EL TESORO DE FRIGDARIO
VI
Mi afición á la caza, me condujo en cierta ocasión á la dehesa nombrada «La Bastida», á unos veinte kilómetros de Córdoba, en las cumbres de Sierra Morena.
En dicha finca no hay otro albergue que un caserón ó mas bien choza grande, construida de tapial y techumbre de cañizo, y allí me hallaba una noche de Febrero, en la que la lluvia caía sin cesar y el viento silvaba haciendo crugir el ramaje de los pinos y de las encinas.
Sentados en torno del hogar, en el que ardía una buena lumbre, estábamos el criado que me acompañaba, el ganadero que residía en aquella habitación y dos aragoneses de la colonia que vá todos los años á utilizar el carbón, los cuales habían buscado refugio, por haberles sorprendido la lluvia lejos de sus viviendas.
Conversábamos tranquilamente aguardando la hora de acostarnos, cuando sentimos pasos de caballerías que se acercaban y á poco llamaron á la puerta, presentándose dos hombres que conducían un mulo pequeño y un burro, cargados con varios bultos de diferentes tamaños y entre ellos algunas herramientas de minería y rollos de cuerda de distintos gruesos y dimensiones.
Pidieron permiso para permanecer hasta el día siguiente por no tener otro sitio donde guarecerse del temporal, y después de descargar las bestias y acomodarlas en un cobertizo adjunto que servía de cuadra, se vinieron con nosotros sentándose junto á la candela.
A la luz de la llama pude distinguir sus fisonomías, que me parecieron fraucas y mas distinguidas de lo que correspondía á la apariencia de sus trajes de gente campesina. Ambos eran altos de estatura, enjutos de carnes, pero fuertes y vigorosos, el uno de bastante mas edad, revelando por la semejanza de sus facciones, ser padre é hijo.
Me picaba la curiosidad por saber el objeto que les traía á tales horas y en noche como aquella, por un sitio tan apartado de todo camino directo y no pude por menos de hacerles algunas preguntas á las que no contestaron por el pronto, pero al ver mi insistencia y después de haberles brindado con unos vasos de vino, me dijo el mas viejo:
—No me extraña, caballero, el deseo que usted demuestra por saber á lo que venimos á estos terrenos; y como después de todo, la clave del asunto que nos guía solo existe en nuestro poder, por mas que debiera ser hasta cierto punto secreto, no tengo inconveniente en que lo sepa, confiando en que no tratará de impedir que unas personas que no tienen otros medios de subsistencia que el producto de sus descubrimientos, se ganen la vida como puedan, á costa de los trabajos y las fatigas, que como usted vé, se suelen sufrir arrostrando las inclemencias de un temporal cómo el de esta noche.
—No trato, le contesté, de aprovecharme de su confianza para perjudicarles en lo mas mínimo: la curiosidad solo, ha hecho que les pregunte, y por lo demás, lejos de ser un obstáculo, si puedo ayudarles en algo, desde luego me ofrezco á ello con toda franqueza.
—Nosotros le damos á usted las gracias por su buena intención, de la que no dudamos, y como prueba de que es así, empezaré manifestándole que somos naturales de la sierra de Granada, y dedicados hace tiempo al descubrimiento de tesoros, ó mejor dicho, de objetos y alhajas antiguas que no dejan de tener algún valor y que yacen escondidas é ignoradas en muchos lugares, que conseguimos conocer por virtud de ciertas señas escritas en papeles y pergaminos que han llegado á nuestro poder.
—Me admira mucho lo que me cuenta, le repliqué, y vengo á deducir, que ustedes han venido sin duda á descubrir uno de esos tesoros de que habla, tal vez en estas inmediaciones.
—Y no se equivoca usted, me dijo; pero lo principal es, el que tengamos facilidad de encontrar lo que buscamos, porque muchas veces sucede que nuestros tra bajos son infructuosos, a pesar de la exactitud de los datos que poseemos, por obstáculos materiales que se nos presentan y que no podemos vencer.
—¿Y está muy lejos de aquí, insistí yo, el sitio donde esperan ustedes hallar lo que buscan?
—Está en la mesa del Cabrahigo, junto al mismo árbol, que no hay otro por estos terrenos. Al principio de la ladera que desciende por la umbría, hay un altar de piedra con dos gradas y en la parte que figura como retablo hay señalada una cruz y debajo de la cruz está el tesoro.
—Pues lo que es por esta vez se han equivocado ustedes, dijo el ganadero al oír esto; yo que hace muchos años vivo aquí y conozco como esta habitación la mesa del Cabrahigo, sé de sobra que allí no hay altar alguno ni señales de que baya existido nunca.
—Tampoco he visto altar en ese sitio, y precisamente estuve en él ayer tarde, en un puesto que hice á pocos pasos del árbol, sirviéndome el mismo de colgadero: confirmé yo, completamente convencido de que así era la verdad.
—A pesar de todo cuanto ustedes manifiestan, aseguró el forastero, tengo la evidencia de que es como he relatado, puesto que el manuscrito que poseo así lo expresa y ninguno de los que me han servido de guía en casos semejantes, me ha engañado jamás.
—¿Y puede usted enseñarme ese manuscrito, en el que tiene tanta confianza, á ver si es digno del crédito que le atribuye?
—Si señor, lo va usted á ver, puesto que ya en todo quiero hacer una excepción en su favor.
Y diciendo así, sacó- una cartera grande de cuero, que contenía varios papeles en los que se hallaba marcada la acción del tiempo, y escogiendo uno, lo puso en mi mano con una especie de satisfacción. Yo fijé en él los ojos y desde luego pude conocer que realmente era un documento antiquísimo escrito minuciosamente con caracteres góticos que no traté de descifrar y solo puse mi atención en el dibujo toscamente hecho á pluma, que al final se veía, y que representaba algo parecido á un altar como el que antes había descrito, con un letrero al pié, inteligible y claro, que decía: «Debajo de la cruz está el tesoro».
Aunque nada me convenció el mostrado documento, no quise perseverar exponiendo mis dudas por no disgustar al que en él cifraba su esperanza; así es, que lo devolví sin haber tratado de leer lo que contenía, aparentando un convencimiento que estaba muy lejos de experimentar.
No se habló mas del asunto y no tardamos en acostarnos, acomodándose cada cual como pudo en aquel incómodo recinto, haciéndonos olvidar pronto el sueño las molestias sufridas en una instalación tan detestable.
A la mañana siguiente cuando desperté, eran mas de las nueve y el sol había roto las nubes que entoldaban el cielo, bañando con sus rayos todo el paisaje. Los hombres del tesoro se habían marchado, según nos dijo el ganadero, una hora antes de rayar el día; los aragonesés acababan de irse también, quedando solo con mi criado y nuestro huésped.
Como no pensaba salir á cazar hasta la tarde, dispuse que prepararan el almuerzo: mas cuando iba á empezar á comer, llegó el guarda de la finca y después de saludarme, me dijo con la mayor sorpresa:
— Acabo de obligar á salir del terreno á dos hombres con unas caballerías, que trataban de buscar un tesoro en la mesa del Cabrahigo: pero lo mas asombroso del caso, es que han desmontado como unas veinte varas por la parte de la umbría y han descubierto como un altar de piedra con una cruz, que estaba sin duda tapado con el monte, y del cual no tenía noticia alguna, a pesar de ser guarda ha mas de quince años; ni mi padre tampoco la tuvo, pues nada le oí decir de que tal cosa existiera, no obstante de haber estado por estos sitios dedicado á la guardería durante toda su vida.
—Ya me lo dijeron anoche esos hombres, que durmieron aquí á causa de la lluvia, contesté; pero no quise dar crédito á sus palabras y ahora conozco que no se engañaban.
—Pues lo que es el tesoro, si lo hay, yo cuidaré de que no se lo lleven, continuó el guarda, porque voy á estar en asecho y corno vuelvan doy aviso á la guardia civil para que los conduzcan presos á Córdoba,
—Bueno, pero mientras tanto, manifesté yo, como soy curioso, deseo ver lo que han descubierto. Almorcemos, y usted con nosotros, insinué, dirigiéndome al guarda, y después iremos al sitio para ver la novedad.
Así lo hicimos y cuando terminamos la comida y tomamos el café, encendimos un cigarro y nos pusimos en marcha el guarda, mi criado y yo, dirigiéndonos á la mesa del Cabrahigo,
Atravesamos el raso que rodea el caserón y entramos en una senda que vá en declive hasta pasar un pequeño arroyo: luego volvimos á ascender siguiendo una curva, dejando á la izquierda «Barranco hondo« y continuando por una calzada, conseguimos dominar una colina, desde donde mostróse á nuestra vista el lugar adonde íbamos. No se divisaba otra cosa que el árbol, junto al cual nos pareció distinguir unas caballerías que bien pronto conocimos ser las de los hombres, los que hubieron de vernos á su vez y de conocer al guarda, porque en el mismo instante emprendieron precipitadamente la huida y muy pronto desaparecieron entre el monte.
Cuando llegamos al sitio algunos minutos después, quedé profundamente sorprendido al hallar confirmadas las noticias que ya me habían dado relativas al descubrimiento.
El altar estaba allí y aunque el trabajo de su forma nada debe al arte, es, sin embargo, digno de admiración (1).
Un gran peñasco enclavado en la vertiente de la umbría á poca distancia del cabrahigo, ha sido cortado vertical y horizontalmente, formando los dos planos un ángulo recto: en el plano horizontal tiene dos gradas y en el vertical, á la altura de un metro, una cruz casi cuadrada con las extremidades redondas, presentando sus líneas una media caña hundida en la piedra como unos cinco centímetros, por otros tantos de anchura, y á los lados de dicha cruz dos círculos de seis á siete centímetros de diámetro, que semejan á primera vista dos grandes agujeros.
(1) Desgraciadamente han muerto ya dos de las personas que por aquellos días me acompañaron á ver el altar descrito, y que es probable indique alguna mina romana, por los trozos de calzada que se ven próximos. El guarda Juan Muñoz, vive aun, y puede atestiguar acerca de la existencia del monumento, así como pueden verlo cuantos se tomen la molestia de ir al sitio designado.
Al contemplar de cerca tan curioso monumento, la idea del tesoro cruzó por mi mente y me indujo á practicar algunas exploraciones. Reconocí perfectamente toda la piedra sin hallar rastro alguno que me indicase haber nada oculto.
Aquella tosca é interesante obra estaba ejecutada sobre una sola pieza, sin presentar indicios de haber experimentado otras modificaciones que las descritas. Seguí,pues, la investigación en otro sentido y hallé que por la parte opuesta del peñasco había una especie de ántro, cuya entrada obstruida por un espeso zarzal, se había hecho practicable, merced á la rozadura de una parte de la planta, quedando una abertura capaz de dar paso al cuerpo de un hombre. Yo penetré por ella y me encontré en una cueva de mediana extensión, cuyo suelo arenisco ofrecía señales de haber sido recientemente removido.
Al pronto nada pude distinguir por la profunda oscuridad que reinaba en aquel paraje; mas habiendo encendido un cabo de vela que por casualidad llevaba, descubrí en el centro de la cueva un hoyo de forma rectangular, muy marcada en la parte mas profunda, acusando indicios de haberlo ocupado algún cofre ó caja,que debía tener poco mas de una vara de longitud por media de latitud, la cual habrían extraído los hombres y con ella tal vez el tesoro que buscaban.
Esto me contrarió sobremanera, y ya iba á salir y á abandonar aquel sitio, cuando vi un papel en el suelo y hallé que era el manuscrito que me mostraron la noche antes con el dibujo del altar.
En dicho manuscrito, que por rarísima circunstancia hube de perder mas tarde, estaba consignada toda la historia relativa al origen del tesoro, la cual voy á referir de la manera que la recuerda mi memoria.
* * *
Corría el año 712 y el anterior se había hundido en el Guadalete al empuje de Tarif la monarquía visigoda, merced á la más infame traición que engendrar pudo la venganza. Las huestes africanas no encontraron impedimento alguno á su paso, y bien pronto fueron invadiendo la península y el estandarte de la media luna hondeó en los muros de Córdoba, rendida á las armas del caudillo Mugüeiz el Borní.
Muchos de los principales caballeros godos abandonaron la ciudad á la entrada de los agarenos, llevándose consigo cuantas riquezas pudieron reunir en los primeros momentos, dirijiéndose por los caminos más ocultos á otras capitales del interior, á donde suponían no habrían de llegar los enemigos.
Entre dichos caballeros, fué uno de los que más pronto salieron de Córdoba, Prigdario, descendiente de noble linaje y poseedor de cuantiosos bienes de fortuna. Este no aguardó la llegada de los africanos, sino que antes, cuando tuvo noticias de su aproximación, reunió cuanto dinero y alhajas pudo y partió con su familia y varios esclavos, internándose en Sierra Morena con intención de poner un dique á la causa de sus zozobras, con las fragosas asperezas de las montañas.
Tan precipitada fuga no obedeció al deseo de poner á salvo una buena parte de las riquezas que disfrutaba, tanto como al temor de perder la joya de más estimación y que constituía toda -su avaricia, cual lo era su esposa Egalma, joven de veinte años, de portentosa hermosura, á la que no quería ver expuesta á los ultrajes de los conquistadores.
Frigdario era muy celoso, y éralo tanto más, cuanto que su edad pasaba ya de los cincuenta, y bien conocía él que tenía perdidos los atractivos que suelen seducir á las mujeres hasta el punto de enamoramiento. Se había casado á impulsos de una vehemente pasión hácia Egalina y sin reparar que pertenecía á una familia pobre y humilde.
Ella aceptó el matrimonio que le ofrecía una posición brillante, fingiendo para su esposo un amor que solo sentía indefinidamente hácia el hombre que representaba el tipo ideal que se había forjado y que no había llegado á constituir una realidad.
Así vivieron algunos años, él cada día más rendido á los encantos de su esposa, ella esperando ocasión de disfrutar á su vez los goces de una pasión que iba aumentando á medida que transcurría el tiempo sin resultado favorable para sus deseos.
En este estado y á consecuencia de la derrota del Guadalete, llegó á Córdoba un pariente de Frigdario, llamado Tulga, que había peleado en aquella triste jornada y que en vista de su desastroso fin, hubo de abandonar á Cádiz donde residía y buscar un refugio al lado de la única persona de su familia con que contaba. Tulga era un joven de treinta años y venía revestido de la aureola que dá al guerrero el acto del combate, cuyo éxito, bueno ó malo, en nada rebaja el valor personal cuando se refiere á una verdadera batalla; así es, que contando con la predisposición de Egalina, no tardó esta en enamorarse del mozo y él de conocerlo, sintiéndose también atraído por tanta belleza, llegando ambos á ponerse de acuerdo y á gozar, con las debidas precauciones, todas las dichas apetecidas en su amorosa pasión.
De este modo transcurrió un mes, sin que el ofendido esposo cayese en sospecha, cuando se tuvo noticia de la llegada de los moros y se determinó Frigdario á huir de la ciudad.
* * *
Ascendían con trabajo por las ásperas vertientes de la sierra y la angosta vereda que habría camino al travez de las malezas, apenas era suficiente para dar paso á la fugitiva caravana. Delante iba Claudio, el esclavo favorito encargado de conducir y custodiar el cofre que encerraba las riquezas; luego seguía Egalina acompañada de su esposo y de Tulga y después la servidumbre, si bien escasa, escojida y dispuesta en su mayor parte, en caso necesario, para la defensa.
Ya habia recorrido el sol más de la mitad de su carrera, cuando consiguieron dominar las primeras cumbres y hacer la marcha menos penosa. Las profundísimas cañadas y barrancos que rodeaban la cordillera que seguían, les inspiraba cierta confianza y con los ánimos más tranquilos comenzaron á buscar sitio donde pasar la noche. Exploraron los montes inmediatos sin encontrar albergue y hallaron una calzada y siguieron por ella, llegando á la loma del Cabrahigo. Allí descubrieron el altar y la entrada, practicable entonces, por detrás del peñasco, conociendo ser sin duda alguna antiquísima mina abandonada y obstruida por los hundimientos, que demarcarán sus católicos explotadores con la señal de la cruz labrada en la piedra y los dos agujeros ú ojos, uno á cada lado, como para indicar que todo trabajo resulta estéril, si no se fija la vista en el signo de redención, poniéndose bajo su amparo.
Penetraron en la caverna Egalina, Frigdario y Tulga y en ella se depositó el cofre del tesoro, siempre custodiado por Claudio. Los demás esclavos acomodáronse como pudieron entre las breñas del monte y así esperaron todos el venidero día, embargados por el sueño, que hizo ser más profundo el natural cansancio.
A la mañana siguiente Frigdario llamó aparte á su esclavo favorito y le dijo:
—Tengo en tí completa confianza y voy á revelarte mi intención para que me ayudes á llevarla á cabo. He pensado en los inconvenientes que ofrece llevar consigo el cofre que guarda la riqueza que poseo, no solo por la molestia que proporciona su peso para la marcha por sitios tan escrabrosos, sino por la exposición que hay de perderlo, si somos perseguidos y llegamos á caer en manos de nuestros enemigos. Para evitar esto, es preciso ocultar la mayor parte del dinero y de las alhajas en una caja que vas á construir enseguida, la cual enterraremos dentro de la cueva, sin que ninguno se aperciba, y seguiremos llevando el cofre, que ya no pesará, no despertando de ese modo sospechas de que aquí quede nada enterrado.
—Señor, contestó Claudio, yo haré la caja que deseas, pero es difícil que pueda ocultarse el tesoro sin que se enteren de ello tu mujer y tu pariente.
—Por eso no tengas cuidado, que buscaremos ocasión de hacerlo. Yo he resuelto permanecer aquí unos días hasta tanto que tenga noticias de la determinación de los invasores, para poder fijar entonces el rumbo que debo seguir. Este lugar me parece seguro y además pondremos atalayas en los montes cercanos á fin de no ser víctimas de ninguna sorpresa; por lo tanto, no faltará oportunidad de enterrar el tesoro.
—Siendo así, yo construiré la caja y la tendré escondida hasta que tú dispongas.
* * *
La loma del Cabrahigo estaba convertida en un pequeño campamento. Habíanse levantado chozas con palos y ramaje y también cobertizos para las caballerías y para resguardar de la intemperie los efectos que constituían el equipaje. La mayor parte de las riquezas habían sido trasladadas á la caja hecha por Claudio y enterradas á la entrada de la mina, precisamente debajo del altar; más no de una manera tan sigilosa que pasase desapercibida para Tulga, el cual, sin darse por advertido y disimulando, pensó en los medios de realizar un proyecto que ya habia concebido por fuerza de la pasión amorosa que le arrastraba hacia la mujer de su pariente.
Ninguna sospecha de la traición conyugal había llegado á perturbar aún el espíritu de Frigdario, que distraído constantemente con la adopción de reiteradas medidas de seguridad que contrarrestasen sus temores, apenas si fijaba su atención en las conversaciones ó intimidades de Tulga con su esposa.
Así pasó una semana y era esperado con ansiedad un emisario que había ido á Córdoba con objeto de adquirir noticias del movimiento invasor, á fin de resolver la dirección que debía seguirse y dar las disposiciones convenientes para continuar la marcha; pero antes de que el emisario volviera, un día se notó que Tulga había desaparecido.
Sin duda debió abandonar el campamento de noche cuando todos dormían, porque ninguno lo vió al despertar por la mañana, Frigdario ordenó su busca, temiendo se hubiese extraviado por aquellas asperezas; pero las pesquizas que se hicieron en tal sentido, resultaron inútiles y transcurrió aquel día y el siguiente, y no se halló rastro alguno que indicase su huella.
* * *
Comenzaban á disiparse las tinieblas de la segunda noche pasada desde la ausencia de Tulga. Todavía reinaba bastante obscuridad en la espesura del monte, pero los primeros tintes de la aurora dibujaban ya en el horizonte una delgada faja blanquecina. El silencio del sueño no se había interrumpido aún en el pequeño campamento y Frigdario dormía tranquilo al lado de su esposa. De pronto despertó al sentir que lo cojían por el brazo dándole una fuerte sacudida, y vió á su esclavo Claudio que le dijo con agitada precipitación:
—Señor, no hay tiempo que perder; huyamos pronto. Un numeroso grupo de moros nos tiene casi cercados y avanza de una manera cautelosa, sin duda para sorprendernos.
—¿Pero es cierto? ¿Y cómo escapar, cómo mover ahora nuestra gente para tan precipitada fuga? ¿Y el tesoro? balbuceó Frigdario, presa de la mayor ansiedad.
—El tesoro ninguno sabe donde se oculta y está seguro: no es preciso que nadie se mueva, huiremos nosotros y con eso cuando lleguen, mientras te buscan aquí, darán tiempo para que te pongas en salvo: conque vamos, aprovechemos los pocos momentos que quedan de obscuridad para que nos oculte á los ojos de nuestros perseguidores.
— Pues bien, vamos, pero aguarda un instante; voy á despertar á mi esposa para que nos acompañe, porque sin ella no doy un solo paso.
—Sea como quieres, pero no tardes: te espero por bajo del peñasco que cubre la caverna, para que huyamos por la umbría, resguardados por sus altos y espesos matorrales.
Apenas se alejó el esclavo, Frigdario interrumpió el sueño de su mujer, que abrió los ojos y no pudo reprimir su disgusto al sentirse molestada por su esposo.
—Egalina, le dijo este; es preciso que nos pongamos en marcha y nos alejemos inmediatamente de aquí. Nuestros enemigos avanzan hácia este lugar y están ya tan cerca que no se puede perder ni un instante.
—¿Qué quieres? contestó ella con la mayor tranquilidad, ¿marchar tan precipitadamente á estas horas, tal vez por alguna falsa alarma nacida del miedo de tus centinelas?
—No, esposa mía; son los moros que llegan, los ha visto Claudio y ese no se engaña: es imposible permanecer aquí ni un momento, ó de lo contrario caeremos todos en su poder.
—¿Conque es verdad? ¿Están tan cerca los africanos? Siendo así, huye si tienes temor. Yo me quedo, porque lo que para tí puede ser la esclavitud, para mí es la libertad y la vida y ya era tiempo de que esto sucediese.
—¿Qué quieres decir? preguntó Frigdario lleno de estupor, porque un relámpago de celos había cruzado por su mente al ver la actitud de su esposa y oir las palabras que acababa de pronunciar.
—Que voy á salir de tu poder y á sacudir esa servidumbre que encadena mis más ardientes deseos y los sentimientos más apasionados de mi corazón. Sí, ya es ocasión de que sepas la verdad: soy la amante de Tulga y no quiero sino á él y solo vivo para su amor. El ha guiado á los moros á este sitio y les ha vendido tus riquezas para rescatarme de tí. Dentro de poco estaré en sus brazos libertada; conque huye, si aún tienes tiempo para salvarte.
Un agudo dolor, como si le clavasen un puñal en el pecho, sintió el ofendido esposo al escuchar á Egalina: luego su cerebro latió con fuerza, experimentando un desvanecimiento que estuvo á punto de hacerle caer; pero pronto una oleada de ira contrajo sus nervios, la sangre corrió más precipitadamente por sus venas, y ahogado por la indignación y los celos, rugió en el parosismo del furor:
—No, no gozarás lo que esperas; yo te perderé, pero como yo te perderá tu amante y todos los hombres, ahora, mujer infame, recibe el pago de tu ingratitud y de tu falsía.
Y así diciendo, echó mano á la daga y se la clavó hasta la empuñadura, atravesándole el corazón. Egalina cayó de espaldas sin dar un grito, y Frigdario se alejó de aquel cuerpo tan hermoso, ya cadáver, sin volver la cabeza. Llegó donde Claudio lo aguardaba y ambos huyeron por medio de la espesura, perdiéndose á poco de vista, á tiempo que Tulga, seguido de los moros, invadía de improviso el descuidado campamento.
* * *
Frigdario salvó las escabrosidades de Sierra Morena, no sin penosas dificultades, y atravesó la España, siempre acompañado de Claudio. La muerte de Egalina y con ella la pérdida de cuanto había ambicionado en la tierra; abatió de tal modo su ánimo, que apenas se cuidaba de satisfacer las necesidades más apremiantes exigidas por la naturaleza. Todas las funciones físicas eran realizadas en él de una manera automática é indiferente y aniquilándose de día en día, llegó uno en que exhausto completamente de fuerzas, quedó postrado sin poder continuar su camino.
Su propósito de pasar á Francia lo había llevado hasta las primeras vertientes de los montes Pirenáicos; mas siéndole imposible seguir más adelante, llamó á Claudio, ya más que esclavo, amigo y confidente, y le dijo:
—Conozco que ha llegado mi hora y no he de pasar de aquí. No te aflijas; en mi estado vale más morir que arrastrar una existencia llena de sufrimientos. Yo ansio dejar esta vida para hallar el descanso que de otra suerte no puedo encontrar. Lo que exijo de tí como último favor que espero, es que escribas una relación detallada de todos los sucesos que me han acontecido desde que abandonamos á Córdoba, y hagas un plano del altar y la caverna en donde ha quedado enterrado el tesoro, para que si algún día nuestro pueblo llega á vencer á los africanos y á reconstituir la dinastía de nuestros reyes, puedas presentarte ante el monarca, á quien darás conocimiento de todo, el cual puede hacer suyas las riquezas ocultas y tener en cuenta la traición de Tulga, para imponerle, si vive, el merecido castigo.
Claudio cumplió exactamente el encargo de escribir los referidos hechos y de hacer el dibujo correspondiente, y despues de muerto su señor, pasó á Francia, donde también acabó sus días al cabo de algunos años, sin haber podido realizar los deseos de aquel, á causa de la fuerza de los acontecimientos.
Del manuscrito original hubieron de sacarse posteriormente algunas copias, porque una de estas fué, sin duda, la que mostraron los hombres que fueron á «La Bastida», la noche que queda mencionada. Respecto al tesoro, no ha podido ser hallado, á pesar de las escabaciones y reconocimientos practicados, no solo por los mismos que descubrieron el lugar, sino por otros muchos, y únicamente han conseguido abrir paso á una galería de grandísima extención, á cuyo fin no se han aventurado á llegar. Lo probable es que los moros se llevasen esas riquezas, puesto que ya por Tulga tendrían noticias del sitio donde estaban: lo cierto es, que hasta ahora todas las diligencias que se han efectuado con objeto de encontrarlas, han resultado inútiles.
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