miércoles, 27 de noviembre de 2019
martes, 26 de noviembre de 2019
Alonso de Salazar y Frías, el buen inquisidor
Alonso de Salazar y Frías, el buen inquisidor burgalés que acabó con la caza de brujas en España
En la “conversación en la catedral” mantenida por Elvira Roca y Jaime Contreras
los nombres de dos inquisidores sobrevolaron la capilla de los
Condestables de Castilla de la Catedral de Burgos. Los dos “nacidos” en
la capital castellana, el uno de ficción, Jorge de Burgos,
el arquetipo impreso en la retina del mundo y en la nuestra por la
leyenda negra, el terrible monje ciego y fanático creado por la pluma de
Umberto Eco en El nombre de la rosa, y a quien todos le ponemos rostro por el genial volcado al cine de Jean-Jacques Annaud. Un inquisidor de libro, tenebroso y asesino, español, claro, dominico, faltaría más y, encima, de Burgos.
"Poco pudo hacer el burgalés, y de ello se arrepintió de por vida. Logró salvar la vida de María de Arburu, pero en el Auto de Fe de 1611 seis murieron en la hoguera"
Pero el de verdad fue otro. Y este sí que era de carne y hueso, Alonso de Salazar y Frías,
y sí, de Burgos, donde nació en 1564. Tras haber estudiado en Salamanca
y Sigüenza, profesado como sacerdote en Jaén y Toledo, se convirtió en
miembro del Tribunal del Santo Oficio. Y fue su primer cometido el ser instructor del más famoso y masivo proceso contra la brujería celebrado en España.
Contra las brujas de Zugarramurdi primero y luego contra una multitud
de gentes, miles, de todos los valles pirenaicos de Baztán y del Roncal
que de pronto se habían llenado de aquelarres y de brujas volando por
los aires.
El proceso tuvo lugar en Logroño y dio comienzo en el
año 1609. Cuando Salazar llegó, sus dos antecesores y compañeros de
tribunal, Alfonso Becerra y Juan del Valle, ya habían decidido la suerte de 29 personas tras la primera confesión de María de Ximillegui,
a la que se unieron en tropel otras y tras lo que se inició una
histeria colectiva donde todos denunciaban a todos y muchos se
autoinculpaban de actos satánicos. Poco pudo hacer el burgalés, y de ello se arrepintió de por vida.
Logró salvar la vida de María de Arburu, pero en el Auto de Fe de 1611
seis murieron en la hoguera, cinco se salvaron de la pena máxima al
serlo solo en efigie y 19 alcanzaron el perdón y fueron “reconciliados”.
"Alfonso de Salazar regresó de su periplo con mil ochocientas dos confesiones y una certeza: no hubo brujos ni brujas hasta que se habló de ello"
Aquello,
lejos de calmar la histeria, desató una fiebre por la caza de brujas en
toda la región que se materializó en miles de acusaciones. Alfonso de
Salazar, cada vez con más dudas sobre la culpabilidad de los condenados, arrepentido y consternado por lo que estaba sucediendo,
decidió, apoyado por el obispo de Pamplona, trasladar al Consejo de la
Inquisición sus preocupaciones, y este le ordenó viajar al Pirineo e
intentar esclarecer lo sucedido. Inició su viaje, que duraría ocho
meses, por las montañas, los valles ocultos y los pueblos perdidos
desprovisto de prejuicio, buscando la verdad. Los hechos y las pruebas
que logró consiguieron poner fin a aquel terror y aquella histeria
desatadas.
Una histeria que, en realidad, había empezado al otro
lado de las montañas, en la parte francesa, y luego contagiado su fiebre
al sur de estas, donde un terrible juez, Pierre de Lancré,
ya llevaba en 1609, antes de iniciarse el proceso de Logroño, quemadas
vivas cerca de 80 personas entre brujos y brujas, cifra que iba a
aumentar hasta superar las 600 en tan solo un año y a poner las bases de muchos otros procesos que seguirían llevándolas a la hoguera en Francia durante todo un siglo.
"Lo
que en verdad había hallado era miedo, superstición, denuncias falsas y
un estado de alucinación colectiva. En cada pueblo acudían a él gentes
en tropel, autoinculpándose, muchos de ellos niños"
Alfonso de Salazar regresó de su periplo con mil ochocientas dos confesiones y una certeza:
«No hubo brujos ni brujas hasta que se habló de ello». Más de mil de
estos supuestos «brujos» tenían menos de ocho años y no halló prueba de
la existencia de poderes sobrenaturales algunos. Ni de que volaran por
el aire, ni de que mataran con tan solo una mirada, ni que pudieran
colarse por el ojo de una cerradura o convertirse en cualquier animal a
su antojo. Así que escribió con aguda ironía que, capaces de tales
hazañas, “si las brujas existieran la ley debería reclutarlas para el Rey en lugar de perseguirlas”, pues con tales poderes sería invencible.
Lo
que en verdad había hallado era miedo, superstición, denuncias falsas y
un estado de alucinación colectiva. En cada pueblo acudían a él gentes
en tropel, autoinculpándose, muchos de ellos niños, confesando que un vecino los llevaba de aquelarre y que ellos mismos eran ya expertos brujos.
Venían muchachas a cientos afirmando que en sueños las había poseído y
desflorado el Diablo. Las hizo mirar por matronas, y todas las
doncellas, menos una, seguían siéndolo. Otros se le acercaban para
retractarse de la confesión previa que habían hecho llevados por las
torturas en sus pueblos a manos de sus vecinos, y muchos más acudían
para ser “reconciliados” y perdonados, mientras otros se autoinculpaban para de inmediato pedir confesión y retractarse
y así protegerse de futuras denuncias, en muchos casos hechas para
arrebatarles sus tierras o por simple venganza. Los supuestos ungüentos
preparados con entrañas de recién nacido, sangre de sapo y semen de
ahorcado fueron certificados por galenos y boticarios como simples
cocciones de hierbas. Él mismo probó, en su perro primero y luego en su
persona, venenos que se decían matarían a mil personas con un solo
frasco, y dejó anotado que ni siquiera había sufrido dolor de tripas.
"Las acusaciones, desde entonces, se saldaron con absoluciones o penas simbólicas. Salazar pudo afirmar que a poco la calma reinaba en todo el pirineo navarro"
Regresó con la conciencia dolorida, convencido
de que había contribuido a quemar inocentes y de que las brujas no
existían sino en la imaginación de las gentes y en la mente de algunos
inquisidores, que se lanzaron contra él por decirlo. Escribió
con sinceridad y arrepentimiento: “Cometimos culpa el tribunal… [al no
reconocer] la ambigüedad y perplejidad de la materia. Cometimos
[defectos] en la fidelidad y recto modo de proceder… en que no
escribíamos enteramente en los procesos circunstancias graves… ni las
promesas de libertad que les hacíamos y otras sugerencias para que
acabasen de confesar toda la culpa que queríamos, reduciéndonos nosotros mismos a escribir sólo para llevar mayor consonancia de hacerlos culpados y delincuentes. Tanto que también por esto dejamos de escribir muchas revocaciones”
Alonso
de Salazar inició su particular combate. Escribió un memorial sobre
todo e intentó hacerlo llegar a la máxima autoridad inquisitorial, pero
sus cartas fueron interceptadas por sus dos compañeros de Tribunal, que
le acusaron de estar poseído por el demonio. No cejó. Finalmente, logró
hacer llegar su “Informe al Inquisidor General», en el que
demostraba la nula fiabilidad del juicio, la ausencia de pruebas, las
contradicciones y la falsedad de las acusaciones.
"Sin embargo nuestra imagen, la que está impresa en el mundo y en nuestras propias mentes, no es esa. Sino toda la contraria. Nosotros somos, y casi en exclusiva, los quemadores mundiales de brujas en la hoguera"
Consiguió
la victoria, la de la razón frente al delirio. En 1614 el Tribunal
Supremo de la Inquisición acepto sus tesis y promulgó el Edicto de Silencio para acabar con las delaciones, las acusaciones y las envidias. Estableció una serie de cautelas y garantías: no aceptar confesiones bajo tortura o de niños. Se desacreditó el medieval Malleus Maleficarum,
que había sido el manual seguido hasta entonces por el Santo Oficio
sobre brujería y que se basaba en leyendas y casos sin confirmar. En la
practica consiguió medidas que supusieron la abolición de la quema de
brujas en España cien años antes que en el resto de Europa y que dieron
fin en nuestro país a los grandes procesos por brujería. Las
acusaciones, desde entonces, se saldaron con absoluciones o penas
simbólicas. Salazar pudo afirmar que a poco la calma reinaba en todo el pirineo navarro,
y la propia inquisición paralizó en 1616 un proceso civil iniciado en
Vizcaya que evitó fuera quemada ninguna bruja. Cien años antes que en el
resto de Europa. Mientras, en Francia se seguirían quemando a cientos
cada año, y en Centroeuropa, en especial en Alemania, a miles, llegando a
sobrepasar allí las 40.000 victimas mortales. De la locura que siguió
asesinando en Europa a incontables mujeres inocentes se salvaron en gran
parte los países mediterráneos, y en concreto España. Gracias a
Salazar, al buen inquisidor burgalés, el de verdad, solo hay recogidas
documentalmente, y en España siempre se documenta burocráticamente todo,
hasta lo peor, 59 ejecuciones de brujas.
Sin embargo nuestra imagen, la que está impresa en el mundo y en nuestras propias mentes, no es esa. Sino toda la contraria. Nosotros somos, y casi en exclusiva, los quemadores mundiales de brujas en la hoguera.
Los hechos y la historia han sido vencidos por el relato falso, la
leyenda negra, la propaganda y el sambenito de un pecado original que
soportamos sobre nuestras espaldas y que no cesa ni hoy mismo sino que a
cada tiempo se recrudece. Es el del arquetipo de Jorge de Burgos, el
terrible y fanático inquisidor asesino creado por la imaginación de
Umberto Eco, que nada quiso saber de Alonso de Salazar sino de un tal Guillermo de Baskerville,
tan de ficción como el letal ciego al que convierte en héroe, y encima
interpretado por Sean Connery. Pues no. Ese tenía que haber sido
Salazar. El bueno era en realidad el de Burgos.
Fuente:
https://www.zendalibros.com/alonso-de-salazar-y-frias-el-buen-inquisidor-burgales-que-acabo-con-la-caza-de-brujas-en-espana/
Abelardo y Eloísa
Los insólitos amores de Abelardo y Eloísa
Cuando se construyó el cementerio del Père-Lachaise,
no se puede decir que los parisinos lo miraran con benevolencia.
Acababa de iniciarse el siglo XIX, la capital francesa veía cómo sus
dimensiones se incrementaban y las autoridades resolvieron instalar en
las afueras cuatro nuevos camposantos que aliviasen la carga de las
necrópolis ya existentes. Uno de esos nuevos recintos fue el del
Père-Lachaise. Diseñado por el arquitecto neoclásico Alexandre Théodore Brongniart,
recibió ese nombre en memoria del sacerdote François d’Aix de La
Chaise, que fue confesor del rey Luis XIV e influyó bastante en las
decisiones que tomó el monarca en su enfrentamiento con los jansenistas.
No fueron muy demandadas las sepulturas del nuevo espacio, que se abrió
el 21 de mayo de 1804 para acoger la inhumación de una niña de cinco
años. Los vecinos entendían que quedaba demasiado alejado de sus predios
y se inclinaban por descansar en los mismos lugares en los que habían
enterrado desde tiempo atrás a los suyos. Tuvieron que trasladarse allí
las sepulturas de algunos personajes bien afianzados en el imaginario
colectivo, como Molière o La Fontaine, para que las
élites parisinas comenzaran a mirar con buenos ojos aquel nuevo
cementerio que se acabaría convirtiendo en uno de los más visitados del
mundo.
"Las Cartas de los dos amantes (Epistolae duorum amantium) son un compendio de reflexiones sobre el amor y el deseo que constituyen un texto fundacional de la literatura francesa"
Una
de esos enterramientos que contribuyeron a dar relumbrón a la
necrópolis es, todavía hoy, uno de los más visitados por cuantos
visitantes se dejan caer por el Distrito XX. Se trata del templete que acoge los restos de Abelardo y Eloísa,
cuya insólita historia de amor pasó a los anales tanto por el relato
que de la misma hizo su protagonista masculino como por la peculiaridad
de los avatares a los que ambos tuvieron que hacer frente. Pedro
Abelardo —castellanización recurrente de su verdadero nombre de pila,
que era Pierre Abélard o Pierre Abaillard, o Petrus Abelardus, si se
prefiere emplear su firma latina— fue filósofo, teólogo, poeta y monje y
defendió con firmeza el conceptualismo, es decir, la tesis de que,
aunque las abstracciones universales no tienen una correspondencia
material en el mundo externo, sí existen como ideas en la mente humana,
donde implican algo que trasciende los meros significantes. Él mismo
contó su vida en un libro que tituló Historia calamitatum y en
el que el victimismo es una constante ya desde el título. Abelardo nació
en 1079 en Le Pallet, una villa fortificada próxima a Nantes, y tuvo la
buena educación que se le supone al vástago de una familia acomodada.
En vez de optar por la carrera militar, se puso a estudiar lógica y
dialéctica y a los veinte años se trasladó a París para instruirse, de
la mano del archidiácono Guillermo de Champaux, en la gramática y la
retórica. Obtuvo el título de magister in artibus y comenzó
hacia 1112 una carrera docente que le llevó por Melun, la colina de
Saint-Geneviève y Laon. No debía de ser Abelardo un tipo especialmente
agradecido —en su autobiografía, él culparía de sus desmanes a la
envidia y los celos—, porque desde que dio sus primeros pasos en la
enseñanza comenzó a ridiculizar a quienes habían sido sus mentores (el
citado Guillermo de Champaux, también el profesor de teología Anselmo de
Laon) hasta conseguir que sus discípulos los abandonaran para seguirle a
él. Cuando regresó a París en 1114, obtuvo un gran éxito en la escuela
catedralicia de Notre Dame, pero no tardaría mucho en padecer los
disgustos que terminarían dilapidando la reputación de la que se había
hecho acreedor.
No
sólo se dedicaba Abelardo a la enseñanza. También componía, en lengua
romance, piezas que entretenían a los estudiantes y gustaban
especialmente a las mujeres. En torno a 1115, un año después de
su regreso a la capital, conoció a Eloísa, hija ilegítima de un noble
que también había recibido una instrucción temprana en la lectura y la
gramática. Estaba a cargo de su tío Fulberto, a la sazón
canónigo de la catedral de París, y ya había adquirido cierta notoriedad
cuando Abelardo inició con ella una correspondencia que en principio
tenía como fin ofrecerle sus servicios como docente, pero pronto comenzó
a adquirir otros tintes. Las Cartas de los dos amantes (Epistolae duorum amantium)
son un compendio de reflexiones sobre el amor y el deseo que
constituyen un texto fundacional de la literatura francesa y hacen que
se considere a Eloísa la primera escritora de occidente cuyo nombre
superó las barreras del olvido. Los intercambios epistolares terminaron
dando paso a los encuentros en carne y hueso, que a su vez desembocaron
en una relación que no contaba con el beneplácito de nadie y que, para
colmo, fue descubierta por Fulberto cuando los dos amantes se
encontraban en pleno ejercicio de sus efusividades. El tío de Eloísa
impuso entonces un alejamiento, pero se las arreglaron para volver a
encontrarse. El destino fue tan contundente que quiso que ella se
quedase embarazada, lo que hizo que Abelardo terminara disfrazándola de
monja para secuestrarla y llevarla a Le Pallet, que quedaba fuera de la
jurisdicción de las autoridades francesas. Allí nacería su hijo,
al que pusieron por nombre Astralabe y cuyos cuidados quedaron
encomendados a Denyse, la hermana de Abelardo. Éste regresó a
París para obtener el perdón de Fulberto y le prometió que contraería
matrimonio con su sobrina, cosa que no acababa de agradar a ésta porque
entendía el matrimonio como una suerte de claudicación de la mujer, dado
que lo relacionaba con el interés de la esposa por adquirir un nivel
social derivado de la condición de su marido. Terminó cediendo, sin
embargo, aunque el matrimonio se mantuvo en secreto y ella rehusó
someterse al orden que su propia familia ha asumido al aceptar el
enlace. Así, cuando Fulberto hizo saber que Abelardo y Eloísa eran
pareja de pleno derecho, el primero envió a la segunda al monasterio de
Argenteuil, pero, incapaz de reprimir su pasión, terminó saltando el
muro para yacer con ella. Eso ya fue demasiado para Fulberto, que por su cuenta y riesgo hizo castrar a Abelardo.
Eloísa decidió entonces tomar definitivamente los hábitos y eso marcó
el inicio de un distanciamiento progresivo de quien fuera su amado. Los
vaivenes personales de Abelardo —a quien acusaban de compaginar sus
obligaciones religiosas con sus devociones maritales, y que para colmo
terminó viendo cómo sus ideas teológicas eran condenadas en el Concilio
de Sens— encontraban eco en la frustración de Eloísa, que se veía
enclaustrada en la disciplina monástica en contra de su voluntad real.
También ella tuvo que soportar dudas por su condición de célibe y
esposa, pero se obstinó en fundar una regla monástica exclusivamente
femenina y llegó a ser nombrada abadesa del Paraclet.
"El
16 de junio de 1817, los restos de ambos se trasladaron al cementerio
del Père-Lachaise, en cuya séptima división reciben desde entonces a
quien quiera visitarlos"
Abelardo falleció
en la primavera de 1142, en la casa madre de la abadía de Cluny, y fue
enterrado en Paraclet. Veintiún años después, el domingo 16 de mayo de
1164, Eloísa exhalaba su último suspiro en la abadía de Cherlieu y su
cuerpo fue sepultado encima del de su esposo, a quien tiempo atrás había
dedicado una composición fúnebre («Contigo soporté las desgracias / que
contigo, cansada, duermo») que forma parte del corpus que la convirtió
en una de las intelectuales más importantes de su tiempo, amén de un
referente para las que habrían de venir después. El 16 de junio de 1817,
los restos de ambos se trasladaron al cementerio del Père-Lachaise, en
cuya séptima división reciben desde entonces a quien quiera visitarlos.
Los arqueólogos cuestionan que los restos que acoge esa tumba sean
realmente los de los infortunados amantes, pero eso no es óbice para que
valga la pena acercarse por ese rincón a rendir homenaje a su memoria,
por ver si eso les resarce en parte de su historia de amor y calamidad.
Fuente: https://www.zendalibros.com/los-insolitos-amores-de-abelardo-y-eloisa/
Suscribirse a:
Entradas (Atom)