Se sintió el dueño final
postrada su cabeza
en una deshilachada almohada
carmesí,
de diminutas conversaciones
perdidas
en descascarilladas paredes,
de antiguas casas del extrarradio
en las que el tiempo,
(inexcusable compañero
de las horas envasadas
en delicadas cajas de acero
pulido),
ha estampado cuidadoso
formando hermosas palabras,
con la amante perfección
del maestro impresor
que sueña con crear,
el vocablo perfecto
con el que poder describir
la desnuda apariencia de la
soledad,
y..., las guardaba
distraídamente,
de forma rutinaria
con la eficaz diligencia
del funcionario perfecto,
en pequeños cartuchos de papel de
plata,
enlatados en las ondas del sonido
dilatado
por el eco repentino que el grito
desesperado,
que el mar del norte, lanza cada
día,
con la furia de mil caballos
salvajes
contra las afiladas rocas de los
acantilados.
Se sintió dueño
de una mirada evasiva,
de un recuerdo que no tuvo,
del rozar repentino
con una gota de luz
esparcida negligente
sobre un charco
desnudo de agua,
del graznido peculiar de los
cuervos
envueltos en piel humana
y corrió por campos de heno
recién cosechados
hiriendo sus pies
encadenados a la tierra.
Se sintió dueño de nada,
y un húmedo escalofrío,
recorrió su espalda
con dedos presurosos
entre sus vertebras cansadas,
y olvidó que el olvido
es silencio,
que el rematar de las esquinas,
atrapa los dedos de los
olvidados,
en la fina línea del amanecer
con la que el alba,
restaura sigilosa,
el bramido malherido
de los pasos apresurados
de aquellos que recorren,
las apenas perceptibles calles
adoquinadas
hasta llegar a los impersonales
nichos
donde dejar descansar
el enmudecido ruido nocturno,
mientras sus cuerpos son tragados
por bocas desdentadas
de acero, cristal y hormigón.
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