Para
él, el traslado suponía bien poco. Después de todo, nada
significaba que en vez de pasar las angustias y sordideces de la vida
en Salamanca hubiera de pasarlas en Santander, y, al fin de cuentas,
su naturaleza catarrosa, y su estreñimiento crónico, y su reuma
poco iban a ganar con las humedades y las brisas del Cantábrico.
¿Que aquello era un cambio? Bien; ya lo sabía. Pero no todos los
cambios envuelven una alegría ni tan siquiera una esperanza.
Su
mujer opinaba de distinta manera. Claro que cada cual es como es.
Para Felisa, el traslado era algo así como una liberación, como un
tránsito de la miseria a la holgura, de la sombra a la luz. Aunque
Felisa nunca aclarase de que iba a liberarse ni qué holgura ni qué
luces pensaba encontrar en Santander. « Por de pronto – decía
ella – no hay quien nos quite el veraneo gratis, y, además, malo
será que no salte por ahí un primo que nos alquile unas
habitaciones para julio y agosto por el doble de lo que nosotros
paguemos por la casa todo el año. Pero sobre todo – añadía - ,
los chicos tomarán sus baños de mar, y es más que seguro que, con
ellos, el raquitismo de Ramonín se lo lleve el diablo.»
También los chicos estaban contentos con el traslado. Ellos creían, un poco bobamente, que irse a Santander, un puerto de mar, suponía estarse holgando en taparrabos de sol a sol, disponer de una piragua a voluntad para hacer músculo y darse cada mañana una tripada de mariscos después del chapuzón. Ellos no sospechaban que en Santander las cosas seguirían, más o menos como en Salamanca, con un poquitín más de mar y un poquito menos de piedras arcaicas, con la particularidad de que tendrían que reforzarles las suelas de los zapatos para preservar los pies de la humedad, El cambio no era muy ventajoso que digamos para nadie, y menos para él, para su constitución endeble, y su afección catarrosa, y su estreñimiento crónico, y su reuma. Exactamente, el traslado no era otra cosa que trocar una angustia y una monotonía de tierra adentro por una angustia y una monotonía de litoral.
Pero lo peor no era eso. Lo peor era tener que bracear todo el día de Dios contra el entusiasmo infundado de la familia y tener que pechar con el banquete de despedida, como si su marcha fuese a dejar allí una huella para alguien, o un pobre rastro, o un mal recuerdo, o una nostalgia. Lo peor era eso; que se emperrasen en hacerle creer que le iban a echar de menos, que Blas era en Salamanca algo así como su Plaza Mayor, una cosa fundamental. ¿Por qué el diablo se entretiene siempre enredando las cosas de los más tontos? Porque, a fin de cuentas, vamos a ver, ¿quién era él? ¿No era el más nulo, el más insignificante, el más necio y el más atolondrado de todos? Entonces, ¿a qué esos aspavientos, esos condescendientes abrazos, ese tumultuoso adiós? ¿Era que verdaderamente iban a echarle de menos a Blas en la oficina? ¿Qué les importaba a ellos que a Blas le sustituyese Pedro? ¿Qué ganaban o que perdían con el cambio? ¿No eran cabalmente, uno y otro, dos ceros a la izquierda, un par de minúsculos tornillos del enorme mecanismo? Pero no. Al parecer, las idas y las venidas, en estos tiempos, habían que impregnarlas de una afectuosa agresividad. De otro modo, resultaban insulsas, insípidas y vacías. ¡Con lo que él amaba la tranquilidad y el silencio!
Lo de Felisa ya no tenía remedio. El se había casado con una forma apetecible de mujer. Nada más. Si ahora resultaba chinchorrera, puntillosa y charlatana, él se lo había ganado por no haber indagado a tiempo qué es lo que tenía dentro aquella forma apetitosa de mujer. El pecado estaba en no reparar los veintitrés años en lo que el cerebro de las mujeres, y el corazón de las mujeres, y la boca de las mujeres guardan dentro. Aunque, al fin y a la postre, tampoco Felisa fue mala con él, y la había dado seis hijos , y los había criado a sus pechos y él no era justo ni razonable quejándose interiormente de Felisa ahora, cuando por tener seis hijos y criarlos a sus pechos había perdido su apetecible forma de mujer. Y si ahora él iba al banquete tan tieso y tan satisfecho, embutido en su camisita de popelín blanco, con el cuello almidonado, a Felisa se lo debía; a la Felisa de ahora, locuaz, puntillosa y chinchorrera, y no a la antigua forma apetecible de mujer. Luego Felisa no era tan mala, ni él era justo antes insultándola y menospreciándola para sus adentros.
Y al entrar en el salón de bajo techo, con el olor de la comida agarrado a los baldosines y al yeso de las paredes, y casi todas las sillas ocupadas por sus superiores, esperándole, se sentía menos cohibido al notar en el pescuezo la presión de la camisa almidonada de popelín. Y casi le dieron ganas de llorar al pensar en Felisa, en lo injusto que acababa de ser con ella. Pero se sentó, después de saludar, en la silla de al lado de don León, el director. Y casi antes de darse cuenta, se vio comiendo y bebiendo entre una barahúnda de órdenes del jefe de cocina y conversaciones entrecruzadas, y chasquidos de loza y cubiertos resonantes, y la mirada, con un desesperante matiz conmiserativo, del camarero que le servía y que parecía decirle «Ea, Blas, come, hínchate y déjate de finuras. Llena tu estómago por una vez en la vida; no pierdas la oportunidad.» Bueno, la mirada del camarero podía indicar eso y podía indicar otra cosa. El no lo sabía. Acaso lo estaba interpretando maliciosamente. Ahora, sí. Ahora le daban un codazo a mano izquierda y alguien decía: « En Corea se juega el mundo el ser o no ser.» Y siguió comiendo sin mirar a los lados, no por voracidad, sino porque le violentaba levantar los ojos y sorprender el movimiento feroz de aquellas treintena de mandíbulas; las miradas ávidas en los platos, que se vaciaban apresuradamente; las copas con vinos de tres colores, y pensar que todo aquello se movía y prosperaba gracias a su traslado a Santander, gracias al traslado del hombre más oscuro e inútil de toda la oficina.
Para no pensar en ello, Blas repitió: «Estamos sobre un volcán.» No sabía a punto fijo qué era un volcán, pero sospechaba que estar sobre un volcán era correr un riesgo inminente de cataclismo. Ignoraba de dónde salían las voces y a quiénes iban dirigidas, pero él contestaba a todo cuanto capturaban sus oídos, sin parar mientes en la impersonalidad de las palabras y de las frases. A mano derecha, alguien dijo: «Para suerte, la de ese industrial de Albacete, ¿eh? Las seis series. Eso es saber jugar a la lotería.» Y sintió que él gritaba y dijo: «A mí jamás me ha tocado ni un reintegro.»
De pronto, sin advertir los preliminares, vio a don León de pie, y él, mecánicamente quiso ponerse de pie también, al ver así a su director, y sólo permaneció sentado gracias a un esfuerzo improbo de su voluntad. En torno a don León se extendió un siseo acuciante, que en algunos pretendía ser meritorio, como si realmente valiese la pena hacer un huequesito para la voz del director. Blas notó ahora que don León hablaba de él, y un tanto confundido, comenzó a hacer bolitas y bolitas con un pedazo de pan sobrante. Don León vino a decir que «durante treinta años había sido un sumiso y fiel burro de carga, y que por eso hoy le convidaban a comer». Le aplaudieron a don León y a él le dieron muchas palmaditas afectuosas en la espalda. Luego se levantó don Agapito, que vino a decir «que hoy el mundo era una gran porquería, y que todo en derredor estaba podrido, y que todo era interés personal y egoísmo y carnalidad, y que sólo ellos eran buenos y caritativos, y también Blas era bueno y lo había sido siempre, y por eso le convidaban a comer».
Blas se hallaba cada vez más aturdido. Lo que él hiciera en la vida no valía la pena, y lo mismito pensaba seguir haciendo en Santander ahora que lo trasladaban allí, Miró distraídamente a las bolitas que había ido amasando durante los discursos, y que ahora negreaban sobre la albura del mantel, y las contempló con una mezcla de orgullo e irritación, como una gallina al huevo recién puesto, Súbitamente experimentó un vértigo al oír que alguien decía fuerte:«¡ Qué hable Blas!» no había pensado en esta contingencia, y ahora, al hacerlo por primera vez, notó que algo se desplomaba sobre él sin remedio, que no podría salir de allí son soltar un discurso. «¡ Dios mío – se dijo-, a mí que nunca me gustó llamar la atención de nadie… Todos lo pueden decir que yo nunca quise figurar, y cuando… Y ahora, tendré que hablar a don León y a don Agapito, y a todas estas personalidades…. ¿ Es posible, Señor -pensó de repente- , que todas estas personas se hayan reunido por afecto a mí…?» Los rostros de los comensales se le diluyeron en una niebla mareante, y advirtió, sin poder impedirlo, que sus ojos se cargaban de lágrimas. Pero notó también, claramente, que no podría salir de allí sin soltar el discursito, y quiso pedirles de rodillas que le disculpasen de este deber, que hablase otro cualquiera por él. Presintió el tartajeo de su voz y su accionar desmanotado y torpe, y se miró por dentro y se encontró vacío de ideas y de conceptos y de palabras. Pero la voz volvió a insistir implacable: «¡Que hable Blas!», y otras voces le apoyaron y varias manos se juntaron aplaudiendo. «Vamos, Blas, díganos usted algo», le dijo don León a su lado, dándole en la espalda amablemente. Uno de los jóvenes y despreocupados auxiliares se río -¡ ji,ji, ji !- en un extremo de la mesa al ponerse Blas de pie, y a éste le pareció que le faltaba suelo estable donde pisar y mantenerse. Otro se rió -¡ jo, jo, jo!- en otro extremo de la mesa. Era otro auxiliar. Y Blas estaba ya en pie y no acertaba a decir nada porque le envaraba la conciencia de que era el más torpe de todos, el más ignorante de todos y el más despreciable, absurdo y ridículo de todos. Y cuando quiso empezar, sus labios se movieron hacia arriba y hacia abajo y para los lados, pero no emitió voz alguna, y un auxiliar se río -¡ji, ji, ji!- en un extremo de la mesa, y otro auxiliar también se rió -¡jo, jo, jo!- en el extremo opuesto, y entonces Blas vaciló y se encorvó por el estómago, donde le pareció que los ordubres finos, los huevos a la cardinal, la langosta Savoy con salsa tártara y el pollo glaseado con las legumbres del tiempo se ponían de pie y le punzaban las vísceras cargadas con una obstinación diabólica. La ofuscación le obstruía el raciocinio. Quiso empezar diciendo: «Nos hemos reunido hoy...», pero no pasó de «Nos...», que repitió hasta cinco veces, en tono cada vez más mortecino. La cabeza giraba sobre su cuello y se le antojaba que don León cambiaba de sitio constantemente, y que lo ojos de todos le dejaban huella en la piel, y que el techo del reservado se ponía a intervalos, vertical y horizontal.
Sintió que ordubres finos, los huevos a la cardinal, la langosta Savoy en salsa tártara y el pollo glaseado con las legumbres del tiempo buscaban con urgencia una salida, y tornó a sonar la risa -¡ji, ji, ji!- de un auxiliar en un extremo de la mesa, y la otra -¡jo, jo, jo!- de otro auxiliar en el extremo opuesto, y entonces Blas se dobló por la cintura, mirando sumisamente al director, y dijo lo único que había sabido decir en treinta años, lo que un día tras otro repitiera en su larga vida de subordinado:
-Con su permiso, don León,
Y salió desalado, escurriéndose por la escalerilla fría, húmeda y angosta de los sótanos. Allí mientras se desahogaba, se le ocurrieron muchas buenas ideas que podía haber expuesto en su discurso frustrado. Y al mirarse los puños de la camisa blanca pensó en Felisa, su mujer, y en los ahorros de ella, malbaratados en una camisa innecesaria, y en los críos, y en su traslado, y en Santander, tal como lo concibiera en su imaginación achatada por la rutina. Y pensó que, después de todo, después de lo que había pensado en su propensión a los catarros, y de su estreñimiento crónico y de su reuma, no le vendría mal cambiar de aires.
MIGUEL DELIBES (1954)
Fuente: Alianza Editorial (Biblioteca Fundamental de Nuestro Tiempo) 1984
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