miércoles, 24 de septiembre de 2025

La soledad en las personas mayores: un perfil de riesgo Josefa Ros Velasco

 

Hablar de la soledad es casi tan difícil como hacerlo del aburrimiento. Ambos son fenómenos conocidos por todos. Los llevamos padeciendo de forma cotidiana desde que tenemos memoria individual y colectiva. Los hemos descrito en tratados filosóficos y convertido en el hilo conductor de infinidad de narraciones literarias, buscando despojarlos de su carácter absoluto. Exploramos con desconfianza su raigambre patológica. A unos nos afectan más que a otros, depende de la persona que seamos y del contexto que nos envuelve. Hay quienes los persiguen a conciencia, esperando hallar en ellos la lucidez de la que carecen. Otros los rehúyen a toda costa, temiendo llegar a verse consumidos en el dolor insondable que provocan. Deseamos aproximarnos a ellos, no obstante. Queremos objetivarlos y prepararnos para degustar su sabor agridulce, pero esa manera única que tienen de manifestarse en cada uno de nosotros hace a menudo fracasar nuestro empeño por conocerlos. 

¿Qué sabríamos de estos compañeros tortuosos sin el esfuerzo de quienes los investigan sin descanso? ¿Acaso tenemos que saber algo? ¿No basta con vivirlos en nuestras propias carnes? No, si representan un peligro para el bienestar físico y mental de sus potenciales víctimas. No siempre es el caso, por fortuna. De hecho, la mayoría de las veces no lo es. Pero no puede negarse que, de cuando en cuando, la soledad y el aburrimiento se convierten en nuestros peores enemigos, nos angustian y asfixian, arrebatándole a la vida todo su sentido. En esos momentos agradecemos contar con una guía, un haz de luz que nos ayude a comprender qué nos pasa, por qué nos pasa y, quizá lo más importante, cómo hacer que deje de pasarnos. 

Acabo de finalizar la lectura del informe publicado por Cruz Roja Navarra sobre la experiencia de la soledad en los mayores, titulado La soledad en las personas mayores que viven solas (2021), y reconozco en él uno de esos trabajos que contribuyen a esclarecer los misterios de estas intrincadas torturas del espíritu en un sector de la población que, con frecuencia, tendemos a pensar que es vulnerable, como pocos, a la soledad y al aburrimiento: el de las personas mayores que viven solas. Bajo el liderazgo de Juanjo San Martín Baquedano y Esther Jiménez Martín, un equipo multidisciplinar —apoyado en instituciones como la Fundación La Caixa, el Observatorio de la Realidad Social de Navarra o la UPNA, entre otras— tomó la iniciativa de ponérnoslo un poco más fácil y analizar el alcance de esta suposición centrándose en la soledad. ¿Qué es?

¿Cómo afecta a los mayores que viven solos? ¿De qué factores depende su aparición? ¿Es inherente a la condición de vivir solo? ¿Puede la soledad ser deseada? En sus páginas vamos a encontrar respuestas a todas estas preguntas. 

Pero primero, un poco de background. La Cruz Roja lleva trabajando con mayores desde hace más de 20 años, a lo largo de los cuáles ha podido comprobar que los cambios en los modelos de familia y de cuidado que han tenido lugar en las últimas décadas vienen a veces aparejados de la soledad no deseada que ataca a quienes viven en hogares unipersonales. No es algo que suceda de forma generalizada, sino en determinados casos que comparten algunos ingredientes comunes. En el año 2019, esta constatación se puso sobre la mesa, aprovechándose la celebración de la IX Asamblea General de Cruz Roja Española en Madrid, para plantear la necesidad de estudiar las variables que condicionan la posible aparición de la soledad no deseada en las personas mayores que viven solas. ¿Dónde estaba la clave? ¿En la edad? ¿En el sexo? ¿Quizá en el estado civil? ¿Por qué no en el nivel de estudios? ¿Sería cuestión de renta? ¿De origen? ¿O tal vez el peso recayese en los apoyos personales y materiales con los que se cuentan? Como objetivo para los siguientes años, se estableció la prioridad de resolver estas incógnitas para dibujar un perfil de riesgo en base a estas y otras variables y ofrecer recomendaciones para abordar los supuestos urgentes y evitar futuros casos problemáticos. La soledad en las personas mayores que viven solas es el resultado de aquella declaración de intenciones que se materializa tan solo dos años más tarde en un documento de libre acceso. 

En este tiempo, los de Cruz Roja Navarra han desarrollado un proyecto de trabajo que pasa por distintas fases. Primero, han llevado a cabo una revisión literaria no sistemática sobre una amplia variedad de bibliografía enfocada en el abordaje de la soledad en los mayores. A la hora de definir qué es la soledad, han apostado por la aproximación de los modelos interaccionista y cognitivista que la achacan a la insuficiencia o la falta de calidad de las relaciones que cada cual requiere para satisfacer sus necesidades sociales, distinguiendo, a su vez, entre la soledad emocional, consecuencia de la ausencia de vínculos íntimos, y la soledad social, que deviene de la carencia de amistades y de integración en la comunidad. Posteriormente, han diseñado un estudio mixto consistente en un primer acercamiento a una muestra a través de entrevistas estructuradas y un segundo dedicado a las entrevistas en profundidad. Finalmente, han elaborado el perfil de riesgo de las personas mayores que viven solas y que sufren o podrían sufrir soledad en función de unas características compartidas y nos han ilustrado sobre cómo focalizarnos en estas para evitar que el problema llegue a cristalizar durante el proceso de envejecimiento.      

Limitándose a la Comunidad Foral de Navarra, el equipo trabajó con 400 voluntarios mayores de 65 años de ambos sexos que vivían solos en entornos urbanos y rurales. Se les preguntó por su estado civil, por sus estudios, sus ingresos, su origen, si disponían o no de apoyos familiares o de otra índole, si eran usuarios de las nuevas tecnologías, sobre cómo percibían su estado de salud, las opciones de ocio a su alcance y, por supuesto, se les interpeló acerca de su sensación de soledad. El 64% de ellos resultó presentar algún grado de soledad en los test —aunque luego fueron muchos menos los que admitieron sentirse solos en las entrevistas en profundidad (46.3%)—. ¿A qué perfil respondían los más perjudicados por la soledad no deseada?

Eran los hombres, especialmente mayores de 85, residentes en zonas urbanas. Varones mayores que no recibían la atención deseada por parte de sus familiares, pero que tampoco querían reclamarla por miedo a convertirse en una carga. Sujetos aislados, resignados, que apenas realizaban actividades de ocio o se relacionaban con otras personas y que no habían descubierto las virtudes de la tecnología para hacerlo. La cosa empeoraba para quienes no eran autóctonos de Navarra, y todavía era más preocupante si cabe para los extranjeros. Los que se mostraban, además, derrotistas frente al envejecimiento y percibían su salud como mala, tenían ya todas las papeletas para ser presas de la soledad. Por contrapartida, las mujeres menores de 80, residentes en entornos rurales, despreocupadas por el caso que les hiciesen sus familiares, comprometidas con la participación social y apasionadas por el ocio, con buena percepción de su salud y de la vida y con relaciones amistosas, eran las más protegidas frente a la soledad no deseada. Aquellas incluso estimaban la soledad por representar esta un espacio de intimidad y reencuentro consigo mismas al final de la vida.  

El análisis desglosado en La soledad en las personas mayores que viven solas muestra que la experiencia negativa de la soledad en este grupo poblacional depende básicamente del sexo, la edad, el lugar de residencia y, muy especialmente, de la disponibilidad de apoyos familiares y el acceso al ocio. En las entrevistas en profundidad, los participantes hicieron hincapié en la obsolescencia del modelo de cuidados tradicional en el que ellos habían sido educados. Aun deseando ser atendidos por la familia, preferían suplir esta carencia por medio de las amistades, los voluntarios y los cuidadores con los que se establecen relaciones paritarias. Sin embargo, eran conscientes de que las redes sociales se irían estrechando cada vez más a causa de la edad y la mala salud asociada, como si estuviesen mentalizados de que no hay más destino que abrazar que el del aislamiento autoimpuesto. 

En lo que respecta al ocio, manifestaron sus quejas acerca de la escasez de recursos en las zonas rurales y periféricas, de la poca variedad de actividades ofertadas y de la inexistente personalización de estas. ¡Se lamentaron de que nadie les hubiese pedido opinión a la hora de diseñar propuestas de entretenimiento! Esto nos suena, ¿verdad? Para combatir el aburrimiento en compañía —pues ahí está el quid de la cuestión, si queremos atajar dos problemas que se retroalimentan— están los paseos grupales en la naturaleza, las visitas a bares y a cafeterías, los viajes del IMSERSO y un reducido, anticuado y homogéneo abanico de actividades que pasan por la visita al club de la tercera edad o al hogar del pensionista, entre las que destacan el bingo y el dominó, alejadas, desde todo punto, del deseable objetivo de la intergeneracionalidad. 

La conclusión de este ilustrativo trabajo podría resumirse en la siguiente frase que diagnostica y resuelve el conflicto: “La persona mayor necesita sentirse querida e importante para alguien. Sentirse escuchada” (p. 153). No solo la persona mayor. ¡Cualquiera necesita querer y que le quieran, escuchar y que le escuchen! Precisamos que se nos tenga en cuenta y tener en cuenta a los que nos rodean. Valernos de los demás y que los demás se valgan de nosotros. El hecho de sentirnos escuchados hace que nos creamos también importantes, valorados, necesarios, útiles, si se quiere. El remedio frente a la soledad no deseada está en tener la oportunidad de seguir creciendo como personas junto a otros que signifiquen realmente algo en nuestro proyecto y para los que signifiquemos algo a un mismo tiempo. 

Una vez más, un informe de estas características cierra con una llamada de atención a las instituciones, responsables de gestionar este riesgo y de construir puentes para que los mayores se vean apoyados e integrados en la sociedad, respetados como dueños de sus propias vidas. Con las mejores intenciones, el grupo de Cruz Roja Navarra comparte con quien esté interesado un conjunto de recomendaciones que van desde las intervenciones grupales que permiten la verbalización de las preferencias y preocupaciones de los mayores, de sus especificidades y demandas, hasta las tertulias y los debates mediados por la tecnología o los planes preventivos para el tránsito hacia la jubilación. El reto de detectar quiénes están en riesgo de sufrir la soledad no deseada ya lo han superado ellos. ¿Quién recogerá el testigo de elaborar proyectos sostenibles para prevenirla?

Son muchos los frentes desde los que se está empezando a tomar conciencia de la repercusión que la soledad no deseada tiene en el bienestar de las personas mayores y a partir de los cuáles se plantean ya fórmulas para poner fin al calvario de quienes conviven con ella, especialmente desde que comenzó la pandemia. Las estrategias nacionales todavía no recogen medidas específicas para paliarla, pero, al menos, todos podemos observar, desde hace algún tiempo, que la cuestión de la soledad no deseada gana protagonismo en las agendas políticas y en los medios de comunicación de forma paulatina. ¡Ya me gustaría que sucediese lo mismo con el aburrimiento! ¿Tiene algún sentido abordar el problema de la soledad no deseada sin prestar atención simultáneamente al aburrimiento? La respuesta es no, como demuestran los autores de La soledad en las personas mayores que viven solas. 

Reconozco que el grupo de Juanjo y Esther me ha sorprendido gratamente, dedicándole al tema del aburrimiento el espacio que merece para cumplir con sus objetivos. Si he de ser sincera, cuando topé con este título en internet, lo primero que pensé fue que, como en tantos y tantos otros, se iba a obviar la inseparable relación que se establece naturalmente entre ambos estados. Pero me equivoqué, por suerte. En sus páginas se hace ver con claridad que aburrimiento y soledad son dos caras de una misma moneda y que nos afectan de manera muy parecida: ambos estados dependen de uno mismo y del entorno; de variables sociodemográficas como la edad, el sexo, la renta, el nivel de estudios, el lugar de residencia, etc.; están provocados por un desajuste entre las expectativas/la necesidad y la realidad; afectan a la salud física y mental… Los paralelismos son infinitos, pero el más llamativo, a mi juicio, es que tanto la soledad como el aburrimiento son partes de nuestra vida de las que nos avergonzamos porque nos hacen sentir fracasados. 

Poner la mirada sobre uno, ignorando al otro, es quedarse a medio camino. Los de Cruz Roja Navarra han recorrido el camino entero, con la profundidad adecuada que requerían sus propias metas. Con todo, si algo tengo que recriminarles es que no se haya establecido el vínculo entre soledad y aburrimiento de forma todavía más explícita y que el buen número de fuentes bibliográficas que abordan los dos fenómenos de manera conjunta esté ausente. Es algo comprensible, porque la preocupación por el aburrimiento apenas está empezando a dejarse ver. Si realmente se desea dar un paso al frente de manera definitiva para erradicar la soledad no deseada, los estudios y las recomendaciones ya no pueden excluir nunca más al aburrimiento de la ecuación. 

Como muchos lectores de este blog saben, yo estoy estudiando el aburrimiento en el contexto de las personas mayores que viven institucionalizadas en la Comunidad de Madrid. Estoy convencida de que los futuros proyectos de Cruz Roja en materia de soledad y los míos propios centrados en el aburrimiento podrán beneficiarse mutuamente de un trabajo conjunto capaz de estar a la altura de las circunstancias. Desde aquí lanzo la pelota. 


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Cumplir años con una buena red: cuidar las relaciones cuando envejecemos, es clave Rosanna Carceller

 

Hace unas semanas hablaba sobre Alzheimer y demencia con el doctor Pablo Villoslada, Jefe de Neurología del Hospital del Mar de Barcelona y Codirector del Centro de Salud Cerebral del Barcelonaβeta Brain Research Center (BBRC), de la Fundación Pasqual Maragall. Durante la conversación, pronunció una frase que me pareció de lo más llamativo, una idea de la que creo que no somos conscientes. “Lo más difícil que hace nuestro cerebro es intentar entender a otra persona, mucho más complicado que hacer matemáticas, física o escribir un libro. Intentar entender a otras personas y socializar en ambientes donde hay estrés es todo un reto”.  Así resumía el doctor Villoslada la respuesta a la pregunta de cuál es el mejor ejercicio para prevenir el envejecimiento cerebral. Y es que, aunque nos empeñemos en completar sudokus y asistir a talleres de estimulación cognitiva cuando ya tenemos una cierta edad, lo mejor que podemos hacer por nuestra salud física y mental es mantener unas buenas relaciones sociales, tener una red de contactos y de cuidados enriquecedora.

Más allá de la prevención de enfermedades neurodegenerativas, las relaciones sociales son clave en la longevidad. Tendemos a pensar que nuestro buen envejecer depende de la alimentación, del deporte que hacemos, y de nuestra genética. Y sí, son factores importantes. Pero los especialistas, gerontólogos, psicólogos o psiquiatras, expresan ya con unanimidad que las relaciones, la red de apoyo, es lo más determinante. ¿El motivo? “Las relaciones sociales nos ayudan a regular el estrés. Cuando tenemos un desafío, es crucial que el cuerpo vuelva a un equilibrio y hemos visto que si nos pasa algo malo y podemos volver a casa y contárselo a la pareja, amigos o hijos, el cuerpo se equilibra”. Me lo contaba a su paso por Barcelona el psiquiatra Robert Waldinger, codirector del mayor estudio sobre la felicidad y el bienestar que se ha hecho en la historia —y que está en marcha desde hace 80 años—.

Waldinger, profesor de la Harvard Medical School, dirige el The Harvard Study of Adult Development (el estudio de Desarrollo Adulto de Harvard). Según él, “vivir rodeado de relaciones de cariño, protege nuestro cuerpo y nuestra mente”. Y es que la soledad es una pandemia mundial, “a las personas que viven solas les sube mucho el cortisol, la hormona del estrés y también tienen niveles de inflamación mucho más elevados. Por eso, la soledad puede causar enfermedades cardiovasculares o articulares, además de depresión, ansiedad, pérdida cognitiva, y malestar mental y psiquiátrico”, cuenta el psiquiatra. Este hallazgo les sorprendió a él y a su equipo. “No creíamos los datos cuando encontramos que las relaciones sociales protegen la salud física”, confesaba.

En efecto, somos animales sociales y vivimos más y mejor con buenas relaciones. Inciden en este mensaje voces variadas, desde disciplinas diversas y también estudios. Uno de los más recientes sobre el tema es el que publicó hace pocos meses el Journal of the American College of Cardiology: Advances, elaborado por especialistas de Mayo Clinic. Según las conclusiones de esta investigación, Association Between Social Isolation With Age-Gap Determined by Artificial Intelligence-Enabled Electrocardiography, el aislamiento social puede acelerar el envejecimiento biológico y aumentar el riesgo de mortalidad. Los participantes con una vida social más activa tenían un envejecimiento biológico más lento, sin que influyesen su edad ni su género. Amir Lerman, cardiólogo y autor principal del estudio, afirmaba que “el aislamiento social asociado a las condiciones demográficas y médicas parece ser un factor de riesgo significativo para el envejecimiento acelerado”.  

Para mantener una red afectiva rica y estable existen múltiples sugerencias de los expertos. En primer lugar, participar en actividades que cada uno considere productivas o relevantes, sentirse útil, tener un propósito. Hacer un voluntariado contribuye a mejorar el estado de ánimo y la red de contactos. Aprender estimula también la mente a cualquier edad, ya sean idiomas, nuevas habilidades manuales, la práctica de algún deporte o el dominio de algún nuevo instrumento; y es que conocer a personas con intereses similares es un gran estímulo vital. Otra de las estrategias que recomiendan desde el NIA (National Institute on Aging, Instituto Nacional de Envejecimiento de Estados Unidos), es programar tiempo diario para escribir o llamar a familiares y amigos. Conocer a los vecinos es también una buena manera de tener buenos vínculos, cercanos, así como participar en las actividades de asociaciones del barrio u otras entidades. Unirse a causas de la comunidad en la que se vive puede ser una buena vía para estar conectado con el entorno social. 

Una gran idea en todo ese cúmulo de propuestas es la intergeneracionalidad de la que tanto se habla ahora: la variedad de generaciones (de edades) en el entramado de personas que configuran nuestras relaciones. Cuanto más diversa esta red —etariamente hablando—, más pluralidad de ideas y puntos de vista nos enriquecerán.

En su enorme libro —no por su tamaño, sino por su valor— Yo vieja (Capitán Swing), la doctora en psicología Anna Freixas ofrece algunos maravillosos capítulos sobre la importancia de la conexión de los mayores con su entorno, y resume sus consejos en varias listas. En una de ellas, sugiere: “Cuida tus afectos y relaciones. Mantente conectada. Escucha, pregunta, interesante por los demás, sin pasarte. Participa en la vecindad y comunidad. Cultiva tu red social. Haz nuevas amigas. Procura mantener relaciones de disfrute, no de servicio o dependencia. Ríe, sonríe, abraza. No cuentes batallas ni el catálogo de enfermedades. No pierdas por una nimiedad relaciones de calidad”. Y en otra, propone: “Milita, participa en asambleas, manifestaciones, acciones colectivas. Contribuye a alguna causa”.

Son infinitas, pues, las acciones que están de nuestra mano para cuidar nuestra red social. Y la importancia de esta, es mayúscula.


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Mujeres y longevidad: más años de vida, pero no siempre de salud Aïda Solé Auró

 

España se encuentra entre los países del mundo donde se vive más años, junto a regiones de Japón, Italia, Corea del Sur o Suiza. Como ocurre en la mayoría de los países desarrollados, las mujeres españolas viven más años que los hombres. Según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística, la esperanza de vida en España se sitúa en torno a los 83,8 años. Si lo desglosamos por sexo, las mujeres alcanzan una media de 86,3 años al nacer, mientras que los hombres viven, de media, hasta los 81,1 años. Esta diferencia de algo más de cinco años no es exclusiva de nuestro entorno, sino que refleja una tendencia global: en todo el mundo, las mujeres viven más que los hombres.

A primera vista, podría parecer una buena noticia. Pero si se mira con atención, hay un detalle importante: aunque ellas viven más tiempo, también lo hacen con más enfermedades, más dolor crónico y mayor deterioro cognitivo. Es decir, viven más, pero no necesariamente mejor. Esta aparente contradicción se conoce como la "paradoja de género en salud", y ha sido objeto de numerosos estudios. Y, ¿qué significa vivir con mala salud? Para valorar si una persona tiene buena o mala salud, se pueden utilizar distintos indicadores. Algunos de los más comunes son la presencia de enfermedades crónicas, el estado de salud autopercibido o el deterioro cognitivo, que incluye la pérdida de memoria, la falta de atención y otras funciones mentales. Estas medidas de salud nos permiten calcular lo que se conoce científicamente como "esperanza de vida no saludable": es decir, los años que una persona puede esperar vivir con algún tipo de enfermedad o deterioro que afecte su bienestar diario.

Además del indicador de salud utilizado, hay otros factores sociales, económicos, culturales, comportamentales, etc. que podrían ayudar a explicar los motivos de una brecha entre hombres y mujeres en la cantidad de años vividos con mala salud. El nivel educativo es un determinante poderoso de la salud en la vida adulta, y actúa a través de múltiples vías, incluyendo el acceso a recursos materiales, la alfabetización en salud, y los recursos sociales y cognitivos. Aunque las asociaciones entre un bajo nivel educativo y peores resultados en salud están científicamente bien documentadas, aún no se comprende de manera suficiente hasta qué punto estas asociaciones varían entre diferentes dominios de la salud, subgrupos demográficos y contextos institucionales. De aquí que nos preguntamos qué pasa en el contexto español: ¿Vive peor quien tiene menos estudios? ¿Esa desventaja afecta más a las mujeres? ¿La educación puede ser un escudo frente al deterioro en la vejez?

Varios investigadores han estudiado la relación directa entre educación y salud en la población española. A mayor nivel educativo, tanto hombres como mujeres viven menos años con problemas de salud. Asimismo, las mujeres viven más años en mala salud que los hombres, en todos los niveles educativos, aunque también viven más años en buena salud (dada su mayor esperanza de vida). Sin embargo, al centrarnos en la diferencia por nivel educativo del tiempo vivido en mala salud, esta es especialmente notable en las mujeres. Por ejemplo, una mujer de 45 años con estudios básicos puede llegar a vivir unos 8 años más con mala salud autopercibida que otra mujer de la misma edad con estudios universitarios. En el caso de los hombres, la diferencia también existe, aunque es prácticamente la mitad, algo más de 4 años. Entonces, la combinación de género y nivel educativo crea una doble desventaja: ser mujer y tener baja educación se traduce en una mayor carga de años vividos con enfermedad.

Esto sugiere que la educación protege especialmente a las mujeres frente a una vejez deteriorada, es decir, ellas se benefician en mayor medida del impacto positivo de la educación sobre la salud. ¿Por qué ocurre esto? La educación suele estar relacionada con mejores condiciones laborales, mayores ingresos, más conocimiento sobre hábitos saludables y un mejor acceso al sistema sanitario. La educación, a menudo vista solo como una herramienta para encontrar empleo, es también una poderosa medicina preventiva ya que da más capacidad para tomar decisiones informadas sobre la propia salud. Además, las mujeres con menor nivel educativo suelen verse más afectadas por desigualdades acumuladas al largo de la vida: trabajos precarios, mayores responsabilidades familiares, estrés crónico o menos tiempo para el autocuidado. En conjunto, todos estos factores, tienen un impacto en nuestra calidad de vida. Y aquí entra la paradoja: aunque las mujeres viven más, eso no necesariamente es una ventaja si esos años están marcados por la mala salud. Lo que en términos demográficos parece un logro, desde la experiencia cotidiana puede vivirse como una carga.

Ahora bien, no conviene olvidar el otro lado de la moneda: incluso las mujeres con bajo nivel educativo viven más años en buena salud que los hombres del mismo nivel, lo que matiza la aparente paradoja. Una explicación por qué ocurre esto está en los distintos perfiles de enfermedad. Entre las mujeres predominan más enfermedades crónicas como el dolor lumbar, que afectan a la calidad de vida, pero no necesariamente a la supervivencia. En cambio, entre los hombres son más frecuentes la diabetes, la obesidad y las enfermedades cardiovasculares, que están más ligadas a la mortalidad. Es decir, los hombres mueren antes, pero también acumulan menos años en mala salud porque sus enfermedades son más letales.

Entonces, una de las formas más efectivas de reducir esta brecha en salud es invertir en educación, especialmente entre las mujeres con un bajo nivel educativo. Aunque los beneficios de más años de escolarización no se ven de forma inmediata, a largo plazo se traducen en una mejor calidad de vida, más salud y menos desigualdades. Esto es especialmente relevante en un país como España, que está experimentando un cambio demográfico importante caracterizado por el rápido envejecimiento de la población y donde muchas mujeres mayores de 65 años pertenecen a generaciones con bajos niveles de escolarización. De hecho, las mujeres europeas han experimentado una gran expansión en su nivel educativo durante la segunda mitad del siglo XX, y aunque en España esta expansión se ha producido más tarde, a medida que las cohortes jóvenes, con mayor nivel educativo, envejezcan, podría tener un impacto significativo, incluso sin que se reduzca la prevalencia de salud específica por edad. 

En definitiva, la evolución en la distribución del nivel educativo debería mejorar la esperanza de vida saludable de la población total y reducir la brecha de género en el número de años vividos con mala salud. Sin embargo, mientras esperamos la llegada de cohortes más educadas, reducir los problemas de salud en toda la población —especialmente entre las mujeres con educación primaria o menor— debería ser una prioridad para fomentar un envejecimiento activo y retrasar el proceso de discapacidad. 

Pensar en salud pública no solo implica reforzar hospitales o ampliar coberturas médicas; también significa garantizar una educación equitativa y de calidad desde edades tempranas. Así, con los datos estadísticos en mano se pueden entender historias de vidas muy distintas. Mujeres que viven más, pero no mejor. Hombres que, con más formación, envejecen con más autonomía. Y un sistema social que aún tiene camino por recorrer para que los años extra de vida sean también años de bienestar.

Artículos científicos de referencia: 

Solé-Auró A, Zueras P, Lozano M and Rentería E (2022) Gender Gap in Unhealthy Life Expectancy: ´The Role of Education Among Adults Aged 45+. Int J Public Health 67:1604946. doi: 10.3389/ijph.2022.1604946

Spijker, J. J. A., & Rentería, E. (2023). Shifts in Chronic Disease Patterns Among Spanish Older Adults With Multimorbidity Between 2006 and 2017. International journal of public health, 68(1606259). doi:10.3389/ijph.2023.1606259.


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