Después
de que su marido perdiese las gafas en la nieve, la protagonista de
este relato de Miguel Delibes observa la cara desnuda del hombre con el
que vive. Lo tiene claro: esa persona que está frente a ella no es su
marido.
El otro hombre, un cuento de Miguel Delibes
Si
nevaba en la ciudad, se originaba, en cada esquina, un próximo riesgo
de romperse la crisma. La nieve caída y pisoteada se endurecía con la
helada nocturna y las calles se transformaban en unas pistas relucientes
y vítreas, más apropiadas para patinar que para transitar por ellas.
Para los chicos, el acontecimiento era tan tentador que bastaba,
incluso, para justificar sus ausencias de la escuela.
Y
en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la endurezca,
en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces el
destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su
felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de
veintisiete años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de
fuera del puente. Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada.
De que le amaba, no le cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así,
nada justificaba aquel extraño retorcimiento, algo blando como un asco,
que aquella mañana constataba en el fondo de sus entrañas. Que a Juan le
faltasen las gafas no justificaba en apariencia nada trascendental, ni
había tampoco nada de trascendental en la forma de producirse la rotura,
al caer en la nieve la tarde anterior de regreso de la oficina. Y no
obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso, con el largo
pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde sucio,
mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió
una sacudida horrible.
—¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? —dijo él.
La
interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces,
mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato
de blanda protección.
—¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme
nada? —dijo ella, y pensó para sí: “¿Será un hijo? ¿Será un hijo este
asco insufrible que noto hoy dentro de mí?”.
Se removía inquieta
en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la
aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales
volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la
ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar,
su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba
él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes
con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:
—Dejaré
las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández.
Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este
de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me
corren prisa.
Ella no respondió. No tenía nada que decir; por
primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan
Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible. Estaba vacía
como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de
él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual
eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio del
cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran
los de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las
gafas prestaban al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser
superior, cerebral y diligente. Y los de Juan, amparados por los
cristales, eran, además, unos ojos fulgurantes, descarados, audaces. Por
eso se enamoró de él, por aquellos ojos tan despiadados que para
contenerles era necesario preservarles con una valla de cristal. “Estoy
pensando tonterías”, se dijo. “Lo más seguro es que esto sea un niño.
Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan cosas raras y
ascos y aversiones sin fundamento.” La voz de él frente a ella la
asustó.
—¿Qué piensas, querida, si puede saberse?
El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.
Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:
—No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.
No
podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que él
no era él: que su personalidad era tan menguada e inestable que
desaparecía con las gafas rotas para transmudarle en un pelele. De
repente ella se avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel
hombre. ¿Qué diría Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las
gafas arregladas y su mirada fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a
escrutarla maritalmente, con sus ojos insípidos, mientras sus dientes
trituraban ferozmente el panecillo empapado en café con leche. Ella
sintió que las pupilas de un extraño buceaban descaradamente bajo sus
ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez. “Este hombre no tiene
ningún derecho a interpretarme así”, pensó. “Esto es un atrevimiento
desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por allanamiento de
persona”, se dijo en un vuelo fantástico de la imaginación. Pensó en
todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de pie con
violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la
puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:
—Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.
Ella
veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos fofos,
como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco
como un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al
notar el cuerpo de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los
volvió a abrir. No, decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan
Gómez, de veintisiete años, con sus gafas siempre limpias, impolutas, y
un destello vivaz en las pupilas. Era otro hombre; un hombre extraño,
que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre el pavimento, y de la
caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y gritó fuerte.
Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona sensualidad. Y
Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de que ella
pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se le
ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada
la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas
veces el destino y los grandes cambios de los hombres.
Fuente:https://www.zendalibros.com
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