Tras
la muerte de sus padres, una niña se ve obligada a cuidar de su hermano
pequeño. Ante la promesa de no permitir que el niño llore jamás, cede
ante sus caprichos. Ambos escapan a través del bosque, huyendo del
peligro.
Dan Auta, un cuento de José Ortega y Gasset
Una
vez, hace mucho tiempo, en un tiempo que está en la espalda del tiempo,
se casó un hombre con una mujer. Solos se fueron al bosque, cultivaron
la tierra y se hicieron cuanto necesitaban. Tuvieron una hija que
llamaron Sarra. Pasaron soles y soles, y cuando Sarra era ya moza,
tuvieron otro hijo, tan pequeño, que le llamaron Dan-Auta. Poco después
el padre enfermó. “Me muero” —se dijo el padre, y llamó a Sarra—; “Me
muero” —le dijo el padre—. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones
y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore nunca”. El padre dijo esto
y se murió.
Poco después la madre enfermó. “Me
muero” —se dijo la madre, y llamó a Sarra—: “Me muero” —dijo a Sarra la
madre—. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida
de que Dan-Auta no llore jamás”. La madre dijo esto y se murió.
Permanecieron
solos en el bosque Sarra y Dan-Auta. Pero les quedaba un granero lleno
de harina del árbol del pan, y un granero lleno de habichuelas, y un
granero lleno de sargo. Sarra dijo: “Con esto tendremos bastante para
alimentarnos hasta que Dan-Auta sea hombre y pueda cultivar la tierra”.
Sarra
se puso a moler maíz para hacer comida. Cuando tuvo la harina delgada,
la puso en una calabaza y la llevó a la choza para cocerla. Luego salió a
buscar leña, dejando solo a Dan-Auta que, menudillo, se arrastraba por
el suelo y apenas podía tenerse sobre los pies. Dan-Auta se aburría, y
acercándose a la calabaza, la volcó; luego tomó ceniza del hogar y la
mezcló con el maíz. Cuando Sarra volvió, al ver lo que Dan-Auta había
hecho, exclamó: “¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has tirado la
harina que íbamos a comer? Dan-Auta comenzó a sollozar. Pero Sarra dijo
en seguida: “¡No llores, no llores, Dan-Auta! Tu Baba (padre) y tu Inna
(madre) dijeron que no llorases nunca”.
Sarra volvió a salir y
Dan-Auta a aburrirse. En el hogar llameaba un tizón. Dan-Auta lo tomó,
y, arrastrándose fuera de la choza, puso fuego al granero de maíz, y al
granero de harina del árbol del pan, y al granero de habichuelas, y al
granero de sargo. En esto llegó Sarra, y, viendo todas las despensas
consumidas por el fuego, gritó: “¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has
quemado todo lo que teníamos para comer? ¿Cómo viviremos ahora?”
Dan-Auta,
al oírla, comenzó a sollozar; pero Sarra se apresuró a decirle: “¡Dan
Auta mío, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases
nunca. Has quemado cuanto teníamos; pero ven, ya buscaremos qué comer”.
Sarra
colocó a Dan-Auta en su espalda y, sujetándolo con su vestido, echó a
andar por el bosque. Sarra encontró un camino y por él caminó hasta
llegar a una ciudad. Acertó a pasar por el barrio del rey. La primer
mujer del rey los recibió y se quedaron a vivir con ella. Cada día les
daba de comer.
Sarra llevaba siempre a Dan-Auta atado a su
espalda. Las otras mujeres le decían: “Sarra, ¿por qué llevas siempre a
Dan-Auta sobre tu espalda? ¿Por qué no le pones en el suelo y le dejas
jugar como los otros chicos?” Y Sarra respondía: “Dejadme hacer mi
hacer. El padre y la madre de Dan-Auta han dicho que no llorase nunca.
Mientras lleve a Dan-Auta sobre mí, no llorará. Tengo que cuidar de que
Dan-Auta no llore”.
Un día dijo Dan-Auta: “Sarra, yo quiero jugar
con el hijo del rey”. Sarra entonces lo puso en tierra, y Dan-Auta jugó
con el hijo del rey. Sarra tomó un cántaro y salió por agua. En tanto,
el hijo del rey cogió un palo y Dan-Auta cogió otro palo. Ambos jugaron
con los palos. El hijo del rey y Dan-Auta se pusieron a darse de palos.
Dan-Auta, de un palo, le sacó un ojo al hijo del rey, y el hijo del rey
quedó tendido.
En esto Sarra llegó. Vio que Dan-Auta había sacado
un ojo al hijo del rey. Nadie estaba presente. El hijo del rey comenzó a
gritar. Sarra dejó el cántaro y tomando a Dan-Auta, salió de la casa,
salió del barrio del rey, salió de la ciudad todo lo de prisa que pudo.
Nadie
estaba presente cuando Dan-Auta sacó el ojo al hijo del rey: pero el
niño gritó. El rey, al oírlo, preguntó: “¿Por qué llora mi hijo?” Sus
mujeres fueron a ver lo que ocurría, y al notar la desgracia, comenzaron
a gritar. Oyó el rey los gritos de sus cuarenta mujeres y acudió
presuroso. “¿Qué es esto? ¿Quién ha hecho esto?” —preguntó el rey—. Y el
hijo del rey repuso: “Dan-Auta”.
“¡Salid! —dijo entonces a sus
guardianes—. ¡Id por toda la ciudad! ¡Buscad por toda la ciudad a Sarra y
Dan-Auta!” Los guardias salieron y miraron casa por casa, pero en
ninguna hallaron lo que buscaban. En vista de ello, el rey llamó a sus
gentes; llamó a todos sus soldados, llamó a los de a pie y a los de a
caballo, y les dijo: “Sarra y Dan-Auta han huido de la ciudad.
Busquémoslos en el bosque. Yo mismo iré con los de a caballo para buscar
a Sarra y Dan-Auta.
Dos días seguidos había corrido Sarra con
Dan-Auta al lomo. Al cabo de ellos no podía más y justamente entonces
oyó que el rey y sus caballeros llegaban en su busca. Había allí un
árbol muy grande, y Sarra dijo: “Subiré al árbol y así podré ocultarme
entre las hojas con Dan-Auta”.
Subió, en efecto, al árbol, con
Dan-Auta a su espalda, y se ocultó en la tupida fronda. Poco después
llegaba junto al árbol el rey con los caballeros. “He cabalgado dos días
-dijo- y estoy cansado; poned mi silla de cañas bajo el árbol, que
quiero descansar”. Así lo hicieron sus hombres, y el rey se tendió en su
silla, bajo la rama donde Sarra y Dan-Auta reposaban.
Dan-Auta se
aburría, pero vio al rey allá abajo, y dijo a Sarra: “¡Sarra!” Sarra
dijo: “¡Calla, Dan Auta, calla!” Dan-Auta comenzó a sollozar. Sarra se
apresuró a decirle: “¡No llores, Dan-Auta, no llores! Tu padre y tu
madre me dijeron que no llorases nunca. Di lo que quieras”. Dan-Auta
dijo “Sarra, quiero hacer pis. Quiero hacer pis encima de la cabeza del
rey”. Sarra exclamó: “¡Ay, Dan-Auta, nos matarán si haces eso; pero no
llores y haz lo que quieras!”
El rey miró entonces a la pompa del
árbol. Vio a Sarra, vio a Dan-Auta, y gritó: “Traed hachas y echemos
abajo el árbol”. Sus gentes corrieron y trajeron hachas. Comenzaron a
batir el árbol. El árbol tembló. Luego dieron golpes más profundos en el
tronco. El árbol vaciló. Luego llegaron a la mitad del tronco y el
árbol empezó a inclinarse. Sarra dijo: “Ahora nos prenderán y nos
matarán”. Un gran churua —un gavilán gigante— voló entonces sobre el
bosque, y vino a pasar cerca del árbol donde Sarra y Dan-Auta reposaban.
Sarra vio al churua. El árbol se inclinaba, se inclinaba. Sarra dijo al
churua: “¡Churua mío! Las gentes del rey van a matarnos, a Dan-Auta y a
mí, si tú no nos salvas”. Oyó el churua a Sarra y acercándose puso a
Sarra y a Dan-Auta sobre su espalda. El árbol cayó y el pájaro voló con
Sarra y Dan-Auta. Voló muy alto sobre el bosque, siguió volando hacia
arriba, siempre hacia arriba. Dan-Auta miraba al pájaro; vio que movía
la cola como un timón, y se entretuvo observándola bien. Pero luego
Dan-Auta se aburría, y dijo: “¡Sarra!” Sarra repuso: “¿Qué más quieres,
Dan-Auta?” Y como Dan-Auta sollozase, añadió: “No llores, no llores, que
padre y madre dijeron que no lloraras. Di lo que quieres”. Dan-Auta
dijo: “Quiero meter el dedo en el agujero que el pájaro lleva bajo la
cola”. Dijo Sarra: “Si haces eso, el pájaro nos dejará caer y moriremos;
pero no llores, no llores, y haz lo que quieras”.
Dan-Auta introdujo su dedo donde había dicho. El pájaro cerró las alas. Sarra y Dan-Auta cayeron, cayeron de lo alto.
Cuando
Sarra y Dan-Auta estaban ya cerca de la tierra, comenzó a soplar un
gran gugua, un torbellino. Sarra lo vio y dijo: “¡Gugua mío! Vamos a
caer en seguida contra la tierra, y moriremos si tú no nos salvas”. El
gugua llegó, arrebató a Sarra y Dan-Auta, y transportándolos a larga
distancia, los puso suavemente en el suelo. Era aquel sitio un bosque de
una comarca lejana.
Sarra avanzó por el bosque con Dan-Auta y
encontró un camino. Caminando el camino llegaron a una gran ciudad, a
una ciudad más grande que todas las ciudades. Un fuerte y alto muro la
rodeaba. En el muro había una gran puerta de hierro que era cerrada
todas las noches, porque todas las noches, apenas moría la ciudad,
aparecía un terrible monstruo: un Dodo. Este Dodo era alto como un asno,
pero no era un asno. Este Dodo era largo como una serpiente gigante,
pero no era una serpiente gigante. Este Dodo era fuerte como un
elefante, pero no era un elefante. Este Dodo tenía unos ojos que
dominaban en la noche como el sol en el día. Este Dodo tenía una cola.
Todas las noches el Dodo se arrastraba hasta la ciudad. Por esta razón
se había construido el muro contra la gran puerta de hierro. Por ella
entraron Sarra y Dan-Auta. Tras el muro, junto a la puerta, vivía una
vieja. Sarra les pidió que los amparase. La vieja dijo: “Yo os ampararé.
Pero todas las noches viene un terrible Dodo ante la ciudad y canta con
una voz muy fuerte. Si alguien le responde, el Dodo entrará en la
ciudad y nos matará a todos. Cuida, pues, de que Dan-Auta no grite. Con
esta condición, yo os ampararé.
Dan-Auta oía todo esto. Al día
siguiente fue Sarra al interior de la ciudad para traer comida. Entre
tanto, Dan-Auta buscó ramas secas y pequeños trozos de madera, que
encontró junto al muro. Luego corrió por la ciudad y donde veía un
makodi, piedra redonda con que se machacaba el grano sobre una losa, lo
cogía. Así reunió cien makodis. Luego se dijo: “Sólo necesito unas
tenazas”. Y andando por la ciudad vio unas abandonadas. Junto al muro
donde había amontonado la leña, colocó los makodis y ocultas bajo ellos,
las tenazas. Nadie advirtió la faena del pequeño Dan-Auta.
A la
vuelta, Sarra le dijo: “Entra en seguida en la casa, Dan-Auta, porque
pronto vendrá el terrible Dodo y puede matarnos”. Dan-Auta repuso: “Yo
quiero quedarme hoy fuera”. Sarra dijo: “Entra en casa”. Dan-Auta
comenzó a sollozar: pero Sarra le dijo inmediatamente: “Dan-Auta mío, no
llores. Tu padre y tu madre dijeron que no llorases nunca. Si quieres
quedarte fuera, quédate fuera”. Sarra entró en la casa donde estaba la
vieja.
Dan-Auta permaneció fuera, sentado ante la casa de la
vieja. Todas las gentes de la ciudad estaban en sus casas y habían
cerrado tras de sí las puertas. Sólo Dan-Auta quedaba a la intemperie.
Corrió al lugar donde había puesto la leña y le prendió fuego. Los
makodis en el fuego se pusieron ardientes como ascuas.
En esto se
sintió que llegaba el Dodo. Subió al muro Dan-Auta, y vio al monstruo
que venía a lo lejos. Sus pupilas brillaban como el sol y como
incendios. Dan-Auta oyó al Dodo que con una voz terrible, cantaba:
—¡Vuayanni agarinana ni Dodo! ¿Quién es en esta ciudad como yo, Dodo?
Cuando
Dan-Auta oyó esto, cantó a su vez desde el muro con todas sus fuerzas
hacia el Dodo: “¡Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta! Yo soy como tú en
esta ciudad; yo soy como tú; yo, Auta”.
Cuando oyó esto el Dodo, se acercó a la ciudad. Llegó muy cerca, muy cerca, y cantó: “¡Vuayanni agarinana ni Dodo!”
Al
cantar esto el Dodo, los árboles se estremecían en el aire, y la hierba
seca empezó a arder. Pero Dan-Auta contestó: “¡Naiyakay agarinana
naiyakay ni Auta!”
Al oír esto el Dodo, se alzó sobre el muro.
Dan-Auta bajó corriendo y se fue junto al fuego, donde relumbraban como
ascuas los makodis ardientes.
El Dodo entonces cantó de nuevo con
voz más terrible que nunca, y Dan-Auta una vez más le contestó. Todos
los hombres en la ciudad temblaron dentro de sus casas al oír tan cerca
la horrible voz del monstruo. Más fiero que nunca, el Dodo comenzó a
repetir su canto:
“¡Vuayanni!…”
Pero al abrir sus fauces
para este grito, Dan-Auta le lanzó con las tenazas diez makodis
ardientes, que le abrasaron la garganta. Enronquecido gritó el Dodo:
“¡Agarinana!…»
Pero
Dan-Auta le hizo tragar otros diez makodis incendiados, que le hicieron
prorrumpir un gran quejido. Entonces, con voz débil, siguió:
“Ni Dodo”
Y
Dan-Auta, aprovechando la abertura de las fauces, le envió el resto de
los makodis. El Dodo se retorció y murió, mientras Dan-Auta, subiendo al
muro, cantó:
“Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta”.
Luego
con un cuchillo que había dejado fuera de la casa, cortó al Dodo la cola
y, ocultándola en un morralillo, entró con ella en la habitación de la
vieja; se deslizó junto a Sarra y se durmió.
A la mañana siguiente
salían de sus casas cautelosamente los habitantes de la ciudad. Los más
decididos fueron a ver al rey. Él preguntó: “¿Qué ha sido lo que esta
noche ha pasado?”
Ellos respondieron: “No lo sabemos. Por poco no
nos morimos de miedo. La cosa ha debido ocurrir junto a la puerta de
hierro”. Entonces el rey dijo a su Ministro de Cazas: “Ve allá y mira lo
que hay”.
El Ministro de Cazas fue allá, y, subiendo, medroso, al
muro, vio al Dodo muerto. Corriendo volvió al rey y dijo: “Un hombre
poderoso ha matado al Dodo”. Entonces el rey quiso verlo, y cabalgó
hasta el muro. Vio al monstruo tendido y sin vida. El rey exclamó: “En
efecto, el Dodo ha sido muerto y le han cortado la cola. ¡Busquemos al
valiente que lo ha matado!”
Un hombre que tenía una yegua, la mató
y le cortó la cola. Otro hombre que tenía una vaca, la mató y le cortó
la cola. Otro que tenía un camello, lo mató y le cortó la cola. Cada uno
de ellos fue al rey y mostró la cola de su animal como si fuese la del
Dodo. Pero el rey conoció el engaño, y dijo: “Todos sois unos
embusteros. Vosotros no habéis muerto al Dodo. Yo y todos hemos oído en
la noche la voz de un niño. ¿Vive por aquí cerca, junto a la puerta de
hierro, algún niño extranjero?”
Los soldados fueron a casa de la
vieja y preguntaron: “¿Vive aquí algún niño forastero?” La vieja
respondió: “Conmigo viven Sarra y Dan-Auta”. Los soldados fueron a Sarra
y preguntaron: “Sarra, ¿ha matado al Dodo el pequeño Auta?” Sarra
respondió: “Yo no sé nada; pregúntenselo a él”. Entonces fueron los
soldados a Dan-Auta y le preguntaron: “Dan-Auta, ¿has matado tú al Dodo?
El rey quiere verte”. Dan-Auta no respondió. Tomó su morralillo y fue
con los soldados ante el rey. Abrió el morralillo y, sacando la cola del
Dodo, la mostró al Rey. Entonces el Rey dijo: “Sí, Dan-Auta ha matado
al terrible Dodo”.
El Rey dio a Dan-Auta cien mujeres, cien
camellos, cien caballos, cien esclavos, cien casas, cien vestidos, cien
ovejas y la mitad de la ciudad.
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