viernes, 23 de junio de 2023
jueves, 15 de junio de 2023
sábado, 3 de junio de 2023
EL MENTIDERO
EL MENTIDERO
La luz de la aurora había disipado por completo las sombras de la noche y el primer rayo de sol doraba las mas elevadas cumbres de Sierra Morena.
Las aves saludaban el naciente día con melodiosos gorjeos, las plantas comenzaban a recoger en sus hojas las brillantes perlas que formaba el rocío, y la naturaleza toda, al despertar nuevamente de su pasado sueño, dejaba oír en agradable concierto los alegres rumores de la mañana.
En la meseta de un cerro que se levanta en el límite divisorio de tres vastas propiedades (1) y en un raso rodeado de añosas encinas, veíanse sentados sobre gruesas piedras cuatro hombres de aspecto rudo, que fumaban conversando tranquilamente, en tanto que el ganado, de que eran guardianes, dejaba oír el monótono sonido de los cencerros y esquilas, a cada movimiento en busca de la mas fina yerba nacida en las laderas y cañadas inmediatas.
(1) Las nombradas Cigarra alta, Dehesilla y Villalobillos, en el término municipal de Almodóvar del Río.
* * *
—Mucho tarda hoy Miguel; decía el de mas edad de los cuatro, poniéndose la mano por encima de los ojos como para recoger mas la vista que dirijía hacia el horizonte; ya va una hora de sol y aun no se divisan sus vacas.
—Las habrá careado hacia el arroyo de Guadrroman y no vendrán por aquí hasta el medio día, contestó otro, como de treinta años, de rostro simpático y aire bonachón.
—No, Pedro, replicó el mas joven de los cuatro; el careo de la mañana es siempre a este lado como cosa convenida. Si Miguel no viene, será porque se habrá quedado dormido: cuando se pasa la noche en vela...
—¿Y qué tiene que hacer de noche? preguntó Pedro
—Yo no lo sé de cierto, tal vez cuestión de amenos...
—¿Amoríos? dijo el de mas edad; eso no puede ser porque no hay ninguna moza soltera en los contornos.
—Pero las hay casadas y jóvenes, y pudiera...
—Cállate Juanillo, y no digas tonterías.
—¡Tonterías! lo que sé, es que lo he visto algunas noches y ésta pasada también, atravesar por la vereda de los jarates en dirección á Fuenreal. ¿No es verdad, José? Tú que vives por allí, quizá lo hayas visto como yo: dijo Juanillo dirigiéndose con cierta intención al último de los ganaderos, que era un joven de veinte y cinco años, de ceño adusto y callado hasta el extremo de no decir nunca tres palabras seguidas.
El interpelado lanzó en torno una mirada sombría, pero su boca permaneció muda y solo un ligero estremecimiento, contenido por una firme voluntad, reveló el efecto que había producido en su ánimo lo que acababa de decir Juanillo.
—Por allí viene Miguel! gritó Pedro, señalando con la mano un lugar distante; yá veo sus vacas aparecer por los claros del monte, pero todavía está muy lejos.
—Pues ya no podemos aguardarlo; dijo el mas viejo: se hace tarde y tenemos que dar la vuelta con el ganado. Conque a la paz de Dios y hasta mañana.
—Hasta mañana! contestaron todos, retirándose cada cual por su lado.
* * *
Cuando José se halló solo y apartado de sus compañeros, sentóse al pié de una encina quedando en actitud meditabunda, sin cuidarse de enjugar dos gruesas lágrimas que deslizándose por sus mejillas vinieron a estrellarse en sus manos. Las palabras del mal intencionado Juanillo, habían causado profunda impresión en su alma, presa a la vez de diferentes sentimientos de amor, de tristeza, de odio y de venganza. Casado bacía pocos meses con una bella y honrada joven, guardaba en su pecho todo el amor de que es capaz un corazón apasionado. Ella por su parte le correspondía con igual ternura y en vano Juanillo, prendado de su belleza, había intentado varias veces hablar á solas con la mujer de su amigo, la cual esquivando siempre la ocasión, llegó á destruir toda esperanza de realizar tan codiciada entrevista.
Pero el desdeñado amante, mal aconsejado por su despecho, con ánimo sin duda de atormentar al dichoso marido, ó con dañado propósito de alterar la paz conyugal, aprovechó la ocasión de introducir el veneno de los celos en el corazón de aquél, sembrando una sospecha tanto mas aparentemente fundada, cuanto que era cierto que Miguel pasaba casi todas las noches por Fuenrreal.
José lo había visto atravesar el monte a deshora, cuando salía a dar vuelta a su ganado y ninguna idea alarmante había preocupado su atención; pero ya era otra cosa; la sospecha había penetrado en su pecho y los efectos de su daño habrían de ser inevitables.
Por eso al dirigirse con su ganado al centro de la dehesa, al cabo de dos horas de dolorosa y profunda meditación, su rostro estaba sombrío y en su mirada siniestra, leíase el firme propósito de una decidida resolución.
* * *
La mañana era húmeda y fría y las espesas nubes que entoldaban el cielo, amenazaban una próxima lluvia, iniciada ya por algunas gotas que se sentían caer con frecuente intermitencia.
Cubiertos con sus gruesos capotes cordobeses, se hallaban como de costumbre, en el cerro de las encinas, los cuatro ganaderos: mas esta vez, su actitud callada y la tristeza que revelaban sus semblantes, eran síntomas seguros de una ocurrida desgracia.
—Pero vamos a ver, tio Jeromo, preguntó Juanillo interrumpiendo el silencio y dirigiéndose al de mas edad de sus compañeros: ¿Usted lo miró bien y está seguro de que no tenía su cuerpo señal alguna que indicase haber muerto de otra manera?
—¿Qué quieres decir? Acaso tu crees....
—Digo, que a eso como á las diez de la noche, se oyó un tiro que sonó por el lado de la vereda de los Jarales, hacia el sitio en que dice Y. se ha encontrado muerto el pobre de Miguel.
—No es extraño, porque su escopeta estaba allí descargada, y es, que sin duda, al ser acometido por los lobos, trataría de defenderse y la disparó contra ellos, por mas que no consiguiera herir a ninguno.
—En casos como ese, dijo Pedro, de nada le hubiera servido matar uno ú dos de tan feroces animales; los demás le habrían destrozado lo mismo.
—Ya lo creo. ¡Y que estaba bien destrozado! Continuó el tio Jeromo. Cuando me avisó el muchacho de la casera de la Huerta de los Idólos, de que había un hombre muerto, fui al sitio y apenas pude reconocerlo por las ropas que tenía hechas pedazos, hallándose su cuerpo casi completamente comido.
— ¿Y qué hizo usted? -Pues fui a Almodóvar en seguida y di conocimiento al señor Alcalde, que mandó recojer los restos de nuestro amigo. Pero lo que mas me entristeció de todo, fue el sentimiento de una moza del pueblo, la cual al saber la noticia de la desgracia, se puso como loca, hasta el extremo de haber querido matarse, lo que no pudo conseguir, porque los que nos hallábamos cerca se lo impedimos. Según parece, era novia de Miguel y por eso iba él al pueblo casi todas las noches, hasta que le ha costado la vida.
—¿Es de verdad eso, tio Jeromo? ¿Salía Miguel todas las noches para ver a su novia? preguntó José, que al oir las últimas palabras del ganadero, había sido presa de una violenta emoción.
—Y tan verdad, como que ya no hay nadie en el pueblo que lo ignore, por más que antes habían permanecido ocultos esos amoríos, por temor a los padres de la muchacha.
—El caso es, interrumpió Juanillo, que hemos perdido un compañero.
—Y si bien se considera, añadió Pedro, por causa de una mujer, aunque parezca otra cosa. ¡Pobre Miguel!
—¡Pobre Miguel! exclamaron Juanillo y el tio Jeromo.
—¿Y tu, no dices nada? preguntó éste último a José.
—Lo que digo, es, contestó con voz ronca, que ésto, mas bien que una reunión de amigos, es un mentidero que nos acarrea la desgracia. Y volviendo la espalda, echó á andar por la ladera abajo, no sin dirigir antes una mirada indefinible a Juanillo, el cual bajando la vista, comenzó a su vez a descender por el lado opuesto sin decir ni una palabra.
—Vaya, están locos, pensaron los dos compañeros que quedaban, y despidiéndose ambos, marcharon con sus respectivos ganados. Desde entonces, no han vuelto á reunirse en el cerro de la encinas, que en adelante se llamó del Mentidero.
EL VADO DEL MORO
EL VADO DEL MORO
(Tradición Egabrense)
Pocas poblaciones hay en España donde pueda detenerse el viajero, con verdadera admiración, bendiciendo el poder de Dios y la sublimidad de la naturaleza, como ante la villa antigua de Cabra, situada al pié del monte Simblia como llamaba el mora Rasís al elevado pico sobre el que se levanta el santuario de la Virgen de la Sierra, de singular veneración, no sólo en aquel pueblo, que la tiene por patrona, sino entre los que constituyen aquella rica y feraz comarca. Elevada Cabra a ciudad en 1849, parece como desde entonces todas las municipalidades que la han gobernado, han querido con sus acostumbradas cabriolas, haciendo dulces motetes, convidan a que, suspensos y absortos, oyendo el compas de sus capillas, se alabe de todo corazón a quien celebran sus dulces canciones.
No pocos autores antiguos y modernos se ocupan de esta ciudad con el mismos entusiasmo, por más que sea patria de casi todos ellos.
Unase a lo dicho una población alegre y sonriente, construida a la moderna, embaldosada hasta sus últimas callejas, con magníficos paseos, abundantes fuentes, magnífico teatro, bellísima plaza de toros, primorosos casinos y una plaza pública, en la que afluyen y la cruzan seis o siete carreteras de los pueblos limítrofes, además de cuantas reformas de utilidad reconocida ha inventado el gusto del día, para significar la marcha del progreso y la civilización, y se tendrá una idea de lo que es Cabra.
La importancia de este pueblo viene desde el tiempo de los romanos, hallándose en ella vestigios de aquella poderosa dominación: los godos establecieron en ella, silla episcopal, cuyo primer obispo de quien se tiene noticia se llamó Sinagio; conquistáronla los árabes hacia el año 719, y en la división de España, hecha por el geógrafo árabe Inssuf-el-Fheccri, se la contó entre las primeras poblaciones de Andalucía. El cronista de la misma raza, Abdalá, la califica de ciudad noble y altamente celebrada de cristianos y musulmanes; así es, que todos pedían tierras o domicilio en ella. Reconquistada por el rey San Fernando en 1244, pasó por varias dominaciones, hasta que el rey Enrique IV la donó a D. Diego Fernández de Córdoba, tercer señor de Baena y primer conde de Cabra, por cédula del 2 de Setiembre de 1455.
II
Al Este de Cabra, junto al camino que se dirige a Carcabuey y Priego, hay un manantial riquísimo de agua que brota entre las grietas de las rocas y grutas naturales formadas por aquellas, que presenta una perspectiva deliciosa y un golpe de vista encantador y pintoresco, que nos recuerda el Monasterio de Piedra, que apenas dista un kilómetro de la población, se forma el río Cabra, que riega aquel hermoso parque de huertas, y no hace muchos años que, dividido en acequias, atravesaba las calles de la ciudad para pasar de las huertas de arriba a las de abajo, y que las cruzas hoy por artificiales atarjeas oyéndose el agua murmurar bajo el pavimento de la ciudad.
Aunque este río es una riqueza para ella, no es caudaloso ni mucho menos, porque apenas afluye a él más agua que la de su nacimiento; así es, que rara vez sus avenidas son peligrosas, ni causan daños de consideración. Su misión es regar aquella hermosa vega de huertas, que se asemeja a un frondoso jardín interminable, y alimentar aquellos árboles colosales que cubren sus sendas y caminos, y que, ostentando riquísimas frutas durante la primavera y el estío, presentan una perspectiva encantadora a los que pasean bajo su perpetua sombra en las mañanas deliciosas de Abril y Mayo.
Entre la Fuente del Río y la ciudad, a medio kilómetro escaso de ésta, hay una especie de paso o sendero para atravesar el riachuelo, que se llama el Vado del Moro. Excusamos decir que el río se puede atravesar por todas partes, sin que el agua nos llegue ni a las rodillas. Este vado tiene, su origen, y el objeto de este trabajo es refrescar la tradición y explicar el caso que dió lugar a ese nombre, a pesar de haber pasado cuatrocientos años en que sucedió el hecho que vamos a referir y hemos encontrado comprobado por varios historiadores.
III
Corría el mes de Abril del año de 1482, y envalentonados los moros con la derrota que pocos días antes habían causado al ejercito cristiano en la Ajarquía de Málaga, se iban extendiendo por todas partes, saqueando lugares y pueblos, a donde antes no se atrevian a acercarse. Señalábase por sus atrevidas correrías el viejo moro Aliatar, alcaide de Loja y terror de las comarcas cristianas que estaban a su alcance. Cruel y vengativo como nadie, era el verdadero azote de los cristianos, que sólo descansaron cuando un año después sucumbió en la batalla de Lucena a mano de las gentes del conde de Cabra.
Vivía por entónces en Cabra un noble caballero, llamado D. Pedro Gómez de Aguilar, dotado de grandes fuerzas y de un valor a toda prueba, el cual poseía una quinta o casa de campo a una legua de la ciudad por la parte del Este y casi en el mismo camino que va a Carcabuey y Priego.
Una mañana, al amanecer vió entrar entrar azorados y temblorosos a los operarios de la casa que habían dejado esta enteramente abandonada. Enterado del caso, supo que un peloton de moros, compuesto de unos cuarenta de a pie y de a caballo, se habían acercado a la quinta y las gentes aquellas que habían huido por ello a Cabra.
Gómez de Aguilar, hombre de gran resolución y superior esfuerzo, quiso enterarse personalmente de lo que ocurría, y sin decir palabra a sus cuatros hijos, que eran tambien valerosos soldados, montó a caballo armado de todas armas, emprendió el camino de su casa de campo a la que llegó en poco más de una hora, a pesar de la lluvia torrencial que se desgajaba de las nubes.
Apeóse del caballo, dejó la lanza apoyada en la silla, y la adarga colgando, y entró en la casa que encontró enteramente sola. Ya iba a renegar de sus criados, cuando la algazara de los moros le hizo ver que estaba cercado y ni podía escapar ni defenderse, puesto que venían veintidos de a caballo y casi otros tantos de a pie: en la imposibilidad de combatir, por estar desmontado, no tuvo más rendirse a la generosidad de Aliatar, el sanguinario alcaide de Loja, que luego registró la casa y se convenció que no había más cristianos en ella, recogió los ganados que pudo, y siguió su correría al pie del Santuario de la Virgen de la Sierra, buscando el camino de Carcabuey. Este camino era tan áspero y escabroso, que no tenía más que despeñaderos al uno y otro lado. Aliatar, encantado del buen trato y finura de Gómez de Aguilar, entró en conversación con él amigablemente, reinando entre ambos una franqueza inusitada, mayormente cuando no pudiendo ir a caballo sin peligro de derrumbarse se apearon a todos, marchando los dos juntos, sin armas por supuesto Aguilar, porque las suyas se las habían repartido los moros, dejándole sólo el caballo para que no quedase atrás en aquella rápida algara, cuidando de llevarlo en medio para precaver cualquier evasiva.
El trayecto que media entre Cabra y Carcabuey, para los que tienen que caminar por sendas extraviadas y vericuetos, es casi intransitable, especialmente en tiempos de lluvia, como sucedía entónces: así es, que marchaban por un continuo derrumbadero, atravesando la Nava y cerros contiguos, que es como se llama aquella sierra y sus pintorescos valles.
Los caballos transitaban uno a uno y de mala manera: la noche no dejaba ya ver los objetos, y los moros atendían más a su salvación que a ningún incidente que pudiera turbarlos, cuando se creían seguros y dueños de la presa que iban haciendo su correría; así, pues se fueron adelantando y otros quedándose atrás, cosa que fue observando Gómez de Aguilar, a la vez que distraía la atención del moro con su amena conversación, para que no advirtiese la falsa posición y el aislamiento en que se iban quedando.
Aliatar, que era tan valiente como audaz era por lo mismo confiado, y departía sinceramente con el cautivo, habiendo dejado sus caballos al cuidado de los moros de a pie, para llevar menos entorpecimiento en la marcha.
Cuando el cristiano se vió solo con el moro, tan lejos de los de atrás como los de adelante, dióle un fuerte empellón, que le hizo rodar hasta el fondo de un barranco, como quien arroja una piedra, gracias a sus fuerzas extraordinarias, detrás se arrojó él, y se perdieron en la oscuridad.
IV
El agua caía a torrentes, la noche se había cerrado horriblemente, y los relámpagos presentaban aquellas rocas negras o tapizadas de musgo como gigantes que se desvanecían; no se oían más que el blasfemar de los moros o el relinchar de los caballos, medrosos cuando perdían de vista a sus dueños, los cautivos cristianos que llevaban, iban rezando y encomendándose a la Virgen de la Sierra, cuyo santuario flotaba sobre sus cabezas.
Al mismo tiempo que llegó Aliatar al fondo del barranco, cayó sobre él el forzudo Aguilar, que arrebatándole el alfanje instantáneamente, le amenazó cortarle la cabeza si daba un solo grito. El moro se dejó atar las manos y los pies, renegando de todo y blasfemando ferozmente, hasta que aquél tuvo que obstruirle la boca con un pañuelo.
Los moros, desconfiados y recelosos por instinto, se revolvieron a buscarle cuando lo echaron de menos, al tiempo que Aguilar lo había cargado sobre sus hombros, y se escondía con él entre unas malezas algo lejos del teatro de su hazaña.
El agua, que todo el día se había estado desgajando sobre ellos, descargaba furiosa al compás de los truenos en aquellos momentos en que, buscando los moros algún abrigo, a la vez que sospechando la verdad, se dirigian al bosquecillo en que encontraban los fugitivos.
La posición de Aguilar no podía ser más crítica ni más angustiosa: una vez descubierto, su cabeza habría rodado sin consimeración. Afortunamente para él, las fogatas encendidas en las atalayas y la alarma que llevaron a Cabra los criados de Aguilar, habían avisado al conde de Cabra, D. Diego Fernández de Córdoba, de que había moros en sus tierras, el cual reunió los caballeros y escuderos de su casa, más los hijos de Aguilar, y marchó al encuentro de ellos con la celeridad del rayo.
Antes de penetrar los moros en el bosque fueron alcanzados por los veinticinco caballos que llevaba D. Diego. Aquellos les hicieron cara, a pesar de faltarles el empuje de su jefe, y emprendieron una lucha desesperada en que les ayudaban los de a pie con ventaja, porque heriaan a los caballos del conde impunemente, escondidos entre las matas.
Viendo este que era imposible la lucha de aquella manera, mandó echar pie a tierra, y cerrando con los de a pie y a caballo a un tiempo, se dió tan buenas trazas, que en un instante mataron tres, hirieron once y cogieron veinte prisioneros, siendo muy pocos los que escaparon. También libertaron los cautivos que llevaban, poniendo a Aguilar con el suyo.
El moro, triste y abatido, se lamentaba de su suerte, y el conde le consolaba asegurándole que no temiese por su vida ni su libertad, que él respetaba a los valientes.
El moro decía con sentimiento:
- Cuando mi hija Aixa y mi yerno Boabdil sepan que he sido vencido, apenas lo creerán porque yo no he sido vencido jamás en buena lid.
-Era mucha audacia, dijo el conde, entrarse en un país enemigo con tanta libertad.
-Hace quince días que los cristianos fueron derrotados horriblemente en la Ajarquía, y eso me animó a llevar a cabo esta expedición.
- Es que en la Ajarquía no fui yo derrotado, ni mis soldados.
- Pero creí que el desaliento había cundido por todas partes.
- La confianza pierde a los valientes, y tú eres de estos.
El moro suspiró y miró al conde con gratitud.
El conde de Cabra era también tan valiente como generoso, así dice Urbina en su Nobiliario: << Fué muy ilustre caballero y gran señor muy señalado en la disciplina militar, y caballero de mucha prudencia y autoridad.>>
Cuando dieron la vuelta a Cabra, hallaron que con las lluvias había crecido tanto el río que era imposible pasarlo por ninguna parte, sin exponerse a perecer. Detúvose el escuadrón, sin saber que partido tomar, Cuando Aliatar le dijo al conde:
- Si quereis, yo os enseñaré un sitio por donde podemos pasar.
- ¿Estás seguro de ello?
-Como que he pasado por el en otras correrías más afortunadas que ésta.
- Tú nos enseñarás, anadió D. Diego.
Caminaron como unos trescientos pasos a la orilla del río, se paró el moro y dijo:
-Seguidme.
Picó las acicates al caballo, y de tres saltos se plantó a la otra orilla, como si hubiera ido volando.
Los cristianos hicieron lo mismo, y todos se encontraron al otro lado, sin novedad, en un momento, habiendo pasado cada uno un moro a la grupa.
El conde mandó que entrasen en Cabra, cada uno con un cautivo delante, como así sucedió, entre el repique de las campanas. Después que entré en la iglesia mayor a dar gracias a Dios por aquella victoria, puso en libertad a Aliatar, y mandó canjear a éste a aquellos moros por otros cristianos que tenía aquel en Loja cautivos.
A Gómez de Aguilar le premió el conde dándole un molino y otras tierras, entre ellas, todo el prado en que estuvo detenido el escuadrón antes de pasar el río. El sitio por donde lo pasaron, se llama desde entónces el Vado del Moro.
Hoy a pesar de haber pasado cuatrocientos años de este hecho singular, conserva aquel nombre, y todo el mundo al recordarlo, no puede menos de ver en aquella hazaña, la huella del vencedor de Boabdil, un año después.
V
Ya hemos dicho que el Vado del Moro está en el pago de huertas comprendido entre la Fuente del Río y la ciudad, siendo aquel paraje tan delicioso y encantador, que bien merecía que lo dibujase el pincel de Urgell para presentar un modelo de paisajes.
Un historiador de Cabra, ocupándose del mismo lugar, dice: << Aquel sitio hoy es, y se puede celebrar por el más ameno y deleitoso de árboles frutales y flores que hay en el mundo >>.
Un poeta de Baena, que floreció a mediados del siglo XVII, le consagró el siguiente soneto que tomamos de un libro de la Biblioteca nacional, escrito por él, y el cual publicamos con mucho gustos, dice así:
<< A LA ESTANCIA DEL VADO DEL MORO >>
SONETO
“El que carne se hizo y fué palabra
Manifestando al mundo maravillas,
Como puso en el cielo las cabrillas,
Quiso también poner el cielo en Cabra.
A un risco que en su seno cristal labra,
Le manda que lo vierta en sus orillas,
Porque la más amena de las villas
Siempre la boca en dar las gracias abra,
Aquí llegué cuando el Autor del oro,
Grande Administrador de lo criado.
Al arrimarse al río celebrado,
Guárdete Alá, le dije, cristal moro,
Que hoy en ti mis fatigas tendrán vado”
En esto puede verse la celebridad adquirida por este lugar, que desde 1482 hasta hoy se conoce por el Vado del Moro.