martes, 26 de noviembre de 2019

Alonso de Salazar y Frías, el buen inquisidor

Alonso de Salazar y Frías, el buen inquisidor burgalés que acabó con la caza de brujas en España

Alonso de Salazar y Frías, el buen inquisidor burgalés que acabó con la caza de brujas en España
En la “conversación en la catedral” mantenida por Elvira Roca y Jaime Contreras los nombres de dos inquisidores sobrevolaron la capilla de los Condestables de Castilla de la Catedral de Burgos. Los dos “nacidos” en la capital castellana, el uno de ficción, Jorge de Burgos, el arquetipo impreso en la retina del mundo y en la nuestra por la leyenda negra, el terrible monje ciego y fanático creado por la pluma de Umberto Eco en El nombre de la rosa, y a quien todos le ponemos rostro por el genial volcado al cine de Jean-Jacques Annaud. Un inquisidor de libro, tenebroso y asesino, español, claro, dominico, faltaría más y, encima, de Burgos.
"Poco pudo hacer el burgalés, y de ello se arrepintió de por vida. Logró salvar la vida de María de Arburu, pero en el Auto de Fe de 1611 seis murieron en la hoguera"
Pero el de verdad fue otro. Y este sí que era de carne y hueso, Alonso de Salazar y Frías, y sí, de Burgos, donde nació en 1564. Tras haber estudiado en Salamanca y Sigüenza, profesado como sacerdote en Jaén y Toledo, se convirtió en miembro del Tribunal del Santo Oficio. Y fue su primer cometido el ser instructor del más famoso y masivo proceso contra la brujería celebrado en España. Contra las brujas de Zugarramurdi primero y luego contra una multitud de gentes, miles, de todos los valles pirenaicos de Baztán y del Roncal que de pronto se habían llenado de aquelarres y de brujas volando por los aires.
El proceso tuvo lugar en Logroño y dio comienzo en el año 1609. Cuando Salazar llegó, sus dos antecesores y compañeros de tribunal, Alfonso Becerra y Juan del Valle, ya habían decidido la suerte de 29 personas tras la primera confesión de María de Ximillegui, a la que se unieron en tropel otras y tras lo que se inició una histeria colectiva donde todos denunciaban a todos y muchos se autoinculpaban de actos satánicos. Poco pudo hacer el burgalés, y de ello se arrepintió de por vida. Logró salvar la vida de María de Arburu, pero en el Auto de Fe de 1611 seis murieron en la hoguera, cinco se salvaron de la pena máxima al serlo solo en efigie y 19 alcanzaron el perdón y fueron “reconciliados”.
"Alfonso de Salazar regresó de su periplo con mil ochocientas dos confesiones y una certeza: no hubo brujos ni brujas hasta que se habló de ello"
Aquello, lejos de calmar la histeria, desató una fiebre por la caza de brujas en toda la región que se materializó en miles de acusaciones. Alfonso de Salazar, cada vez con más dudas sobre la culpabilidad de los condenados, arrepentido y consternado por lo que estaba sucediendo, decidió, apoyado por el obispo de Pamplona, trasladar al Consejo de la Inquisición sus preocupaciones, y este le ordenó viajar al Pirineo e intentar esclarecer lo sucedido. Inició su viaje, que duraría ocho meses, por las montañas, los valles ocultos y los pueblos perdidos desprovisto de prejuicio, buscando la verdad. Los hechos y las pruebas que logró consiguieron poner fin a aquel terror y aquella histeria desatadas.
Una histeria que, en realidad, había empezado al otro lado de las montañas, en la parte francesa, y luego contagiado su fiebre al sur de estas, donde un terrible juez, Pierre de Lancré, ya llevaba en 1609, antes de iniciarse el proceso de Logroño, quemadas vivas cerca de 80 personas entre brujos y brujas, cifra que iba a aumentar hasta superar las 600 en tan solo un año y a poner las bases de muchos otros procesos que seguirían llevándolas a la hoguera en Francia durante todo un siglo.
"Lo que en verdad había hallado era miedo, superstición, denuncias falsas y un estado de alucinación colectiva. En cada pueblo acudían a él gentes en tropel, autoinculpándose, muchos de ellos niños"
Alfonso de Salazar regresó de su periplo con mil ochocientas dos confesiones y una certeza: «No hubo brujos ni brujas hasta que se habló de ello». Más de mil de estos supuestos «brujos» tenían menos de ocho años y no halló prueba de la existencia de poderes sobrenaturales algunos. Ni de que volaran por el aire, ni de que mataran con tan solo una mirada, ni que pudieran colarse por el ojo de una cerradura o convertirse en cualquier animal a su antojo. Así que escribió con aguda ironía que, capaces de tales hazañas, “si las brujas existieran la ley debería reclutarlas para el Rey en lugar de perseguirlas”, pues con tales poderes sería invencible.
Lo que en verdad había hallado era miedo, superstición, denuncias falsas y un estado de alucinación colectiva. En cada pueblo acudían a él gentes en tropel, autoinculpándose, muchos de ellos niños, confesando que un vecino los llevaba de aquelarre y que ellos mismos eran ya expertos brujos. Venían muchachas a cientos afirmando que en sueños las había poseído y desflorado el Diablo. Las hizo mirar por matronas, y todas las doncellas, menos una, seguían siéndolo. Otros se le acercaban para retractarse de la confesión previa que habían hecho llevados por las torturas en sus pueblos a manos de sus vecinos, y muchos más acudían para ser “reconciliados” y perdonados, mientras otros se autoinculpaban para de inmediato pedir confesión y retractarse y así protegerse de futuras denuncias, en muchos casos hechas para arrebatarles sus tierras o por simple venganza. Los supuestos ungüentos preparados con entrañas de recién nacido, sangre de sapo y semen de ahorcado fueron certificados por galenos y boticarios como simples cocciones de hierbas. Él mismo probó, en su perro primero y luego en su persona, venenos que se decían matarían a mil personas con un solo frasco, y dejó anotado que ni siquiera había sufrido dolor de tripas.
"Las acusaciones, desde entonces, se saldaron con absoluciones o penas simbólicas. Salazar pudo afirmar que a poco la calma reinaba en todo el pirineo navarro"
Regresó con la conciencia dolorida, convencido de que había contribuido a quemar inocentes y de que las brujas no existían sino en la imaginación de las gentes y en la mente de algunos inquisidores, que se lanzaron contra él por decirlo. Escribió con sinceridad y arrepentimiento: “Cometimos culpa el tribunal… [al no reconocer] la ambigüedad y perplejidad de la materia. Cometimos [defectos] en la fidelidad y recto modo de proceder… en que no escribíamos enteramente en los procesos circunstancias graves… ni las promesas de libertad que les hacíamos y otras sugerencias para que acabasen de confesar toda la culpa que queríamos, reduciéndonos nosotros mismos a escribir sólo para llevar mayor consonancia de hacerlos culpados y delincuentes. Tanto que también por esto dejamos de escribir muchas revocaciones”
Alonso de Salazar inició su particular combate. Escribió un memorial sobre todo e intentó hacerlo llegar a la máxima autoridad inquisitorial, pero sus cartas fueron interceptadas por sus dos compañeros de Tribunal, que le acusaron de estar poseído por el demonio. No cejó. Finalmente, logró hacer llegar su “Informe al Inquisidor General», en el que demostraba la nula fiabilidad del juicio, la ausencia de pruebas, las contradicciones y la falsedad de las acusaciones.
"Sin embargo nuestra imagen, la que está impresa en el mundo y en nuestras propias mentes, no es esa. Sino toda la contraria. Nosotros somos, y casi en exclusiva, los quemadores mundiales de brujas en la hoguera"
Consiguió la victoria, la de la razón frente al delirio. En 1614 el Tribunal Supremo de la Inquisición acepto sus tesis y promulgó el Edicto de Silencio para acabar con las delaciones, las acusaciones y las envidias. Estableció una serie de cautelas y garantías: no aceptar confesiones bajo tortura o de niños. Se desacreditó el medieval Malleus Maleficarum, que había sido el manual seguido hasta entonces por el Santo Oficio sobre brujería y que se basaba en leyendas y casos sin confirmar. En la practica consiguió medidas que supusieron la abolición de la quema de brujas en España cien años antes que en el resto de Europa y que dieron fin en nuestro país a los grandes procesos por brujería. Las acusaciones, desde entonces, se saldaron con absoluciones o penas simbólicas. Salazar pudo afirmar que a poco la calma reinaba en todo el pirineo navarro, y la propia inquisición paralizó en 1616 un proceso civil iniciado en Vizcaya que evitó fuera quemada ninguna bruja. Cien años antes que en el resto de Europa. Mientras, en Francia se seguirían quemando a cientos cada año, y en Centroeuropa, en especial en Alemania, a miles, llegando a sobrepasar allí las 40.000 victimas mortales. De la locura que siguió asesinando en Europa a incontables mujeres inocentes se salvaron en gran parte los países mediterráneos, y en concreto España. Gracias a Salazar, al buen inquisidor burgalés, el de verdad, solo hay recogidas documentalmente, y en España siempre se documenta burocráticamente todo, hasta lo peor, 59 ejecuciones de brujas.
Sin embargo nuestra imagen, la que está impresa en el mundo y en nuestras propias mentes, no es esa. Sino toda la contraria. Nosotros somos, y casi en exclusiva, los quemadores mundiales de brujas en la hoguera. Los hechos y la historia han sido vencidos por el relato falso, la leyenda negra, la propaganda y el sambenito de un pecado original que soportamos sobre nuestras espaldas y que no cesa ni hoy mismo sino que a cada tiempo se recrudece. Es el del arquetipo de Jorge de Burgos, el terrible y fanático inquisidor asesino creado por la imaginación de Umberto Eco, que nada quiso saber de Alonso de Salazar sino de un tal Guillermo de Baskerville, tan de ficción como el letal ciego al que convierte en héroe, y encima interpretado por Sean Connery. Pues no. Ese tenía que haber sido Salazar. El bueno era en realidad el de Burgos.

Fuente: 
https://www.zendalibros.com/alonso-de-salazar-y-frias-el-buen-inquisidor-burgales-que-acabo-con-la-caza-de-brujas-en-espana/

Abelardo y Eloísa

Los insólitos amores de Abelardo y Eloísa

Los insólitos amores de Abelardo y Eloísa

Cuando se construyó el cementerio del Père-Lachaise, no se puede decir que los parisinos lo miraran con benevolencia. Acababa de iniciarse el siglo XIX, la capital francesa veía cómo sus dimensiones se incrementaban y las autoridades resolvieron instalar en las afueras cuatro nuevos camposantos que aliviasen la carga de las necrópolis ya existentes. Uno de esos nuevos recintos fue el del Père-Lachaise. Diseñado por el arquitecto neoclásico Alexandre Théodore Brongniart, recibió ese nombre en memoria del sacerdote François d’Aix de La Chaise, que fue confesor del rey Luis XIV e influyó bastante en las decisiones que tomó el monarca en su enfrentamiento con los jansenistas. No fueron muy demandadas las sepulturas del nuevo espacio, que se abrió el 21 de mayo de 1804 para acoger la inhumación de una niña de cinco años. Los vecinos entendían que quedaba demasiado alejado de sus predios y se inclinaban por descansar en los mismos lugares en los que habían enterrado desde tiempo atrás a los suyos. Tuvieron que trasladarse allí las sepulturas de algunos personajes bien afianzados en el imaginario colectivo, como Molière o La Fontaine, para que las élites parisinas comenzaran a mirar con buenos ojos aquel nuevo cementerio que se acabaría convirtiendo en uno de los más visitados del mundo.
"Las Cartas de los dos amantes (Epistolae duorum amantium) son un compendio de reflexiones sobre el amor y el deseo que constituyen un texto fundacional de la literatura francesa"
Una de esos enterramientos que contribuyeron a dar relumbrón a la necrópolis es, todavía hoy, uno de los más visitados por cuantos visitantes se dejan caer por el Distrito XX. Se trata del templete que acoge los restos de Abelardo y Eloísa, cuya insólita historia de amor pasó a los anales tanto por el relato que de la misma hizo su protagonista masculino como por la peculiaridad de los avatares a los que ambos tuvieron que hacer frente. Pedro Abelardo —castellanización recurrente de su verdadero nombre de pila, que era Pierre Abélard o Pierre Abaillard, o Petrus Abelardus, si se prefiere emplear su firma latina— fue filósofo, teólogo, poeta y monje y defendió con firmeza el conceptualismo, es decir, la tesis de que, aunque las abstracciones universales no tienen una correspondencia material en el mundo externo, sí existen como ideas en la mente humana, donde implican algo que trasciende los meros significantes. Él mismo contó su vida en un libro que tituló Historia calamitatum y en el que el victimismo es una constante ya desde el título. Abelardo nació en 1079 en Le Pallet, una villa fortificada próxima a Nantes, y tuvo la buena educación que se le supone al vástago de una familia acomodada. En vez de optar por la carrera militar, se puso a estudiar lógica y dialéctica y a los veinte años se trasladó a París para instruirse, de la mano del archidiácono Guillermo de Champaux, en la gramática y la retórica. Obtuvo el título de magister in artibus y comenzó hacia 1112 una carrera docente que le llevó por Melun, la colina de Saint-Geneviève y Laon. No debía de ser Abelardo un tipo especialmente agradecido —en su autobiografía, él culparía de sus desmanes a la envidia y los celos—, porque desde que dio sus primeros pasos en la enseñanza comenzó a ridiculizar a quienes habían sido sus mentores (el citado Guillermo de Champaux, también el profesor de teología Anselmo de Laon) hasta conseguir que sus discípulos los abandonaran para seguirle a él. Cuando regresó a París en 1114, obtuvo un gran éxito en la escuela catedralicia de Notre Dame, pero no tardaría mucho en padecer los disgustos que terminarían dilapidando la reputación de la que se había hecho acreedor.
 
 
Portada de una edición española de «Historia calamitatum».
 
No sólo se dedicaba Abelardo a la enseñanza. También componía, en lengua romance, piezas que entretenían a los estudiantes y gustaban especialmente a las mujeres. En torno a 1115, un año después de su regreso a la capital, conoció a Eloísa, hija ilegítima de un noble que también había recibido una instrucción temprana en la lectura y la gramática. Estaba a cargo de su tío Fulberto, a la sazón canónigo de la catedral de París, y ya había adquirido cierta notoriedad cuando Abelardo inició con ella una correspondencia que en principio tenía como fin ofrecerle sus servicios como docente, pero pronto comenzó a adquirir otros tintes. Las Cartas de los dos amantes (Epistolae duorum amantium) son un compendio de reflexiones sobre el amor y el deseo que constituyen un texto fundacional de la literatura francesa y hacen que se considere a Eloísa la primera escritora de occidente cuyo nombre superó las barreras del olvido. Los intercambios epistolares terminaron dando paso a los encuentros en carne y hueso, que a su vez desembocaron en una relación que no contaba con el beneplácito de nadie y que, para colmo, fue descubierta por Fulberto cuando los dos amantes se encontraban en pleno ejercicio de sus efusividades. El tío de Eloísa impuso entonces un alejamiento, pero se las arreglaron para volver a encontrarse. El destino fue tan contundente que quiso que ella se quedase embarazada, lo que hizo que Abelardo terminara disfrazándola de monja para secuestrarla y llevarla a Le Pallet, que quedaba fuera de la jurisdicción de las autoridades francesas. Allí nacería su hijo, al que pusieron por nombre Astralabe y cuyos cuidados quedaron encomendados a Denyse, la hermana de Abelardo. Éste regresó a París para obtener el perdón de Fulberto y le prometió que contraería matrimonio con su sobrina, cosa que no acababa de agradar a ésta porque entendía el matrimonio como una suerte de claudicación de la mujer, dado que lo relacionaba con el interés de la esposa por adquirir un nivel social derivado de la condición de su marido. Terminó cediendo, sin embargo, aunque el matrimonio se mantuvo en secreto y ella rehusó someterse al orden que su propia familia ha asumido al aceptar el enlace. Así, cuando Fulberto hizo saber que Abelardo y Eloísa eran pareja de pleno derecho, el primero envió a la segunda al monasterio de Argenteuil, pero, incapaz de reprimir su pasión, terminó saltando el muro para yacer con ella. Eso ya fue demasiado para Fulberto, que por su cuenta y riesgo hizo castrar a Abelardo. Eloísa decidió entonces tomar definitivamente los hábitos y eso marcó el inicio de un distanciamiento progresivo de quien fuera su amado. Los vaivenes personales de Abelardo —a quien acusaban de compaginar sus obligaciones religiosas con sus devociones maritales, y que para colmo terminó viendo cómo sus ideas teológicas eran condenadas en el Concilio de Sens— encontraban eco en la frustración de Eloísa, que se veía enclaustrada en la disciplina monástica en contra de su voluntad real. También ella tuvo que soportar dudas por su condición de célibe y esposa, pero se obstinó en fundar una regla monástica exclusivamente femenina y llegó a ser nombrada abadesa del Paraclet.

"El 16 de junio de 1817, los restos de ambos se trasladaron al cementerio del Père-Lachaise, en cuya séptima división reciben desde entonces a quien quiera visitarlos"
Abelardo falleció en la primavera de 1142, en la casa madre de la abadía de Cluny, y fue enterrado en Paraclet. Veintiún años después, el domingo 16 de mayo de 1164, Eloísa exhalaba su último suspiro en la abadía de Cherlieu y su cuerpo fue sepultado encima del de su esposo, a quien tiempo atrás había dedicado una composición fúnebre («Contigo soporté las desgracias / que contigo, cansada, duermo») que forma parte del corpus que la convirtió en una de las intelectuales más importantes de su tiempo, amén de un referente para las que habrían de venir después. El 16 de junio de 1817, los restos de ambos se trasladaron al cementerio del Père-Lachaise, en cuya séptima división reciben desde entonces a quien quiera visitarlos. Los arqueólogos cuestionan que los restos que acoge esa tumba sean realmente los de los infortunados amantes, pero eso no es óbice para que valga la pena acercarse por ese rincón a rendir homenaje a su memoria, por ver si eso les resarce en parte de su historia de amor y calamidad.

Fuente:  https://www.zendalibros.com/los-insolitos-amores-de-abelardo-y-eloisa/

viernes, 11 de octubre de 2019

El otro hombre, un cuento de Miguel Delibes

El otro hombre, un cuento de Miguel Delibes

Después de que su marido perdiese las gafas en la nieve, la protagonista de este relato de Miguel Delibes observa la cara desnuda del hombre con el que vive. Lo tiene claro: esa persona que está frente a ella no es su marido.

El otro hombre, un cuento de Miguel Delibes


Si nevaba en la ciudad, se originaba, en cada esquina, un próximo riesgo de romperse la crisma. La nieve caída y pisoteada se endurecía con la helada nocturna y las calles se transformaban en unas pistas relucientes y vítreas, más apropiadas para patinar que para transitar por ellas. Para los chicos, el acontecimiento era tan tentador que bastaba, incluso, para justificar sus ausencias de la escuela.
Y en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces el destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de veintisiete años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de fuera del puente. Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada. De que le amaba, no le cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así, nada justificaba aquel extraño retorcimiento, algo blando como un asco, que aquella mañana constataba en el fondo de sus entrañas. Que a Juan le faltasen las gafas no justificaba en apariencia nada trascendental, ni había tampoco nada de trascendental en la forma de producirse la rotura, al caer en la nieve la tarde anterior de regreso de la oficina. Y no obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso, con el largo pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde sucio, mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió una sacudida horrible.
—¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? —dijo él.
La interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces, mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato de blanda protección.
—¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme nada? —dijo ella, y pensó para sí: “¿Será un hijo? ¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy dentro de mí?”.
Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:
—Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren prisa.
Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible. Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio del cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran los de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las gafas prestaban al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser superior, cerebral y diligente. Y los de Juan, amparados por los cristales, eran, además, unos ojos fulgurantes, descarados, audaces. Por eso se enamoró de él, por aquellos ojos tan despiadados que para contenerles era necesario preservarles con una valla de cristal. “Estoy pensando tonterías”, se dijo. “Lo más seguro es que esto sea un niño. Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan cosas raras y ascos y aversiones sin fundamento.” La voz de él frente a ella la asustó.
—¿Qué piensas, querida, si puede saberse?
El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.
Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:
—No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.
No podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que él no era él: que su personalidad era tan menguada e inestable que desaparecía con las gafas rotas para transmudarle en un pelele. De repente ella se avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel hombre. ¿Qué diría Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las gafas arregladas y su mirada fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a escrutarla maritalmente, con sus ojos insípidos, mientras sus dientes trituraban ferozmente el panecillo empapado en café con leche. Ella sintió que las pupilas de un extraño buceaban descaradamente bajo sus ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez. “Este hombre no tiene ningún derecho a interpretarme así”, pensó. “Esto es un atrevimiento desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por allanamiento de persona”, se dijo en un vuelo fantástico de la imaginación. Pensó en todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de pie con violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:
—Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.
Ella veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos fofos, como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco como un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al notar el cuerpo de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los volvió a abrir. No, decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan Gómez, de veintisiete años, con sus gafas siempre limpias, impolutas, y un destello vivaz en las pupilas. Era otro hombre; un hombre extraño, que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre el pavimento, y de la caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y gritó fuerte. Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona sensualidad. Y Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de que ella pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se le ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas veces el destino y los grandes cambios de los hombres.

Fuente:https://www.zendalibros.com

Dan Auta, un cuento de José Ortega y Gasset



Dan Auta, un cuento de José Ortega y Gasset
Tras la muerte de sus padres, una niña se ve obligada a cuidar de su hermano pequeño. Ante la promesa de no permitir que el niño llore jamás, cede ante sus caprichos. Ambos escapan a través del bosque, huyendo del peligro.

Dan Auta, un cuento de José Ortega y Gasset


Una vez, hace mucho tiempo, en un tiempo que está en la espalda del tiempo, se casó un hombre con una mujer. Solos se fueron al bosque, cultivaron la tierra y se hicieron cuanto necesitaban. Tuvieron una hija que llamaron Sarra. Pasaron soles y soles, y cuando Sarra era ya moza, tuvieron otro hijo, tan pequeño, que le llamaron Dan-Auta. Poco después el padre enfermó. “Me muero” —se dijo el padre, y llamó a Sarra—; “Me muero” —le dijo el padre—. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore nunca”. El padre dijo esto y se murió.
Poco después la madre enfermó. “Me muero” —se dijo la madre, y llamó a Sarra—: “Me muero” —dijo a Sarra la madre—. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore jamás”. La madre dijo esto y se murió.
Permanecieron solos en el bosque Sarra y Dan-Auta. Pero les quedaba un granero lleno de harina del árbol del pan, y un granero lleno de habichuelas, y un granero lleno de sargo. Sarra dijo: “Con esto tendremos bastante para alimentarnos hasta que Dan-Auta sea hombre y pueda cultivar la tierra”.
Sarra se puso a moler maíz para hacer comida. Cuando tuvo la harina delgada, la puso en una calabaza y la llevó a la choza para cocerla. Luego salió a buscar leña, dejando solo a Dan-Auta que, menudillo, se arrastraba por el suelo y apenas podía tenerse sobre los pies. Dan-Auta se aburría, y acercándose a la calabaza, la volcó; luego tomó ceniza del hogar y la mezcló con el maíz. Cuando Sarra volvió, al ver lo que Dan-Auta había hecho, exclamó: “¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has tirado la harina que íbamos a comer? Dan-Auta comenzó a sollozar. Pero Sarra dijo en seguida: “¡No llores, no llores, Dan-Auta! Tu Baba (padre) y tu Inna (madre) dijeron que no llorases nunca”.
Sarra volvió a salir y Dan-Auta a aburrirse. En el hogar llameaba un tizón. Dan-Auta lo tomó, y, arrastrándose fuera de la choza, puso fuego al granero de maíz, y al granero de harina del árbol del pan, y al granero de habichuelas, y al granero de sargo. En esto llegó Sarra, y, viendo todas las despensas consumidas por el fuego, gritó: “¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has quemado todo lo que teníamos para comer? ¿Cómo viviremos ahora?”
Dan-Auta, al oírla, comenzó a sollozar; pero Sarra se apresuró a decirle: “¡Dan Auta mío, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Has quemado cuanto teníamos; pero ven, ya buscaremos qué comer”.
Sarra colocó a Dan-Auta en su espalda y, sujetándolo con su vestido, echó a andar por el bosque. Sarra encontró un camino y por él caminó hasta llegar a una ciudad. Acertó a pasar por el barrio del rey. La primer mujer del rey los recibió y se quedaron a vivir con ella. Cada día les daba de comer.
Sarra llevaba siempre a Dan-Auta atado a su espalda. Las otras mujeres le decían: “Sarra, ¿por qué llevas siempre a Dan-Auta sobre tu espalda? ¿Por qué no le pones en el suelo y le dejas jugar como los otros chicos?” Y Sarra respondía: “Dejadme hacer mi hacer. El padre y la madre de Dan-Auta han dicho que no llorase nunca. Mientras lleve a Dan-Auta sobre mí, no llorará. Tengo que cuidar de que Dan-Auta no llore”.
Un día dijo Dan-Auta: “Sarra, yo quiero jugar con el hijo del rey”. Sarra entonces lo puso en tierra, y Dan-Auta jugó con el hijo del rey. Sarra tomó un cántaro y salió por agua. En tanto, el hijo del rey cogió un palo y Dan-Auta cogió otro palo. Ambos jugaron con los palos. El hijo del rey y Dan-Auta se pusieron a darse de palos. Dan-Auta, de un palo, le sacó un ojo al hijo del rey, y el hijo del rey quedó tendido.
En esto Sarra llegó. Vio que Dan-Auta había sacado un ojo al hijo del rey. Nadie estaba presente. El hijo del rey comenzó a gritar. Sarra dejó el cántaro y tomando a Dan-Auta, salió de la casa, salió del barrio del rey, salió de la ciudad todo lo de prisa que pudo.
Nadie estaba presente cuando Dan-Auta sacó el ojo al hijo del rey: pero el niño gritó. El rey, al oírlo, preguntó: “¿Por qué llora mi hijo?” Sus mujeres fueron a ver lo que ocurría, y al notar la desgracia, comenzaron a gritar. Oyó el rey los gritos de sus cuarenta mujeres y acudió presuroso. “¿Qué es esto? ¿Quién ha hecho esto?” —preguntó el rey—. Y el hijo del rey repuso: “Dan-Auta”.
“¡Salid! —dijo entonces a sus guardianes—. ¡Id por toda la ciudad! ¡Buscad por toda la ciudad a Sarra y Dan-Auta!” Los guardias salieron y miraron casa por casa, pero en ninguna hallaron lo que buscaban. En vista de ello, el rey llamó a sus gentes; llamó a todos sus soldados, llamó a los de a pie y a los de a caballo, y les dijo: “Sarra y Dan-Auta han huido de la ciudad. Busquémoslos en el bosque. Yo mismo iré con los de a caballo para buscar a Sarra y Dan-Auta.
Dos días seguidos había corrido Sarra con Dan-Auta al lomo. Al cabo de ellos no podía más y justamente entonces oyó que el rey y sus caballeros llegaban en su busca. Había allí un árbol muy grande, y Sarra dijo: “Subiré al árbol y así podré ocultarme entre las hojas con Dan-Auta”.
Subió, en efecto, al árbol, con Dan-Auta a su espalda, y se ocultó en la tupida fronda. Poco después llegaba junto al árbol el rey con los caballeros. “He cabalgado dos días -dijo- y estoy cansado; poned mi silla de cañas bajo el árbol, que quiero descansar”. Así lo hicieron sus hombres, y el rey se tendió en su silla, bajo la rama donde Sarra y Dan-Auta reposaban.
Dan-Auta se aburría, pero vio al rey allá abajo, y dijo a Sarra: “¡Sarra!” Sarra dijo: “¡Calla, Dan Auta, calla!” Dan-Auta comenzó a sollozar. Sarra se apresuró a decirle: “¡No llores, Dan-Auta, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Di lo que quieras”. Dan-Auta dijo “Sarra, quiero hacer pis. Quiero hacer pis encima de la cabeza del rey”. Sarra exclamó: “¡Ay, Dan-Auta, nos matarán si haces eso; pero no llores y haz lo que quieras!”
El rey miró entonces a la pompa del árbol. Vio a Sarra, vio a Dan-Auta, y gritó: “Traed hachas y echemos abajo el árbol”. Sus gentes corrieron y trajeron hachas. Comenzaron a batir el árbol. El árbol tembló. Luego dieron golpes más profundos en el tronco. El árbol vaciló. Luego llegaron a la mitad del tronco y el árbol empezó a inclinarse. Sarra dijo: “Ahora nos prenderán y nos matarán”. Un gran churua —un gavilán gigante— voló entonces sobre el bosque, y vino a pasar cerca del árbol donde Sarra y Dan-Auta reposaban. Sarra vio al churua. El árbol se inclinaba, se inclinaba. Sarra dijo al churua: “¡Churua mío! Las gentes del rey van a matarnos, a Dan-Auta y a mí, si tú no nos salvas”. Oyó el churua a Sarra y acercándose puso a Sarra y a Dan-Auta sobre su espalda. El árbol cayó y el pájaro voló con Sarra y Dan-Auta. Voló muy alto sobre el bosque, siguió volando hacia arriba, siempre hacia arriba. Dan-Auta miraba al pájaro; vio que movía la cola como un timón, y se entretuvo observándola bien. Pero luego Dan-Auta se aburría, y dijo: “¡Sarra!” Sarra repuso: “¿Qué más quieres, Dan-Auta?” Y como Dan-Auta sollozase, añadió: “No llores, no llores, que padre y madre dijeron que no lloraras. Di lo que quieres”. Dan-Auta dijo: “Quiero meter el dedo en el agujero que el pájaro lleva bajo la cola”. Dijo Sarra: “Si haces eso, el pájaro nos dejará caer y moriremos; pero no llores, no llores, y haz lo que quieras”.
Dan-Auta introdujo su dedo donde había dicho. El pájaro cerró las alas. Sarra y Dan-Auta cayeron, cayeron de lo alto.
Cuando Sarra y Dan-Auta estaban ya cerca de la tierra, comenzó a soplar un gran gugua, un torbellino. Sarra lo vio y dijo: “¡Gugua mío! Vamos a caer en seguida contra la tierra, y moriremos si tú no nos salvas”. El gugua llegó, arrebató a Sarra y Dan-Auta, y transportándolos a larga distancia, los puso suavemente en el suelo. Era aquel sitio un bosque de una comarca lejana.
Sarra avanzó por el bosque con Dan-Auta y encontró un camino. Caminando el camino llegaron a una gran ciudad, a una ciudad más grande que todas las ciudades. Un fuerte y alto muro la rodeaba. En el muro había una gran puerta de hierro que era cerrada todas las noches, porque todas las noches, apenas moría la ciudad, aparecía un terrible monstruo: un Dodo. Este Dodo era alto como un asno, pero no era un asno. Este Dodo era largo como una serpiente gigante, pero no era una serpiente gigante. Este Dodo era fuerte como un elefante, pero no era un elefante. Este Dodo tenía unos ojos que dominaban en la noche como el sol en el día. Este Dodo tenía una cola. Todas las noches el Dodo se arrastraba hasta la ciudad. Por esta razón se había construido el muro contra la gran puerta de hierro. Por ella entraron Sarra y Dan-Auta. Tras el muro, junto a la puerta, vivía una vieja. Sarra les pidió que los amparase. La vieja dijo: “Yo os ampararé. Pero todas las noches viene un terrible Dodo ante la ciudad y canta con una voz muy fuerte. Si alguien le responde, el Dodo entrará en la ciudad y nos matará a todos. Cuida, pues, de que Dan-Auta no grite. Con esta condición, yo os ampararé.
Dan-Auta oía todo esto. Al día siguiente fue Sarra al interior de la ciudad para traer comida. Entre tanto, Dan-Auta buscó ramas secas y pequeños trozos de madera, que encontró junto al muro. Luego corrió por la ciudad y donde veía un makodi, piedra redonda con que se machacaba el grano sobre una losa, lo cogía. Así reunió cien makodis. Luego se dijo: “Sólo necesito unas tenazas”. Y andando por la ciudad vio unas abandonadas. Junto al muro donde había amontonado la leña, colocó los makodis y ocultas bajo ellos, las tenazas. Nadie advirtió la faena del pequeño Dan-Auta.
A la vuelta, Sarra le dijo: “Entra en seguida en la casa, Dan-Auta, porque pronto vendrá el terrible Dodo y puede matarnos”. Dan-Auta repuso: “Yo quiero quedarme hoy fuera”. Sarra dijo: “Entra en casa”. Dan-Auta comenzó a sollozar: pero Sarra le dijo inmediatamente: “Dan-Auta mío, no llores. Tu padre y tu madre dijeron que no llorases nunca. Si quieres quedarte fuera, quédate fuera”. Sarra entró en la casa donde estaba la vieja.
Dan-Auta permaneció fuera, sentado ante la casa de la vieja. Todas las gentes de la ciudad estaban en sus casas y habían cerrado tras de sí las puertas. Sólo Dan-Auta quedaba a la intemperie. Corrió al lugar donde había puesto la leña y le prendió fuego. Los makodis en el fuego se pusieron ardientes como ascuas.
En esto se sintió que llegaba el Dodo. Subió al muro Dan-Auta, y vio al monstruo que venía a lo lejos. Sus pupilas brillaban como el sol y como incendios. Dan-Auta oyó al Dodo que con una voz terrible, cantaba:
—¡Vuayanni agarinana ni Dodo! ¿Quién es en esta ciudad como yo, Dodo?
Cuando Dan-Auta oyó esto, cantó a su vez desde el muro con todas sus fuerzas hacia el Dodo: “¡Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta! Yo soy como tú en esta ciudad; yo soy como tú; yo, Auta”.
Cuando oyó esto el Dodo, se acercó a la ciudad. Llegó muy cerca, muy cerca, y cantó: “¡Vuayanni agarinana ni Dodo!”
Al cantar esto el Dodo, los árboles se estremecían en el aire, y la hierba seca empezó a arder. Pero Dan-Auta contestó: “¡Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta!”
Al oír esto el Dodo, se alzó sobre el muro. Dan-Auta bajó corriendo y se fue junto al fuego, donde relumbraban como ascuas los makodis ardientes.
El Dodo entonces cantó de nuevo con voz más terrible que nunca, y Dan-Auta una vez más le contestó. Todos los hombres en la ciudad temblaron dentro de sus casas al oír tan cerca la horrible voz del monstruo. Más fiero que nunca, el Dodo comenzó a repetir su canto:
“¡Vuayanni!…”
Pero al abrir sus fauces para este grito, Dan-Auta le lanzó con las tenazas diez makodis ardientes, que le abrasaron la garganta. Enronquecido gritó el Dodo:
“¡Agarinana!…»
Pero Dan-Auta le hizo tragar otros diez makodis incendiados, que le hicieron prorrumpir un gran quejido. Entonces, con voz débil, siguió:
“Ni Dodo”
Y Dan-Auta, aprovechando la abertura de las fauces, le envió el resto de los makodis. El Dodo se retorció y murió, mientras Dan-Auta, subiendo al muro, cantó:
“Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta”.
Luego con un cuchillo que había dejado fuera de la casa, cortó al Dodo la cola y, ocultándola en un morralillo, entró con ella en la habitación de la vieja; se deslizó junto a Sarra y se durmió.
A la mañana siguiente salían de sus casas cautelosamente los habitantes de la ciudad. Los más decididos fueron a ver al rey. Él preguntó: “¿Qué ha sido lo que esta noche ha pasado?”
Ellos respondieron: “No lo sabemos. Por poco no nos morimos de miedo. La cosa ha debido ocurrir junto a la puerta de hierro”. Entonces el rey dijo a su Ministro de Cazas: “Ve allá y mira lo que hay”.
El Ministro de Cazas fue allá, y, subiendo, medroso, al muro, vio al Dodo muerto. Corriendo volvió al rey y dijo: “Un hombre poderoso ha matado al Dodo”. Entonces el rey quiso verlo, y cabalgó hasta el muro. Vio al monstruo tendido y sin vida. El rey exclamó: “En efecto, el Dodo ha sido muerto y le han cortado la cola. ¡Busquemos al valiente que lo ha matado!”
Un hombre que tenía una yegua, la mató y le cortó la cola. Otro hombre que tenía una vaca, la mató y le cortó la cola. Otro que tenía un camello, lo mató y le cortó la cola. Cada uno de ellos fue al rey y mostró la cola de su animal como si fuese la del Dodo. Pero el rey conoció el engaño, y dijo: “Todos sois unos embusteros. Vosotros no habéis muerto al Dodo. Yo y todos hemos oído en la noche la voz de un niño. ¿Vive por aquí cerca, junto a la puerta de hierro, algún niño extranjero?”
Los soldados fueron a casa de la vieja y preguntaron: “¿Vive aquí algún niño forastero?” La vieja respondió: “Conmigo viven Sarra y Dan-Auta”. Los soldados fueron a Sarra y preguntaron: “Sarra, ¿ha matado al Dodo el pequeño Auta?” Sarra respondió: “Yo no sé nada; pregúntenselo a él”. Entonces fueron los soldados a Dan-Auta y le preguntaron: “Dan-Auta, ¿has matado tú al Dodo? El rey quiere verte”. Dan-Auta no respondió. Tomó su morralillo y fue con los soldados ante el rey. Abrió el morralillo y, sacando la cola del Dodo, la mostró al Rey. Entonces el Rey dijo: “Sí, Dan-Auta ha matado al terrible Dodo”.
El Rey dio a Dan-Auta cien mujeres, cien camellos, cien caballos, cien esclavos, cien casas, cien vestidos, cien ovejas y la mitad de la ciudad.

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En el tren, un cuento de Leopoldo Alas «Clarín»



En el tren, un cuento de Leopoldo Alas «Clarín»
El duque del Pergamino es un aristócrata de lo más “snob” que se dirige a Biarritz a iniciar sus vacaciones. Algo le va a suceder en ese tren. 

En el tren, un cuento de Leopoldo Alas «Clarín»


El duque del Pergamino, marqués de Numancia, conde de Peñasarriba, consejero de ferrocarriles de vía ancha y de vía estrecha, exministro de Estado y de Ultramar… está que bufa y coge el cielo… raso del coche de primera con las manos; y a su juicio tiene razón que le sobra. Figúrense ustedes que él viene desde Madrid solo, tumbado cuan largo es en un reservado, con que ha tenido que contentarse, porque no hubo a su disposición, por torpeza de los empleados, ni coche-cama, ni cosa parecida. Y ahora, a lo mejor del sueño, a media noche, en mitad de Castilla, le abren la puerta de su departamento y le piden mil perdones… porque tiene que admitir la compañía de dos viajeros nada menos: una señora enlutada, cubierta con un velo espeso, y un teniente de artillería.
¡De ninguna manera! No hay cortesía que valga; el noble español es muy inglés cuando viaja y no se anda con miramientos medievales: defiende el home de su reservado poco menos que con el sport que ha aprendido en Eton, en Inglaterra, el noble duque castellano, estudiante inglés.
¡Un consejero, un senador, un duque, un exministro, consentir que entren dos desconocidos en su coche, después de haber consentido en prescindir de una berlina-cama, a que tiene derecho! ¡Imposible! ¡Allí no entra una mosca!
La dama de luto, avergonzada, confusa, procura desaparecer, buscar refugio en cualquier furgón donde pueda haber perros más finos… pero el teniente de artillería le cierra el paso ocupando la salida, y con mucha tranquilidad y finura defiende su derecho, el de ambos.
—Caballero, no niego el derecho de usted a reclamar contra los descuidos de la Compañía… pero yo, y por lo visto esta señora también, tengo billete de primera; todos los demás coches de esta clase vienen llenos; en esta estación no hay modo de aumentar el servicio… aquí hay asientos de sobra, y aquí nos metemos.
El jefe de la estación apoya con timidez la pretensión del teniente; el duque se crece, el jefe cede… y el artillero llama a un cabo de la Guardia civil, que, enterado del caso, aplica la ley marcial al reglamento de ferrocarriles, y decreta que la viuda (él la hace viuda) y su teniente se queden en el reservado del duque, sin perjuicio de que éste se llame a engaño ante quien corresponda.
Pergamino protesta; pero acaba por calmarse y hasta por ofrecer un magnífico puro al militar, del cual acaba de saber, accidentalmente, que va en el expreso a incorporarse a su regimiento, que se embarca para Cuba.
—¿Con que va usted a Ultramar a defender la integridad de la patria?
—Sí señor, en el último sorteo me ha tocado el chinazo.
—¿Cómo chinazo?
—Dejo a mi madre y a mi mujer enfermas y dejo dos niños de menos de cinco años.
—Bien, sí; es lamentable… ¡Pero la patria, el país, la bandera!
—Ya lo creo, señor duque. Eso es lo primero. Por eso voy. Pero siento separarme de lo segundo. Y usted, señor duque, ¿a dónde bueno?
—Phs… por de pronto a Biarritz, después al Norte de Francia… pero todo eso está muy visto; pasaré el Canal y repartiré el mes de Agosto y de Septiembre entre la isla de Wight, Cowes, Ventnor, Ryde y Osborn…
La dama del luto y del velo, ocupa silenciosa un rincón del reservado. El duque no repara en ella. Después de repasar un periódico, reanuda la conversación con el artillero, que es de pocas palabras.
—Aquello está muy malo. Cuando yo, allá en mi novatada de ministro, admití la cartera de Ultramar, por vía de aprendizaje, me convencí de que tenemos que aplicar el cauterio a la administración ultramarina, si ha de salvarse aquello.
—Y usted ¿no pudo aplicarlo?
—No tuve tiempo. Pasé a Estado, por mis méritos y servicios. Y además… ¡hay tantos compromisos! Oh, pero la insensata rebelión no prevalecerá; nuestros héroes defienden aquello como leones; mire usted que es magnífica la muerte del general Zutano… víctima de su arrojo en la acción de Tal… Zutano y otro valiente, un capitán… el capitán… no sé cuántos, perecieron allí con el mismo valor y el mismo patriotismo que los más renombrados mártires de la guerra. Zutano y el otro, el capitán aquél, merecen estatuas; letras de oro en una lápida del Congreso… Pero de todas maneras, aquello está muy malo… No tenemos una administración… Conque ¿usted se queda aquí para tomar el tren que le lleve a Santander? Pues ea; buena suerte, muchos laureles y pocos balazos… Y si quiere usted algo por acá… ya sabe usted, mi teniente, durante el verano, isla de Wight, Cowes, Ryde, Ventnor y Osborn…
El duque y la dama del luto y el velo quedan solos en el reservado. El exministro procura, con discreción relativa, entablar conversación.
La dama contesta con monosílabos, y a veces con señas.
El de Pergamino, despechado, se aburre. En una estación, la enlutada mira con impaciencia por la ventanilla.
—¡Aquí, aquí! —grita de pronto—; Fernando, Adela, aquí…
Una pareja, también de luto, entra en el reservado: la enlutada del coche los abraza, sobre el pecho de la otra mujer llora, sofocando los sollozos.
El tren sigue su viaje. Despedida, abrazos otra vez, llanto…
Quedaron de nuevo solos la dama y el duque.
Pergamino, muerto de impaciencia, se aventura en el terreno de las posibles indiscreciones. Quiere saber a toda costa el origen de aquellas penas, la causa de aquel luto… Y obtiene fría, seca, irónica, entre lágrimas, esta breve respuesta:
—Soy la viuda del otro… del capitán Fernández.

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