EL DUENDE DE LA CALLE DE ALMONAS
I
¡Oh
tiempo destructor! Tu poderosa e irresistible guadaña lo iguala
todo, corta y cercena las vidas de monarcas y de mendigos y arrasa
hasta perderse el recuerdo, los soberbios castillos no menos que las
miserables chozas. Al ver la casa número 55 de la calle de Almonas,
hoy caduca y desnivelada, no pueden menos de venir a la mente estas
reflexiones tristísimas; ¿quién pudiera creer que fuera en un
tiempo suntuoso palacio? Y sin embargo lo fue. En el siglo XVI en que
se desarrolla nuestra narración, lo era todavía.
Formaba
su centro un patio espacioso, claustrado, con augrelados arcos de
dovelage blanco y rojo como las arquerías de la mezquita; en el
centro un jardín en que la mecedora palma descollaba y hacia el
cielo dirigía sus verdes hojas; grandes salones cubiertos de
alicatados azulejos y de lacerías de estuco, formaban las alas del
palacio y caprichosas tapicerías de seda, aumentaban la riqueza de
las moriscas tarbeas. Artesonados de alfarges completaban la
magnificencia del vetusto edificio.
Era
una noche de invierno y reinaban en el caserón la paz y el descanso,
mientras que en espacio rugían la tormenta y el viento. En solo una
sala se veía luz, la luz de una lámpara de plata que pendía de la
ostentosa techumbre e irradiaba sobre el muro, cubierto de arabescos,
mortecinos y pálidos reflejos. También la chimenea (decorada con
faunos y ninfas, caprichosos seres engendros de los artistas
imitadores de Berruguete y nervios, flores y hojas) se lanzaban por
la desierta sala los tibios rayos de las llamas de un tronco de
encina que en el hogar ardía.
En
un sillón tan antiguo y rico como el palacio, se veía sentada, muda
y triste, una hermosa mujer. Podía contar los veinticinco años,
negros sus ojos, negros sus cabellos, blanca su tez, sonrosada su
boca, su seno levantado. Tal era, como pocas, bella. Parecía absorta
en melancólicos pensamientos acaso amorosos, pero seguramente
tristes.
En
la lumbre del hogar brilló de pronto una llama más intensa que las
otras y delante del fuego apareció de improviso un nuevo personaje.
Era un caballero vestido de rojo de pies a cabeza, con barba y
cabellos jaros, cubierto con montera roja con larga pluma y con
espada al cinto. Su tamaño no era mayor que el dedo pulgar de
cualquier persona.
La
dama no pudo contenerse e hizo un gesto de horror, sus manos
crispadas se clavaron en los brazos del sitial; sus ojos se abrieron
con espanto, se contrajo su boca, no lanzó un grito, no se movió
porque el miedo la tenía presa en el malhadado sillón. Y en esta
actitud permaneció mucho tiempo sin pestañear y sin respirar acaso.
El
hombrecito saludó cortésmente sombrero en mano y después con
acento suave y grato, le hablo así:
«
No me presento ante tus ojos una vez sola que no sienta en el acto
como si acerado puñal atravesara mis carnes y desgarrara mi alma.
Siempre el horror se pinta en tu semblante y, sin embargo, cuán
dulce y grata me es tu presencia ¡Cruel! Mañana me dejarás para
siempre y mis ojos, hidrópicos por mirarte, jamás se recrearan en
tu hermosura. ¡No te veré más! Esta idea desgarra mi alma, que
aunque precita no por eso es ajena a los halagos que el amor ofrece.
Piensa, despiadada mujer, que con tu ausencia vas a arrojar otra vez
mi alma, henchida de tuaa amor, en la tenebrosas tinieblas del
tormento ¿Por qué me huyes? ¿Por qué tiemblas ante mis ojos? Por
que te amo; porque eras la sola ventura de este miserable que en ti
se recrea y contigo olvida cuanto puede recrearse y olvidar un alma
condenada al eterno dolor.
Hace
seis siglos que vago por los espaciosos salones de este palacio que
en otros días habitaron mis padres. Seis siglos que aliento victima
de una maldición no perdonada por el hacedor de mis días; seis
siglos de tormentos inmensos e inacabables y cuantos aún me esperan,
no pudiendo abandonar esta casa ni huir de ella, ni huir de mi mismo
y de mi pensamiento que siempre me acompaña, de mi pensamiento
siempre despierto, siempre gritando: miserable, abofeteaste a tu
padre y no hay para ti ni salvación ni descanso.
Brilla
un momento ante los ojos del precito un iris de paz y de amor,
adivina un oasis en medio del desierto, sin límites de su
existencia, y este consuelo se evapora al tocarlo, y se aleja de él
como se aleja del caminante sediento el río o el lago que mira
cercano en las visiones del espejismo. Te ve, te ama, te adora
postrado como se adora a ese ser infinito cuya presencia me está
vedada, se arroja a tus plantas, te sigue por doquier, goza con tu
presencia, sobre todo de noche, cuando en el mullido lecho se reclina
tu cuerpo, cuando en las sombras y el misterio mi alma se extasiá en
tu contemplación, vela tu sueño, escucha tus pensamientos y bebe en
tu boca tus suspiros haciéndote despertar sobresaltada; reposa
rebosado en los ondulantes rizos que tu frente rodean y se embriaga
de amor contemplando tus ojos cerrados y dormidos. Y tú, ingrata,
tratas de burlar este amor inocente, abandonando esta casa por miedo,
¿a quién? Al pobre duende que no te hace otra ofensa que amarte
siempre con pasión infinita.
Y
aún hace más; te ha salvado de la muerte que hace tiempo cierne sus
alas sobre esta casa y a asesta a tu cuello su terrible segur.»
Un
movimiento de terror se manifestó en la dama, que trató de huir, y
el duende prosiguió:
«Sí;
tu hermano, alma de tigre, ambiciona tu herencia. Recuerda las
proposiciones que te hizo para que partierais a partes iguales la
fortuna de vuestros padres y renunciaras a la mejora hecha a tu
favor. Te negaste a ello y desde entonces te odia y medita tu muerte.
Varias veces ha intentado poner en ejecución sus siniestras
aspiraciones, y yo he sido el escudo que cubrió tu pecho y se
interpuso ente éste y el agudo puñal; mañana dejarás esta casa, y
entonces, ¿quién te guardará? Tu muerte es segura.
¡Oh
ingrata! Sino por mi amor, por tu vida al menos, no te separes de
este condenado que te ama tanto.»
Calló
el duende y continuó la dama silenciosa, más siempre espantada de
la rara visión. Siguió una muda escena.. El caballero rojo voló
hasta los pies de la bella que besó mil veces, regándolos al par
con lágrimas abundantes. Mientras tanto se fue extinguiendo el fuego
en el hogar y como si el duende fuera solo una llamarada de aquella
hoguera, fue extinguiéndose vagamente hasta desaparecer con el
último chisporroteo de la consumida leña. La dama permaneció en su
sillón como encadenada en él, y cuando los primeros destellos de la
alborada penetraron por los ajimeces del salón, salió de su
letargo, llamó a sus criados y todos juntos abandonaron la casa para
siempre. Esta quedó solitaria y en ella el duende triste y
desesperado, más aún que lo había estado en los seis siglos de su
anterior existencia.
II
En
una casa de la calle de San Roque, cercana a la suntuosa mezquita de
los Omeyas, se hospedó la hermosa amada del duende. Allí descansó
de las impertinencias de su enamorado, pero descansó poco tiempo. No
eran las últimas palabras del condenado una vana amenaza; no había
tratado con ellas de asustarla para que permaneciera a su lado, eran
verdaderas. La bella joven tenía un hermano ambicioso y
desnaturalizado; en su juventud la había pasado en el libertinaje;
su edad madura la pasaba entregado a la avaricia y al lucro. Sus
padres, conociendo sus siniestros, habían comprendido que nunca la
hija podría tener un amparo y un defensor en su hermano; por estos
la mejoraron en bienes de fortuna a fin de que con ellos pudiera
encontrar ventajoso marido. Cuando el padre murió, el hermano quiso
anular el testamento y que la herencia se partiera por igual. La dama
rehusó y desde entonces el solo pensamiento del hidalgo fue la
desaparición de su hermana del mundo de los vivos. Si por la
voluntad de ella se veía privado de una parte los bienes, que creía
corresponderle, por la muerte allegaría a sus manos todas la
riquezas de la dama, que eran cuantiosas.
Mil
géneros de muerte meditó el criminoso pensamiento de aquel malvado
y siempre en sus cálculos entraban la lobreguez de la noche y la
solitaria calma de la casa de la calle de Almonas. Muchas noches
quedó escondido en ella para consumar el delito y siempre hubo algo
que lo estorbó. No faltó alguna que llegó a la puerta del camarin
de la bella, en la diestra el puñal, la resolución en el pecho y
siempre creyó oír hablar a varias personas en el interior de la
alcoba. Alguna vez llegó a penetrar, a descorrer los cortinajes de
seda del bramantesco lecho, y se sintió asido por el brazo y
desarmado; siempre obstáculos invisibles, se opusieron a la
realización del crimen.
Pero
ahora no se opondría nada a la muerte de la gallarda doncella.
Ignoraba el hermano los amores del duende, y aunque había oído
hablar de él, nunca creyó en la existencia de semejante personaje.
Sin embargo, sus ideas habían cambiado de rumbo. Tal vez pensó que
en el interior de la casa era peligroso arriesgarse a tamaño delito.
Un criado desvelado, un grito de la victima si la puñalada no era
segura, cualquier accidente inesperado podía arrojarlo en manos de
la justicia. Era necesario pensar en otro medio y éste se presentó
bien pronto.
En
aquellos días no existía en las poblaciones, ni aún en las más
populosas, otro alumbrado que el mortecino farol de alguna imagen,
que no en todas las calles en retablillo modesto adornaba el muro.
Tiempos de devoción grandísima, lo mismo servían esas imágenes,
hoy olvidadas o desaparecidas, para mantener viva la fe con sus
milagros, que para servir de guía a los habitantes del pueblo, si
por alguna casualidad, muy rara, necesitaban salir de sus casas
durante las horas de la noche. Así es que, no estando la luna sobre
el horizonte, el criminal que cometía el asesinato o el robo, podía
estar seguro de no ser visto ni perseguido y, tal vez, hasta
respetado por la ronda si por acaso se encontraba con ella.
Era
la medianoche del 24 de diciembre, nochebuena. Las calles de Córdoba
habían perdido por un momento su acostumbrada soledad y la alegría
reinaba por todas. Los vecinos cantando coplas al nacimiento del Dios
hombre, recorrían las estrechas vías de la población morisca y
acudían a la misa del gallo en la Mezquita Aljama, convertida por
San Fernando en principal basílica. El templo estaba radiante de
luz; inmenso gentío se agolpaba en las larguísimas y elegantes
naves de aquel bosque de mármol, que no otra cosa semeja la
Mezquita. Una música acordada, dulce y solemne al par, acompañaba
el oficio divino. Y en el altar se mostraba el hombre Dios contenido
en la hostia que se alzaba augusta en manos del sacerdote oficiante.
Entre
las devotas personas regocijadas con aquel magnífico ceremonial, se
hallaba nuestra joven beldad, bien ajena de la suerte que le
aguardaba. Mientras su alma se elevaba a Dios y sus labios trémulos
balbucían cortas y fervientes fórmulas de oración, no adivinaba
que, pisando sus ropas, se elevaba allí la muerte, descarnado
esqueleto como a veces nos lo han pintado, con su terrible guadaña
afilada y próxima a herir.
Terminó
la misa, cesó el cántico, se apagaron las candelas del altar, el
pueblo se disperso. Al poco tiempo solo quedaban vagando en la
oscuridad de la iglesia algunos devotos que habiendo rezado sus
devociones particulares en determinado altar, abandonaban también
aquel recito para recogerse al descanso. Detrás de estos giraban
sobre sus goznes las macizas puertas y el templo quedaba solitario y
sombrío. Momentos después la población reposaba. La paz y el
silencio tendían sus alas por las ciudad y acariciaban con ellas a
los cordobeses dormidos.
Una
de las últimas personas que salió del tempo, fue nuestra joven,
seguida, como era costumbre, de respetable dueña y grave rodrigón;
atravesó el pato de los naranjos y por el postigo de la Leche salió
a la calle. Allí, bajo el mortecino farol que alumbraba a la imagen,
se veía un embozado envuelto en amplia capa y hasta las cejas
cubierto con ancho sombrero. Parecía tener la cara tapada al mismo
tiempo con negro antifaz. Miró a la dama hasta reconocerla bien, se
acercó a ella y veloz como el pensamiento, le hundió en el pecho un
cuchillo. La joven vaciló, cayendo en el mismo postigo; pidió
socorro la dueña, tiró de su espada el rodrigón para perseguir al
asesino, pero éste había huido apresuradamente perdiéndose por las
calles cercanas. Acudió la ronda, se reconoció a la joven y estaba
muerta. La justicia buscó al criminal que no fue hallado, y el
asesino, el hermano de la víctima, lloro en público y se regocijo
en secreto y recogió la herencia por largo tiempo ambicionada.
Entre
tanto el duende se desesperaba encerrado en los viejos salones del
antiguo palacio.
III
Mas
de dos años habían transcurrido después del alevoso asesinato del
postigo de la Leche, y nadie recordaba ya semejante suceso. La
conciencia del asesino parecía dormida y gozaba tranquilo de su
hacienda abundante. Sin embargo, amargaba su ánimo, extremadamente
avaro, el pensamiento de que por miedo a un duende, ser fabuloso e
inconcebible, nadie habitara la casa de sus padres que tan pingüe
renta le podía producir. El único medio de que rindiera algún
provecho, era habitarla él mismo y como ni creía en duendes ni
aparecidos, lo puso por obra, trasladándose a ella con su numerosa y
antigua servidumbre.
Corrían
los primeros días del mes de diciembre, cuando se trasladó a la
nueva morada y se acercaba el tercer aniversario de la muerte de la
doncella. Los días que mediaron entre una y otra fecha, los pasó
tranquilo sin que se advirtiese en la casa la menor señal de vivir
en ella un espíritu condenado a andar herrabundo por sus vastos
patios y espaciosos salones y el caballero no podía hacer nada más
natural que burlarse de las hablillas del pueblo y del miedo infantil
que sentían los cordobeses su alguna vez por sus mientes pasaba la
idea de vivir en el casi desmoronado caseron. Pero llegó la noche
del tercer aniversario. El asesino, aunque de ancha conciencia, no
por eso pudo sustraerse al recuerdo del crimen y no se atrevió a
salir de la casa. Le horrorizaba la idea de recorrer los lugares que
en otra noche igual fueron testigos mudos de su perfidia. Autorizó a
sus criados para ir a la misa del gallo, y se retiró a su cámara
pensando buscar en el sueño consuelo a sus fatigosos y crueles
pensamientos. Y al fin lo halló en el cuerpo más no en el alma, si
es que ésta va después de la muerte el castigo de las maldades que
en la tierra produjo.
Media
noche era por filo, cuando el caballero se retiró a descansar en su
lecho. Siempre alumbraba su alcoba una lamparilla puesta ante los
pies de una imagen, siendo esta un nuevo escarnio hecho por aquel
malvado al Dios de las justicias, y al tenue resplandor de la lámpara
pudiera haber visto quien en la cámara entrase un extraño y
diminuto personaje que tenía a su alrededor una como amarillenta
aureola de luz; estaba sentado en la almohada del asesino y encorvado
sobre sus rodillas y su boca pegada al oído del caballero, y en voz
que solo él pudiera oír, tan débil que en el malvado no producía
el efecto de que fuese otra persona la que hablaba, sino el de que
era el grito de su conciencia que se despertaba en su interior, de
esta manera decía:
«No es esta noche de dormir; no, no es
posible conciliar el sueño en esta horrible noche de sanguinarios
recuerdos. Me parece que oigo el agudo grito de la infeliz asesinada.
Grito que sonará siempre, que no es posible olvidar, que por sí
solo, al escucharlo de lejos, deja adivinar que un alma de un cuerpo
se separa. Y era tan bella y tan dulce; ella no hubiera solo sido el
consuelo de su hermano mayor, sino también el de un marido amante y
de unos hijos lozanos y cariñosos, y fue cortada en flor de su
existencia por una mano aleve. Maldito, maldito, maldito. Dios no
escucharala, Dios lo rechazará, Dios lo
condenará y lo consumirá el fuego eterno y por gozar un momento de
bienes terrenales, sufrirá por siglos infinitos, horrorosos
tormentos. Maldito, maldito sea.»
Callaba
un momento el duende, como si se complaciera en la tortura del
caballero. Este se revolvía fatigado en el lecho y así que parecía
reposar algún tanto, el condenado espíritu volvía a su primitiva
posición y proseguía su plática.
«Ha
dado la media noche: próximamente a
esta hora fue, y ¡en qué lugar! En la puerta del templo donde su
alma se había fortalecido en Dios. Ella, tan pura morará junto a Él
en las mansiones espléndidas del paraíso, y el asesino se consumirá
en el fuego eterno del infierno. De qué sirve el oro adquirido con
el asesinato y el robo, si no puede alcanzar nunca la paz de la
conciencia. Toda su hacienda y las salud y la vida daría el malvado
por no recordar a su víctima. Y aún fingió lágrimas para ocultar
su crimen, lágrimas sacrílegas que pesarán una a una en la balanza
de Dios. Por cada lágrima cien siglos de condenación. Te reclama el
infierno, eres suyo, para ti no hay salvación ni en la muerte. En la
tierra el recuerdo, en el sepulcro el castigo. Maldito, maldito eres.
»
Y
nuevamente callo, y nuevamente prosiguió así:
«Qué
no daría el asesino por retrotraer el tiempo que jamás se para en
su incesante carrera; que daría por borrar los hechos y deshacer su
obra que ya se consumó. Yace el asesino descubierto en el calabozo,
sube a ignominioso patíbulo, perece en él, pero se arrepiente y se
salva. El asesino oculto no tiene este consuelo; tiembla siempre ante
una mirada escudriñadora, ante una palabra indiscreta; quién sabe;
nadie lo vio, estaba bien cubierto, y si se descubriera…. Qué
horror, la horca, la infamia. Para alcanzar la clemencia es necesaria
la expiación. Al que no sufre el castigo le es imposible el
arrepentimiento. Para pedir el perdón hay que pedir antes la pena.
La pena. No, no, qué horror, detrás del juez esta la horca y la
vida es amable. Detrás de la vida esta también el infierno: él
será tu vivienda hasta la consumación de los siglos.»
«Hay
ante el tribunal de la divina justicia unos amantes padres postrados.
Son los tuyos; constantemente piden justicia. Con ellos está tu
victima, todos tres te acusan. Dios te condena. Has sido maldito y te
reclama el infierno. Y a él vas a descender por que en este momento
vas a morir.»
Estas
últimas palabras fueron dichas con voz de Stentor que atronó el
palacio. El caballero abrió los ojos desmesuradamente y vio ante sí
a un personaje desconocido. Era el duende; pero no ya pequeño,
simpático, como era antes; de improviso había crecido hasta hacerse
un gigante. Apoyó una de sus rodillas sobre el pecho del asesino
para impedirle todo movimiento y le acomodó al cuello un grueso
dogal. Después estuvo un buen rato mirándolo y riendo.
«Vas
a morir, decía. Has escapado a la justicia de la tierra, pero habías
olvidado la justicia del cielo. Vas a morir para que tu alma pueda ir
al infierno que la reclama a voces.»
Y,
al decir esto, el duende reía con carcajadas estridentes e
infernales que erizaban los cabellos solo al oírlas; y poco a poco
los cabellos solo al oírlas; y poco a
poco iba apretando el dogal. El asesino pedía socorro, olvidando que
sus criados no estaban en la casa. A cada grito, a cada gesto de
dolor y angustia contestaba el duende con una nueva risotada y
siempre diciendo: «Vas a morir, maldito asesino, vas a
morir». El martirio se prolongó largo rato.
Cada vez que el duende veía a su victima palidecer y desmayarse,
aflojaba un poco el dogal prolongando así su agonía. Después
volvía a apretarlo, siempre riendo con alegría salvaje y feroz.
Después
de prolongado por mucho tiempo este juego horrible, sonó crujir la
llave en la puerta de la calle. Los criados volvían de la misa del
gallo. Era necesario concluir. El duende apretó el dogal acabando
con la vida del asesino. Después arrojó la punta de la cuerda al
techo sobre una de las robustas vigas, cayó del otro lado y tirando
de la punta, suspendió de la viga el
inanimado cuerpo, atando la soga para que no cayese. En seguida
trepando por el cuerpo del muerto, llegó a los hombros, recobró su
primitiva y pequeñísima forma y se sentó en la cabeza del
ahorcado. Allí permaneció.
A
la mañana siguiente los criados advirtieron que su amo no se
levantaba y como pasara mucho tiempo y siempre permaneciese cerrada
la puerta de la alcoba, temieron algún accidente desgraciado y
llamaron a ella; pero no contesto nadie a los repetidos golpes que
dieron. Entonces lo tuvieron por muerto y avisaron a la justicia.
Acudió esta y la puerta fue derribada a hachazos. Al entrar
encontraron el cadáver pendiente de la viga; sobre su cabeza
permanecía sentado el duende.
Este
dirigiéndose al corregidor hablo así:
«Anoche
fue el tercer aniversario del asesinato de una joven en el postigo de
la Leche. Este cadáver es el del asesino que escapó a la justicia
de la tierra. Dios, sin embargo, lo conocía, como conoce a todos
los seres que habitan en el mundo, y decretó su castigo. Yo he sido
el ejecutor del cuerpo. El alma está ya en los infiernos donde
vivirá por una eternidad. Grande es Dios, alabadlo y temed su
justicia.»
Y
desapareció. Desde aquellos tiempos los cordobeses siempre han
tenido escrúpulos en vivir en la casa del duende y no faltan hoy
personas que han vivido en ella y que se han mudado por haberlo
visto. Hace, por lo tanto, nueve siglos que habita la casa. ¿Cuántos
la vivirá todavía? Seguramente hasta que el hombre olvide por
completo las muchas supersticiones que aún lo dominan.
Toledo
23 de julio de 1887
CUENTOS
Y TRADICIONES Por Don Rafael Ramírez de Arellano