
mortales.
Hoy,
el original agricultor, ya cargado de años, si aún vive, estará a
expensas de sus hijos o implorando la caridad pública, y es seguro
que ese pobre hombre, si hubiese encontrado un protector, una persona
dispuesta a facilitarle un pedazo de tierra algo mejor que las de que
siempre dispuso, unos humildes aperos de labranza y una modesta
yunta, habría logrado, merced al trabajo y la perseverancia, sus dos
características, ocupar un puesto entre los labradores cordobeses.
Junio,
1919.
Notas
cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol. 6 (1925). Ricardo de Montis
Ed.
2021 de la Red Municipal de Bibliotecas de Córdoba