MÉDICOS CURANDEROS
Hace más de cuarenta años, en todos los periódicos locales apareció, ocupando un gran espacio y con enormes caracteres, el anuncio del Doctor Sequah, un famoso doctor que curaba a los paralíticos, sólo dándoles una fricción con un bálsamo tan maravilloso como el de Fierabrás.
A los pocos días de estar publicándose el reclamo se presentó en nuestras calles una extraña carroza, llena de adornos dorados y espejuelos, que le daban el aspecto de maquinilla de cazar terreras, arrastrada por dos famélicos jacos. Detrás del pescante iba una murga, que tocaba sin cesar, mejor dicho, destrozaba pasodobles y pollas, y a los lados del carromato dos mozos fornidos, jayanes de cortijo por su apariencia, repartían, con actividad febril entre el público, prospectos anunciadores del Doctor Sequab y pregoneros de sus curas maravillosas.
El doctor mencionado establecía su clínica en el sol de la calle del Gran Capitán en que estuvo, hasta hace poco tiempo, el Salón Ramírez. En el centro de aquel espacioso paraje instalaba la carroza; los murguistas empezaban a soplar con toda la fuerza de sus pulmones en los viejos y deteriorados instrumentos; los jayanes repartidores de los prospectos anunciaban a voz en grito el comienzo de las curas, mismo que si se tratase de una función de cinematógrafo y, cuando se había congregado bastante público, generalmente tardaba muy poco tiempo en reunirse, aparecía en la plataforma de la carroza el celebérrimo doctor, vestido de rigurosa etiqueta pero con el aspecto de u11 prestidigitador, y su intérprete, un verdadero truhán, no desprovisto de ingenio y gracia.
Sequah empezaba con gran énfasis a pronunciar un discurso en una jerga ininteligible, compuesta de palabras de todos los idiomas y, cuando concluía, el intérprete principiaba a traducir, de modo muy pintoresco, la charla del doctor. Los concurrentes interrumpíanle con frecuencia dirigiéndole sátiras, bromas y epigramas, a los que contestaba en el acto con una frase oportuna. Si la gente se reía de los disparates del médico, el intérprete se expresaba así: el Doctor Sequah dice que si supiera de lo que se ríen ustedes él también se reiría.
Terminado el discurso comenzaba el tratamiento de los enfermos; hombres y mujeres, viejos y jóvenes, que andaban a costa de grandes esfuerzos, que no podían mover los brazos, subían trabajosamente a la carroza, penetraban en un departamento de la misma oculto entre cortinas, despojábanse de las ropas que cubrían los miembros impedidos y, previas las instrucciones oportunas del doctor, los dos mozos fornidos comenzaban a dar una fricción, con todas sus fuerzas, del maravilloso bálsamo al paciente, cuyos gritos desgarradores no se oían porque los apagaban las destempladas notas de la murga. Concluida la cura, unos enfermos descendían del carromato moviendo los miembros a que afectaba la parálisis con más dificultad que cuando subieron; otros, los menos, disfrutando de ligera mejoría; algunos muy pocos, saltando con ligereza prodigiosa, al compás de la música
Huelga decir que estos eran individuos asalariados para representar una farsa ridícula. Los que, en realidad, experimentaban una pequeña mejoría debíanla a la reacción producida por el rudo masaje, a que equivalía la fricción, no al bálsamo milagroso y, pasados los efectos de tal reacción, quedaban mucho más inútiles que antes. -
Pero el público, amigo siempre de la novelería, no se fijaba en esto y de día en día aumentaba la clientela del original doctor. La gente llenaba el solar del Gran Capitán, tanto para presenciar los milagros del curandero, cuanto para tomarle el pelo por sus discursos y reír de las ocurrencias del intérprete.
Sequah permaneció en Córdoba una larga temporada, consiguiendo tal popularidad, que los poetas le dedicaban versos y el pueblo cantábale coplas. A la vez que en nuestra ciudad, en otras de España y del extranjero también realizaba prodigios el Doctor Sequah. ¿Acaso tenía éste el don de la obicuidad? No; el verdadero, el auténtico Doctor Sequah, contaba con un número considerable de representantes para que, usando su nombre, recorrieran el mundo y se dedicaran a la cura la parálisis, mientras él, tranquilamente, ocupábase en su casa en preparar el bálsamo prodigioso, cuya venta proporcionaba muchos miles de duros todos los años.
Al fin, el hombre de la carroza con adornos dorados y espejuelos abandonó nuestra ciudad, pero en ella, durante mucho tiempo, quedó el recuerdo del famoso doctor que al parecer curaba a los paralíticos, y que, en realidad, únicamente era uno de los muchos individuos que se dedican a vivir a costa de las personas de buena fe, de los crédulos y de los inocentes.
Tres o cuatro lustros después de haber estado aquí el Doctor Sequah, surgió en Córdoba otro galeno tan original como aquél; no vestía de etiqueta ni tenia tipo de prestidigitador. sino de pordiosero, por su vieja y raída indumentaria, consistente en un chaquet casi prehistórico, unos pantalones a cuadros llenos de zurcidos y remiendos, una corbata descolorida, un mugriento sombrero de los llamados cartulinas y unas botas con las suelas descocidas y los tacones torcidos.
Este hombre, caballero en un flaco pollino, recorría diariamente, al atardecer, las calles y los paseos de la ciudad, repartiendo unos prospectos también muy originales. En ellos, después de consignar su nombre, que no recordamos, denominábase Médico titulado no sabemos si porque él se titulaba médico o porque poseía el título correspondiente a tal profesión. Luego se anunciaba como especialista en casi todas las enfermedades, como sangrador, dentista, comadrón, callista y herbolario.
Terminaba el texto, graciosísimo, de los prospectos ofreciendo la clínica del curalotodo en un mesón de la plaza de la Corredera y determinando las horas de consulta y los honorarios, que eran muy módicos. No faltaban personas de las clases más humildes que acudieran a ponerse en manos del médico del rocín. Huelga decir que el gabinete de consultas y operaciones de este desgraciado estaba en armonía con su indumentaria; una silla basta de enea servíale de sillón y mesa de operaciones; en una maleta muy vieja tenia todo el arsenal quirúrgico, un par de bisturís, una lanceta, unas tijeras, unas dentuzas y dos o tres herrabaches más, todo enmohecido y sucio; sobre un baúl tan deteriorado como la maleta, un tintero da cuerno y unos pliegos de papel de barba para extender las recetas y en un rincón, un palanganero con una jofaina y un jarro pintarrajeado, llenos de agua del pozo, único desinfectante que utilizaba el médico aludido.
¿Llegó este a realizar alguna cura en Córdoba? Lo ignoramos. Sólo podemos decir que en nuestra ciudad no gozó del aura popular, pasando casi inadvertido, porque no se exhibía en una carroza llena de dorados y espejuelos dispuesta para cazar incautos, a semejanza de las brillantes maquinillas de coger terreras.
Hace ocho o diez años, la Prensa local dio cuenta de haber llegado a C6rdoba el Doctor Gesbert, médico norteamericano, catedrático de una Universidad de los Estados Unidos, inventor de un aparato destinado a reconocer y curar el estómago, que había venido a España para hacer un estudio, por encargo del Gobierno de su nación relativo a la higiene en nuestros cuarteles.
Era un hombre de edad madura, alto, recio, fornido, de fuerzas hercúleas y descuidado en el vestir.
El Doctor Gesbert visitó las redacciones de todos los periódicos, presentando en ellas un pergamino que contenía las firmas de las personalidades españolas mis salientes, lo mismo en política, que en ciencias, artes y literatura; abrió una consulta en el Hotel Suizo, para curar, con su aparato, a los enfermos del estómago, anunciándola en la Prensa de un modo pintoresco, en forma análoga a la que empleara en sus reclamos el famoso doctor Garrido y buscó personas que le presentasen a algunas damas aristocráticas, con el objeto de darse a conocer en sus tertulias como una eminencia, ya que no había podido conseguir esto entre los profesionales de la Medicina.
El yanqui gestionó y logró, asimismo, que le autorizaran para celebrar una conferencia en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza, con el objeto de exponer su procedimiento curativo y presentar, por medio de proyecciones, el maravilloso aparato para reconocer el estómago. Numeroso público, en el que predominaba el sexo femenino y brillaban por su ausencia los médicos, acudió a oír a Gesbert. Este permaneció más de una hora en el uso de la palabra diciendo vulgaridades y mostró unas cuantas diapositivas de un artefacto, cuyo funcionamiento explicó de tal manera, que el auditorio quedó completamente a oscuras.
Aunque a nadie convenció la disertación del yanqui, todos le aplaudieron por cortesía y él, reloj en mano, contó los minutos que duraran los aplausos para consignarlo en un reclamo periodístico.
El Gobernador Militar de la provincia, con muy buen acuerdo, le negó la autorización para visitar los cuarteles, convencido, sin duda, de que aquel hombre no traía misión alguna confiada por el Gobierno de su país y era solamente un vividor. Muchos enfermos del estómago acudían al Hotel Suizo a fin de que el doctor norteamericano les reconociera y curara con el aparato de su invención. A todos decía, invariablemente, que aún no había recibido el aparato famoso, pero que no era preciso utilizarlo, pues merced a su gran pericia él apreciaba la enfermedad de casi todos los pacientes y los sometía a un plan curativo infalible. Acto seguido ordenaba a sus vlctimas que se desabrochasen las ropas, simulaba auscultarles el estómago, les daba en él dos o tres puñetazos terribles y concluía la consulta con esta frase: ya está usted en vías de curación; me debe cinco duros, agregando en el momento de recibir las veinticinco pesetas: vuelva usted dentro de tres o cuatro días.
No es necesario decir que muy pocos se atrevían volver; sabemos de uno que le visitó de nuevo, para obligarle a que le devolviera su dinero con la amenaza de denunciarle por estafador. De igual modo amenazóle un médico de la localidad y el yanqui desapareció de Córdoba, de la noche a la mañana, yéndose sin pagar la cuenta del Hotel
Al poco tiempo, la Prensa comunicaba la detención del Doctor Oesbert, efectuada en una capital del Norte, por haberse descubierto que aquel, ni era catedrático de una Universidad ni médico, ni traía a España otra misión que la de engañar a los incautos.
Un individuo que ejerció el cargo de guardia municipal, hace poco más de medio siglo, tuvo la suerte de que le correspondiera un premio importante de la Lotería Nacional y, como comprenderá el lector, abandonó su modesta ocupación, pero no para disfrutar de los bienes que le hubiera adjudicado la fortuna, sino para dedicarse a ser útil a la humanidad, según él mismo decía. Adquirió un huerto situado en uno de los barrios bajos de la ciudad, uno de esos típicos huertos, llenos de encanto y de poesía, que están a punto de desaparecer y lo llenó de plantas que según él, poseían raras virtudes medicinales.
En una habitación de la casa instaló una especie de pequeño laboratorio y allí pasaba horas y horas ocupado en preparar bebidas, ungüentos, bálsamos e infinidad de potingues y brebajes con las yerbas que cuidadosamente cultivaba en el huerto. Rápidamente se propaló la noticia de que aquel hombre curaba, con sus medicinas, una porción de enfermedades; las comadres, como siempre ocurre, actuaron de trompeta de la fama para pregonar los verdaderos milagros que operaba el ex guardia municipal y al poco tiempo contaba éste con una clientela tan numerosa como no la tenían muchos médicos de sólida reputación.
No sólo de todos los barrios de la capital sino de algunos pueblos de la provincia, acudían enfermos al huerto para que les devolviese la salud el individuo en que nos ocupamos, con sus yerbas prodigiosas. el curandero recibía con afabilidad a todos, dirigíales infinidad de preguntas acerca de sus padecimientos y, cuando estaba perfectamente enterado, marchaba al laboratorio para preparar el medicamento oportuno, el cual entregaba momentos después al paciente. Si este era persona de posición desahogada cobrábale una cantidad mezquina, pues según repetía a cada momento el herbolario, no le guiaba el propósito del lucro sino el de servir a la humanidad, y si era un pobre dábaselo gratuitamente y, además, en bastantes ocasiones, le socorría con algún dinero.
Un día fijo de la semana lo dedicaba aquel filántropo a repartir una limosna entre los menesterosos, invirtiendo en esta obra benéfica los productos de la venta de sus potingues y por el huerto desfilaban algunos centenares de mendigos para recoger la moneda de cuarto que a cada uno entregaba el ex guardia municipal. ¿Tenían virtud curativa sus ungüentos, bebidas y bálsamos? Lo ignoramos. Solo podemos decir que, en cierta ocasión, fuimos a visitarle acompañando a un amigo a quien la tuberculosis hacía grandes estragos y adquirimos la convicción de que no se trataba de un embaucador ni de un farsante, . sino de un hombre que de buena fe consagrábase a ejercer la Medicina para ser Útil a la humanidad aunque acaso no consiguiera su propósito.
No hace muchos años, corrió la voz de que un modesto empleado de la Estación Central de los ferrocarriles, apellidado Mimosa, curaba los dolores nerviosos, de reuma y otros muchos por medio de fricciones con un bálsamo misterioso que él únicamente poseía. Innumerables enfermos iban a ponerse en sus manos; Mimosa los conducía a un rincón de cualquier oficina de la Estación mencionada y allí dábales una untura en los miembros doloridos con el líquido maravilloso, el cual, en muchas ocasiones, producía efectos tan rápidos y admirables como el bálsamo del Doctor Sequah.
El humilde empleado ferroviario obtuvo gran popularidad por sus curas y hasta la Prensa trató de él, pero su fama no llegó acimentarse porque, cuando se hallaba en los albores, Mimosa murió a consecuencia de una breve enfermedad para la que resultó ineficaz la medicina del curandero.
Para terminar esta ya larga crónica citaremos un caso curioso. Un reputado médico de Córdoba quedó calvo y, transcurridos algunos años, volvió a nacerle el pelo, sin que para ello se hubiera aplicado medicina alguna. No obstante, la gente dio en decir que el doctor aludido debía su cabellera a un específico inventado por él para su exclusivo uso. La criada de una familia muy conocida en esta capital perdió lo que entonces constituía el adorno más preciado
de la mujer, el cabello, quedándosele la cabeza como una calabaza. Los hijos de la familia aludida, muchachos de buen humor, tenían varios amigos inseparables, entre ellos un hermano del médico a que nos referimos.
Cierto día la doméstica llamó misteriosamente al joven en cuestión y le dijo: tú puedes hacerme un gran favor; proporcionarme el medicamento preparado por tu hermano para que nazca el pelo; yo, además de agradecértelo mucho, te haré un regalito. El muchacho contó lo ocurrido a sus compañeros de juegos y travesuras, los hijos de los moradores de la casa y, entre todos, acordaron el modo de embromar a la criada pelona. Buscaron un frasquito de cristal, echaron en él hojas de sándalo y de otras plantas aromáticas, Ilenáronlo de aceite y, pasados algunos días, sacaron las yerbas y el hermano del doctor entregó el frasquito con el óleo perfumado a la sirviente, diciéndole: aquí tiene usted el remedio que quería. Aquella no encontraba palabras con que expresar su gratitud al joven y, como le había prometido, hizole un regalito, consistente en un par de pesetas.
Los autores de la broma gastaron alegremente en el café los ocho reales. La pobre mujer embromada empezó a darse fricciones en la cabeza con el misterioso especifico y, antes de que hubiera transcurrido una semana, al mirarse al espejo, se hizo la ilusión de que el pelo había comenzado a brotarle. Huelga consignar que su júbilo no tuvo límites. Concluyósele el maravilloso bálsamo y solicitó otro frasquito, repitiéndose la broma y la dádiva de las dos pesetas. La doméstica no cabía en sí de gozo, pues cada vez que se contemplaba en el espejo parecíale que su cabeza estaba más poblada de cabello abundante y sedoso.
Los inventores del supuesto remedio contra la calvicie habían encontrado una verdadera mina, pues cada seis u ocho días, hallábanse en posesión de una reluciente moneda de plata, a cambio de un poco de aceite perfumado con yerbas olorosas. Pero como no hay bien ni mal que cien años dure, un hermano mayor de los que ayudaban al del médico a preparar el específico, enteróse de la farsa y dió cuenta de ella a la víctima. La infeliz criada estuvo a punto de morir de repente; quiso luego estrangular a quienes de un modo tan cruel la habían engañado y concluyó por romper el espejo, porque al mirarse en él, perdidas ya las ilusiones, se convenció de que su cabeza, desprovista en absoluto de pelo, continuaba semejando una calabaza.
Julio 1929
Ricardo de Montis y Romero Notas Cordobesas (Recuerdos del Pasado)
jayanes: jayán, na Del fr. ant. jayani.
1. m. y f. Persona de gran estatura, robusta y de muchas fuerzas.
2. m. y f. El Salv. y Nic. Persona vulgar y grosera en sus dichos o hechos.
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