viernes, 19 de enero de 2024

Notas cordobesas. Recuerdos del pasado AGUADUCHOS, AGUADORES Y AGUADORAS Ricardo de Montis Romero

 

AGUADUCHOS, AGUADORES Y AGUADORAS

 

En tiempos ya lejanos, cuando eran desconocidos por completo los kioscos, bares y demás instalaciones análogas importadas del extranjero, cuando nadie bebía cerveza ni gaseosas, abundaban en nuestra capital los típicos aguaduchos, que desaparecieron hace muchos años.

Eran pequeñas casetas de madera, pintadas de color de porcelana, cubiertas de zinc y con una especie de toldilla del mismo metal delante, para resguardar a los parroquianos de la lluvia y de los rigores del sol en el estío.

Los aguaduchos dedicábanse principalmente a la venta de refrescos, agua con azucarillos y café y, apesar de sus reducidas dimensiones, había en ellos infinidad de artículos, bebidas y enseres, todo colocado con perfecto orden y hasta con cierta simetría.

En la tabla superior de la diminuta anaquelería del fondo, adornada, como las demás con flecos de papel de colores picado, se hallaban las botellas del vino, el aguardiente y los licores, que no tenían gran consumo en esta clase de establecimientos y en las otras dos tablas inferiores los vasos, los platillos y las cucharillas, limpios con extraordinaria pulcritud y sobre los primeros, a guisa de tapaderas, naranjas y limones de nuestra Sierra incomparable.

A un lado, pendiente de un clavo, la caja escaparate con su cubierta de cristal, que guardaba las cajas de fósforos y los libritos de papel de fumar, artículos también de venta en el aguaducho, y al otro lado el enorme mortero de madera para machacar la almendra destinada a las horchatas.

Sobre el mostrador, cubierto con una chapa de hoja de lata; en un extremo la cafetera provista de su hogar, delante la batea de metal dorado llena de vasos, y en el otro extremo un cántaro de gran tamaño, también pintado de color de porcelana, con grifo para echar el agua.

Este cántaro en el verano era sustituido por otro de poroso barro, y ostentaba, sobre su boca, una descomunal y limpia jarra de fabricación rambleña.

Al lado del cántaro aparecía la urnita de cristal con los azucarillos o bolados como los llamaba el vulgo.

Y en los diversos cajones del mostrador se encerraba, además de las esportillas del dinero, los cartuchos de café, el te y el azúcar, las pastillas de almendra para los refrescos y los paños destinados a la limpieza.

Los aguaduchos más antiguos, los más clásicos, digámoslo así, y los que hacían mayor negocio eran los instalados en el Arco alto de la Plaza Mayor, en la plaza del Salvador, en la de las Tendillas, en el paseo de la Victoria y en la carrera del Pretorio.

Por la mañana los dos primeros estaban concurridísimos; al del Arco alto acudían las despenseras para calentar el estómago con el medio café y al de la plaza del Salvador los hombres de campo para matar el gusanillo con la chicuela de aguardiente.

Durante las siestas y tardes del estío pocas personas pasaban por la plaza de las Tendillas que no se detuvieran en el aguaducho a fin de apagar la sed con una exquisita horchata de almendra o un vaso de agua endulzada por un azucarillo.

Casi todos los viajeros que llegaban en los trenes hacían su primer parada, para tomar una copa, en el aguaducho del Pretorio y el dueño del situado en el paseo de la Victoria tenía que multiplicarse para atender a todos sus parroquianos los domingos y días festivos.

En algunos de los citados establecimientos formábanse amenas tertulias, durante el verano, por la noche y a ellas acudían, no sólo la gente del pueblo, sino personas de buena posición social que preferían estas sencillas y modestas reuniones a las de los cafés y los casinos.

Tan típicos como los aguaduchos resultaban los antiguos aguadores de Córdoba, que ya también desaparecieron.

No eran gallegos como los de Madrid y otras poblaciones ni iban cargados con la cuba; eran hijos de esta capital o de su provincia, generalmente, y llevaban el precioso líquido a las casas en pequeños burros con sus aguaderas provistas de cuatro cántaros.

Todos usaban la misma indumentaria; blusa y bombachos azules, faja encarnada, zahones de patio burdo y un sombrero de ancha ala caída para resguardarse del sol.

Como en aquellos tiempos la mayoría de las casas de nuestra población no tenían más agua que la del pozo, abundaban los aguadores y reunían un buen jornal, aunque sólo cobraban dos cuartos por cada cántaro.

En estío les producía el oficio mayores rendimientos, pues tenían que surtir a muchas familias, no sólo de agua para beber, sino también para utilizarla en los baños caseros.

Hombres de buen carácter, siempre dispuestos a complacer a sus parroquianos, subían los cántaros hasta las cocinas de los últimos pisos, sin temor a que mientras dejaban solo al burro en la calle algún muchacho travieso hiciera con él una diablura, y juraban y perjuraban que su agua procedía del cañito de la oliva del Patio de los Naranjos, que era la preferida de los cordobeses, aunque fuera del caño gordo.

¡Cuántos pintores y dibujantes, en sus cuadritos y apuntes de Córdoba han reproducido esta fuente, parte de la capilla de la Virgen de los Faroles, y el jumento del aguador en primer término!

Un artista inglés que nos visitó hace ya muchos años se entusiasmaba al pasar por el bello paraje mencionado, sobre todo si había en él tino de esos pollinos y afirmaba que jamás encontró motivo más bonito para trastadarlo al lienzo que un buro negro con el pico roso.

Algunos aguadores envejecieron en el oficio, el cual no es tan fácil que al primer viaje se aprenda, como dice la frase vulgar, si se ha de complacer a todo el mundo, y lograron una popularidad extraordinaria.

El más famoso de todos fue, sin duda, Pepillo, siempre dicharachero y jovial; dispuesto lo mismo a llevar una carga de agua a donde se la encargasen que a proporcionar burros, alquilados, para una jira campestre; deseoso de encontrar un amigo con quien beber unas copas o una sirviente de buen palmito a la que aturdir con un chaparrón de piropos y requiebros.

Uno de los aguadores más estimados por su honradez sufrió una tremenda desgracia que estuvo a punto de privarle de la razón.

Una noche celebrábase una fiesta intima en su domicilio, modesta casa de vecinos de la calle de la Cara; entre las muchachas que animaban la reunión sobresalía por su belleza y juventud una hija del pobre aguador.

Súbitamente penetró en el patio, saltando el pozo desde la casa contigua, pues era servidumbre perteneciente a ambas, un mozo de faz siniestra, armado de un descomunal cuchillo.

Fin que los concurrentes pudieran impedirlo el criminal se abalanzó sobre la joven, con la que sostenía relaciones amorosas, y la apuñaló sin piedad, ensañándose bárbaramente en su cadáver.

En la época en que abundaban los aguaduchos y los aguadores, apenas había aguadoras en nuestra capital. Ninguna mujer se dedicaba exclusivamente a este oficio como después se han dedicado bastantes, sobre todo en la época de verano.

Sólo en días de toros y de ferias algunas vecinas de los barrios de San Lorenzo, Santa Marina y el Alcázar Viejo muy limpias, muy peinadas, ostentando el indispensable ramo de jazmines en la cabeza como único adorno, recorrian, con el cántaro en el cuadril, los tendidos del circo de los Tejares para ofrecer agua fresca a los espectadores, o improvisaban aguaduchos a la sombra de los copudos árboles del paseo de la Victoria y así conseguían ayudar al padre, al marido o al hermano en la ardua tarea de ganar el sustento.

En el resto del año y fuera de dichos lugares no había aguadoras porque eran innecesarias.

¿Quién pagaría un cuarto por un vaso del precioso líquido cuando en cada esquina, por el mismo precio, podía saborear una arropía de clavo o unos anises y hartarse de agua, fresca como la nieve, en las porosas y limpias jarras de la arropiera?


octubre 1919

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