viernes, 18 de marzo de 2011
jueves, 17 de marzo de 2011
Gustavo Adolfo Bécquer (EL MISERERE - Leyenda Religiosa)
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero le tengo tanta afición que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando su páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuentemente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad es que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: "Crujen... crujen los huesos, y de sus medulas ha de parecer que salen los alaridos"; o esta otra: "La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo y no se confunde nada, y todo es la humanidad que solloza y gime"; o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: "Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura".
-¿Sabéis qué es esto?- pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
I
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar puso el hermano a quien se hizo esta demanda a la disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.
-Yo soy músico- respondió el interpelado -. He nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; más al intentar pedirle a Dios misericordia no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro, y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, que comienza: Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos; tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: "¡Misericordia!", y el Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.
-Después- Continuó - de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.
-¿Todos?- dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes-. ¿A que no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?
-¿El Miserere de la Montaña?- exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino, y luego prosiguió con una entonación misteriosa-: Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que, como yo, andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia muy antigua, pero tan verdadera como, al parecer, increíble.
"Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace muchos años, ¡qué digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso, cuyo monasterio, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legarle a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que por lo que se verá más adelante debió ser la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que su bienes estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere pusieron fuego al monasterio, entraron a saco la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile a vida. Después de esta atrocidad se marcharon los bandidos, y su instigador con ellos, a dónde no se sabe, a los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón de donde nace la cascada que, después de estrellarse de peñón en peñón, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero - interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes.
Dicho lo cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que todos los años, tal noche como en la que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia, y se oyen como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a imperar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la del Jueves Santo y acaban de dar las ochos en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa.
-Pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos, al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
-¿Adonde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que morir en el pecado.
Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacia crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor:
-¡Está loco! -exclamó el lego.
-¡Está loco! -repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.
II Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban, negras e imponentes, las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos oscuros jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos de su letargo por la tempestad, sacaban sus diformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero, que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba aguardaba ansioso la hora que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió: aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
"¡Si me habrá engañado!", pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada... dos... tres..., hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los féstones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad con una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a las piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta, como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y a par del ara se levantaronn las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con su columnas un laberinto de pórfido.
Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves que parecían salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose de cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre la que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de su hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas y,agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David.
-Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras y, penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde, con voz más levantada y solemne, prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse no apenas concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del rey salmista, con notas y acorde tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico, que la presenciaba; absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño, en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una conmoción fuertísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta en la medula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere.
-In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno de interprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
-Auditi meo dabis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa humiliata.
En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del romoro, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y no oyó más.
III
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis, al cabo, el Miserere? - le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al abad-, un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda. El abad, por compasión, aún creyéndole un loco, accedió, al fin, a ella y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y exclamaba:
-¡Eso es; así, no hay duda..., así! - y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes y hasta la mitad del salmo; pero al llegar la último que había oído en la montaña le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió en fin, sin poder terminar el Miserere, que como una cosa extraña guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In pecatis concepit me mater mea
Estas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música. Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo. ¿Quién sabe si no será una locura?
jueves, 3 de marzo de 2011
VIDA Y ENGAÑOS DE MAGDALENA DE LA CRUZ DE LA VILLA DE AGUILAR, REINO DE CORDOBA
Esta es Magdalena de la Cruz, cuya fama se extendió tanto que le trajeron a Córdoba las mantillas del príncipe Felipe II para que las bendijese. Permite Nuestro Señor semejantes vidas y engaños para fines admirables de su divina providencia. Sacaré las cosas de esta prodigiosa mujer de relaciones que andan de mano en mano sacadas del auto y proceso de la Santa Inquisición, que la castigó para espanto de otras mujeres livianas y para salvación de su alma, que su buena muerte y vida de penitencia ejemplar dan muestras y señales de la misericordia que de Nuestro Señor se espera con ella.
Nació Magdalena de la Cruz en Aguilar, villa principal de Andalucía y reino de Córdoba. Criáronla sus padres en grande recogimiento y virtud. Desde niña enseñáronla a frecuentar los sacramentos y, como en aquellos tiempos se usaba tan poco de ese ejercicio santo, la novedad y su recogimiento grande, composición en su persona, traje y palabras le dio buen nombre en su tierra y comenzáronla a llamar la santa. Aunque a los principios de este nombre tan alto le causaba colores en el rostro viéndose tan lejos de merecerlo después le fue agradando y regalando los oídos y el corazón, holgándose viesen, notasen todos, mirasen la alabanza y buenas obras. Polilla cruel de sus buenos principios. ¡Oh soberbia a cuántos has derribado siendo en valor y ánimo excelentes! Es vicio que todo lo mancilla y puerta abierta para que el demonio haga sus mangas.
Pasaba el santísimo sacramento por su casa. Al ruido de la gente y campanilla acudió a la puerta más cercana para verle pasar. Estaba la pared hendida y abierta, llegó depriesa y arrojóse de rodillas por adorar al Señor de todo lo criado por aquella hendidura. La gente viola desde la calle y comenzó a decir a voces que se le había abierto la pared a la santa. Y siendo falsedad, preguntada de algunas personas respondió que era verdad, que Nuestro Señor le había hecho merced se le abriese la pared para que le viese pasar y le adorase. Comenzó el demonio aparecérsele en algunas figuras diversas de ángel de luz y santos, sus devotos, para engañarla poco a poco hasta que claramente se le descubrió. Y siendo mujer flaca no temió de hablarle y hacer pacto con él ofreciéndosele a su servicio pero con una condición; que no se había de condenar. Bien ridícula para el demonio. Hizole mil engaños de Satanás debajo de imagen aparente buena y hermosa, díjole que Dios la quería hacer una gran merced dotándola de perpetua virginidad y, para que estuviese cierta de ello, le daba por señal apretarle dos dedos de la mano. Hízolo de manera que nunca más le crecieron. Esto era en tiempo que, apareciéndole el demonio en figura de animales feos y hediondos, de hombres deshonestísimos y lo ordinario en figura de un negro abominable con quien le decía y persuadía tuviese cosas contra esta virtud, llegó a persuadirle que estas cosas lascivas no eran pecados. Siendo tan abominable maldad al principio desechó este deshonesto demonio y torpe negro de sí con un crucifijo que le puso delante. Después consintió en sus fingidas y disimuladas torpezas. Llegó a decirle el demonio, en figura al parecer buena, que Dios le había comunicado sus llagas, que siempre dan en ellas estas fingidas santas. Hallóse con una señal encima del costado que a veces le salía alguna sangre y sentía tanto dolor que se caía en el suelo desmayada. Lo mismo tuvo en una mano y afirmó le duraron doce años con intensos dolores. Leyendo una vez en Aguilar la vida de Santa María Egipciaca le vino en grande deseo de irse a el desierto a hacer penitencia e imitar a aquella santa. Hizo en secreto un vestido de hombre y, a medianoche, vistiéndoselo se halló dentro de su casa porque el demonio le trajo bien apriesa por no perder la fama de virtud falsa que tenía antes de acrecentarla. Tomó por devoción de no hablar ni comer en una cuaresma. Llevoló tan adelante que no comía más que un poco de pan y agua, ni abrió la boca para hablar. Supose en el lugar en que ella se alegró mucho y ayudó por su parte a publicarlo.
Temiendo no caer de este buen nombre y fama se determinó entrarse a monja. Y pareciéndole a proposito el convento de Santa Isabel de los Ángeles de Córdoba, donde se vive hoy con grande perfección y santidad, pidió el hábito y recibiéronla fácilmente por parecerles persona bien a propósito para mejorar su casa en virtud. Prosiguió en aquella santa casa su tratos y conversaciones con el demonio. Confesó le había dicho el mismo día que pasó la prisión del rey Francisco y otras cosas que sucedían. Vino un buen clérigo a verla con ánimo de experimentar si era verdad lo que de ella oía, dijo en una venta su intención y más presto el demonio a Magdalena de la Cruz. Cuando entró por el locutorio le dijo:"Venirme señor a afrentar, volveos con Dios". Quedo el sacerdote asombrado y bien engañado que aquella mujer era santa.
Para llevar este mal nombre adelante era necesario comulgar y confesar amanecido haciendo mil sacrilegios. Porque, como ella declaró, nunca dijo verdad y cuando acababa de comulgar, callando aquellos pecados, dijo y juró que eran tan grandes los dolores y rabias de dolor de corazón y entrañas que pasaba que cada vez pensaba era el último de su vida y porque algunas veces vio en la ostia a Cristo Nuestro Señor crucificado. Tantas voces le daba aquel amoroso padre de las almas para que dejase el demonio y se volviese a su majestad y siempre salía más dura y empedernida. Por no padecer tan pesados dolores pidió al demonio le pusiese una forma sin consagrar y viéndole el sacerdote cuando comulgaba a las demás admirado pasaba adelante a comulgar a las demás monjas. Y ella, otras veces, se la ponía con disimulación. Disimulaba este tormento con hacer la llevasen en comulgando a su celda y la acostasen en la cama porque era imposible hacerlo por sus pies para sus trabajos a solas. Y fingía eran desmayos de puro amor de Dios, a tanto llegó la malicia humana. Confesó que en el convento porque la tuvieran por santa había comido siete años a reo, solo pan y agua, y no pudiendo ya llevar tan largo ayuno publicó no quería comer bocado del mundo y de secreto iba a hurtar algunas cosas de comer conque se sustentara. ¡Qué mal empleados ayunos y martirios! Llegó a decir con palabras blasfemas de Dios le enviaba del cielo la comida.
Estando muchas horas arrobada fingidamente engañando al mundo una vez le metieron tres alfileres largos por el pie, mano y tobillo y dijo no los sintió. Estuvo por esta causa muchos días enferma en la cama. Cayéronsele unos huevos en el suelo, no se le quebraron y ella publicó era milagro habiendo caído en una poca de mezcla. Desconcertóse un brazo una noche, el demonio un Sábado Santo hizo con sus trazas e invenciones que saliese de su trabajo, ella publicó que Cristo Resucitado le había hecho aquella merced. Viose alguna veces se le abrían las paredes y pasaba por ellas. Quiso probar su provincial si esto era verdad. Metió dentro de la huerta dos religiosos siervos de Dios, púsolos por guarda de una celdilla donde la encerró tapiando la puerta a cal y canto. A la mañana siguiente la hallaron paseándose junto a la alberca, cosas por cierto prodigiosas y raras permitidas de Nuestro Señor para soberanos fines. Varias veces la vieron en diversas ciudades lejos de Córdoba si no es que el demonio tomaba su figura aparente.
En algunas apariciones que tuvo de santos y ángeles, en cuya figura se le aparecía el demonio para engañarle, dijo con notable verdad que dejaba de ver no eran de Dios sino del demonio, porque si fueran cosa guiada del cielo ella quedaría más humilde y no manifestaría a persona alguna la merced que Dios le hacía y le pesara mucho se supiese esta soberbia. Fue causa se conociese su mala vida porque quería que en el conventos todas le hincasen la rodilla cuando pasaban delante de ella y porque algunas se descuidaran les daba grandes reprehensiones. Y como es verdad de Cristo Nuestro Señor que no hay cosa oculta que no salga alguna vez a plaza, aunque mayor disimulación y silencio hay en ella, permitió Su Majestad se viniese a saber este trato con el demonio porque diversas veces le oyeron hablar en su celda las cosas. Mostraron bien no poder salir de otro que del autor de la mentira. Llegóse a esto oir una noche en San Francisco del Monte, casa de santísimos religiosos, en una horrible tempestad a los demonios conjurados por aquellos santos varones que llevaban gran fiesta al demonio familiar de Magdalena de la Cruz. Al fin todas estas cosas y otras vehementes sospechas forzaron a los señores del Santo Oficio recogerla en sus cárceles donde, deseando salir de estos trabajos y martirios en que vivía, que estaba cansada y acosado con ellos, confesó de plano toda la verdad y las cosas aquí referidas. Usaron con ella grande misericordia aquellos señores como lo tiene de costumbre imitando tanto la de Dios. Salió al auto que se hizo en Córdoba concurriendo a él toda la ciudad por la grande fama de esta mujer. Descubrieron su engaños e invenciones, sus tratos con el demonio, ayuno de vagamente y fue condenada a reclusión perpetua en un monasterio donde sirvió, en oficios los más viles y bajos sin permitir se sentase en casa alguna en lugar honrado. Tomó esta penitencia con buena voluntad y llevólo con gran paciencia y otras secretas que le dieron aquellos señores. Eran sus ojos fuentes de lágrimas y su cuerpo tratado asperísimamente por satisfacer sus pecados. Finalmente, es común fama del conventos donde vivió lo restante de su vida y murió, que la fama tan falsa que antes tenía de virtud y santidad, cuando dio en estas veras de humildad y penitencia, la podía merecer.
Buen ejemplo tiene aquí muchas mujeres livianas amigas de unos extraordinarios caminos, unas oraciones o sueños que ellas se fingen en donde quieren Dios les hable el corazón. Adviertan el peligro en que se ponen y cojan el ordinario camino de la Iglesia, de oración y mortificación, dejando estas invenciones y modos de hablar de Dios y revelaciones inventadas de su flaca cabeza. Y en muchos días no fue menor el suceso de la monja de Santo Domingo en Portugal, llamada María de la Visitación, que engañó mucho más aquel reino con sus llagas fingidas y sus embelesamientos y ratos que ella tanto publicó. Después, por orden del señor arquiduque Alberto, gobernador de aquel reino, vino a confesar ante los señores de la suprema inquisición don Miguel de Castro, arzobispo de Lisboa, el doctor Paulo Alfonso, el padre Jorge Serrano de la Compañía de Jesús y el licenciado Antonio de Mendoza, haciéndose primera experiencia de la verdad con lavatorios que le dieron, con los cuales no quedó rastro ni señal de llagas, que ella se las hacía con un cuchillo cuando la visitaban sus superiores. Y después, con tanta particular, confesaba las señales. Confesó haber tenido trato con el demonio y que los resplandores y ratos eran fingidos. Aquellos salían de un braserillo de fuego que llevaba en el pecho, lo soplaba de cuando en cuando y parecían luces en el rostro porque la tuviesen por santa. Sentenciáronla a reclusión perpetua y algunas disciplinas y ayunos cada semana. Y año de 1590 sacaron en auto en Córdoba unas beatas de Jaén, la Romera y Antonia Rodríguez, natural de Sevilla, y otras con Gaspar Lucas, clérigo de aquella ciudad. Fingieron revelaciones y tratos públicos. iban acompañados de vana soberbia y de cosas deshonestísimas indignas de referirlas en este lugar. Dios conserve aquestos señores del tribunal santo de la Inquisición por cuyo medio Nuestro Señor nos hace tantas mercedes de alumbrarnos y estorbar los engaños con que Satanás cada día pretende pervertir las almas. Siempre he visto y experimentado que las virtudes verdaderas desean estar encubiertas y les pesa en el alma se publiquen, y si algo se rastrea afirman y pregonan ser nada. Aquestas mujercillas, deshonra de la virtud, procuran que sus honras vanas lleven gran parte del aplauso y la honra popular.
HISTORIA GENERAL DE CORDOBA DE ANDRES DE MORALES
Adelina Cano Fernández
Vicente Millán Torres
Edita Ayuntamiento de Córdoba
martes, 1 de marzo de 2011
ADRIAN HENRI (EL AMOR ES...)
El amor es un club con dos socios nada más
El amor es pasearse cogidos de las manos
manchadas de pintura
El amor es
El amor es pescado frito y patatas chips
en las noches de invierno
El amor es mantas llenas de extrañas delicias
El amor es cuando no se apaga la luz
El amor es
El amor es los regalos en las tiendas navideñas
El amor es cuando se está en el séptimo cielo
El amor es lo que pasa cuando se para la música
El amor es
El amor es slips blancos olvidados y solos
El amor es un camisón rosa todavía tibio
El amor es cuando hay que irse de madrugada
El amor es
El amor eres tú y el amor soy yo
El amor es una cárcel y el amor es libre
El amor es lo que se queda
cuando estás lejos de mí
El amor es...
ADRIAN HENRI (NO MIRES)
mira las libélulas
centelleando mira al río
No escuches mis palabras
escucha a los grillos
estridentes en el henar escucha el agua
No me toques
no toques mis labios mi cuerpo
toca la tierra viviente de juncos
trébolo valeriano toca la luz del sol
Amada,
estas cosas que te traigo
no las veas tan sólo conoce
un paisaje en tu cuerpo
y un río en mis ojos
ANTONO MACHADO (COPLAS POPULARES Y NO POPULARES ANDALUZAS)
-no todos quieren guardarse-
buscan a la mujer!
Tres veces dormí contigo
tres veces infiel me fuiste,
morena, conmigo mismo.
Pasó Don Juan por tu calle,
y en tu balcón le dijeron:
suba un ratito, Don Nadie.
¡Linda dama de mis sueños
hablando siempre con otro,
con otro, sin darme celos!
¡Y esa gran placentería
de ruiseñores que cantan!
Ninguna voz es la mía.
Desde Sevilla a Sanlúcar
desde Sanlúcar al mar,
en una barca de plata
con los remos de coral,
donde vayas marinero,
contigo me has de llevar.
GUSTAVO ADOLFO BECQUER (POEMAS)
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea
Yo nado en el vacío
del sol tiemblo en la hoguera,
palpito entre las sombras
y floto con las nieblas.
Yo soy el fleco de oro
de la lejana estrella;
yo soy la alta luna
la luz tibia y serena
Yo soy la ardiente nube
que en el ocaso ondea;
yo soy el astro errante
la luminosa estela.
Yo soy nieve en las cumbres,
soy fuego en las arenas,
azul onda en los mares,
y espuma en las riberas.
En el laúd soy nota,
perfume en la violeta,
fugaz llama en las tumbas
y en las ruinas hiedra.
Yo atrueno en el torrente,
y silbo en la centella,
y ciego en el relámpago,
y rujo en la tormenta.
Yo río en los alcores,
susurro en la alta yerba,
suspiro en la onda pura,
y lloro en la hoja seca.
Yo ondulo con los átomos
del humo que se eleva,
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.
Yo, en los dorados hilos
que los insectos cuelgan,
me mezclo entre los árboles
en la ardorosa siesta.
Yo corro tras las ninfas
que en la corriente fresca
del cristalino arroyo
desnudas juguetean.
Yo, en bosques de corales,
que alfombran blancas perlas,
persigo en el Océano
las náyades ligeras.
Yo, en las cavernas cóncavas,
do el sol nunca penetra
mezclándome a los gnomos,
contemplo sus riquezas.
Yo busco de los siglos
las ya borradas huellas,
y sé de esos imperios
de que ni el nombre queda.
Yo sigo en raudo vértigo
los mundos que voltean,
y mi pupila abarca
la creación entera.
Yo sé de esas regiones
a do un rumor no llega,
y donde informes astros
de vida un soplo esperan.
Yo soy sobre el abismo
el puente que atraviesa;
yo soy la ignota escala
que el cielo une a la tierra.
Yo soy el invisible
anillo que sujeta
el mundo de la forma
al mundo de la idea.
Yo, en fin, soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso,
de que es vaso el poeta.