La gente del hambre no llegará nunca
a ser más que niños
a medio crecer.
Tienen el esqueleto flexible como una mimbrera,
cubierto apenas por la arpillera de la piel.
Sus pisadas son tan tenues
que sus marcar parecen huellas de hojas.
Toda la fuerza parece concentrada
en la áspera y negra
espesura del cabello.
Avanzan tambaleándose
como si estuviesen medio dormidos,
nunca están despiertos del todo.
(El hambre es como un humo denso
que les impide despertarse y ver claro.)
Con sus estómagos hinchados
parecen estar todos embarazados:
niños sin sexo preñados con nuevos niños.
Una serpiente dibujada en piedra basta
para hacerles caer al suelo de rodillas.
Ungen a los dioses, que quizá también
pasen hambre,
con un poco de saliva alrededor de la boca.
El campo yace encadenado
en una oscura red de grietas.
Las cobras atormentadas por la sed
son tan mansas como los animales domésticos.
Crujen insomnes
bajo la seca hojarasca
del árbol del pueblo.
El adivino descifra bostezando destinos humanos
tan iguales entre sí coo los juncos de una alfombra.
Se considera que dormir
con una piedra como cabecera
proporciona sueños que resultan ciertos.
La dificultad estriba en recordarlos por la mañana.
El río ha caído enfermo y el agua ya no quiere correr
se ha cubierto de una lámina grisácea
como un ojo muerto.
Las serpientes de agua están acostadas sobre las piedras blancas
y defienden el lecho del río.
Las jorobas de los bueyes cuelgan
como bolsas sin dinero.
Las hienas arrancan las mejillas
de los niños dormidos.
Por la noche se ve un bosquecillo
envuelto en llamas aunque no arde.
Hay un hombre de pie,
el oscuro viento
hace ondear su blanca cabellera.
Él se ha convertido en un árbol
que espera lluvia.
Se entrega al rayo
con los pies
hundidos en la tierra.
Otro hombre se deja atar a unas piedras
para que lo bajen a un pozo.
A los tres días lo sacan del agua, vivo y lozano
como un tallo de loto.
Pero no,
no ha conseguido influir
en las decisiones de los dioses.
La locura libera a algunos del tormento
de ser hombres.
Sus ojos asemejan los de las fieras
y
todos se apartan de ellos.
Un niño encuentra una pelota de tenis
y la esconde:
una fruta que quizá madure.
Los excrementos humanos
arden mal
por mucho que se hayan secado.
caen tijeretas en la fría olla de hierro.
Derramados por el suelo
hay unos montoncitos de azafrán
como si fuesen la última siembra de esperanzas.
Sin embargo, allí donde todo es una roca de fe
no hay ningún motivo de desesperación.
Artur Lundkvist
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