ARROZ CON MEJILLONES
miércoles, 19 de febrero de 2025
EL CRIMEN DE “EL JARDINITO”
EL CRIMEN DE “EL JARDINITO”
El hecho acaeció dirante la feria de 1890. Cuentan que en ella toreaba El Guerra y que el tal José Cinta Verde o Cintabelde era gran admirador del torero, tanto que se dejaba llevar por la pasión que sentía hacia él hasta la exaltación y el desvario.
El Jardinito es una finca de la falda de Sierra Morena, apenas iniciado el camino de Santo Domingo. El Cintasverdes, que así lo nombra el pueblo, trabajaba como gañán en un predio cercano, pero en El Jardinito era bien conocido por todos sus habitantes, hacia allí se dirigió para que el capataz le prestase, por su amistad, los justo para comprar la entrada de la corrida. Pero el capataz había marchado a Córdoba, porque era feria, y en el caserío sólo estaban la mujer de éste, otros obreros y alguno niños. Cintasverdes, muy contrariado, pidió el importe de la entrada como limosna, y la señora se la negó. Acto seguido le dispara con la pistola que llevaba escondida en la faja y aunque herida en una mano y soltando sangre, corrió por el pasillo de la casa hacia una habitación cercana para allí refugiarse, pero el asesino volvió a disparar y la mujer herida mortalmente cayó sobre su propia sangre y murió casi en el acto.
Cintaverdes, queriendo en su locura ocultar la tremenda acción que acababa de cometer, pensó en matar a todos los habitantes del caserío y así quedar sin sospecha ni testigos.
Cerca de las casas, entretenido entre los naranjos, había escuchado los disparos el arrendador de la finca; salió hacia el camino para ver que pasaba y por ayudar si era preciso. El Cintasverdes le cortó el paso y con su formidable navaja le atacó salvajemente hasta que le causó la muerte. La navaja del Cintasverdes tenía las cachas de nácar con adornos de plata y la hoja ancha y relucientem con la lengua de las serpientes.
El asesino con los ojos llenos de sangre, el corazón de hiel y la cabeza de culpas, buscaba por la casa y sus alrededores a cuantos pudiesen delatar su crimen; primero encontró al guarda del naranjal que pacífico y amigable se acercaba a él para ofrecerle un cigarrillo como tantas veces había hecho. Pero, cuando advirtió que el Cintasverdes venía hacia él como un lobo rabioso y que empuñaba la pistola, lo esquivó como pudo y trepó por entre las ramas oscuras de la higuera más cercan, hasta su copa. Desde allí trataba de apaciguarlo, pero el asesino, como poseído por una espíritu de muerte, decía palabras incoherentes, amenazaba con el arma y tanto agitó el árbol y con tal fuerza que el guarda cayó pesadamente al suelo y allí mismo, sin oír ruegos ni súplicas, le disparó dos tiros en la cabeza.
Perdido ya todo control el Cintasverdes volvió a entrar en la casa. Buscó por todas partes y encontró al hijo del capataz, que había logrado esconderse. Este fue el cuarto y más horrible crimen, pues el chaval conocía a Cintasverdes y hasta había recibido de él algún regalo en mejores tiempos. Apenas lo encontró, tiró de él hacia donde estaba la madre muerta y sin más contemplación, le rebanó el cuello con la inmensa navaja de nácar y adornos y muelle de plata. La sangre humeante del hijo se mezcló con la de la madre que ya se estaba enfriando.
Este muchacho tenía una hermana más pequeña, más dulce y más asustada que él. A los gritos del hermano apareció en la habitación en que yacía si madre y allí se quedó helada y quieta. El Cintasverdes volvió a repetir el sacrificio y la asesinó como a un cordero sagrado sobre el mismo cuerpo, aún tibio, de su madre.
Cuando ya calmado, aunque manchado de sangre, salía de la casa, porque le vió como era, se cruzó ante él, maullando, el gato de la casa y amigo de los niños. Cintasverdes, dicen, que para evitar todo rastro de vida que le pudiese acusar, de un puntapié lleno de ira acabó con él, de donde dicen las antiguas historias que no quedó vivo ni el gato.
Cintaverdes salió por fin del caserío y echó a andar hacia Córdoba y echó a andar hacia Cordoba. Por la cuesta de la Asomadilla se dejó caer a la Cruz de Juárez y desde allí a los “Santos Pintaos” y ya estaba en Santa Marina en casa de su “querida”, una prostituta barata y despreciable que le había sorbido el poco seso que tenía. Allí se cambiò la ropa manchada de sangre y se dispuso para asistir a la corrida de aquella tarde de feria, en que toreaba El Guerra, su ídolo.
En contra de lo que el Cintasverdes pensaba, el guarda del naranjal no murió de los disparos que él le hizo. Tuvo fuerzas aún para salir a la carretera cercana y pedir auxilio. Acertó a pasar un tal Gavilán, también vecino y conocido y a él contó el guarda cuanto había sucedido y quien era el autor de tantos atropellos.
Marchó Gavilán al cuartel y allí informó de cuanto sabía la teniente Paredes. Éste esperó que empezara la corrida en la Plaza de los Tejares y allí mismo, cuando ya estaba sentado y dispuesto para presenciar el festejo fue detenido el mayor asesino de Córdoba, de los tiempos modernos. El Cintasverdes fue juzgado y ajusticiado al poco tiempo, públicamente, en la Puerta de Sevilla, ante una gran concurrencia de gente que pedía venganza y escarmiento para que nunca volviese a pasar una cosa semejante.
Fuente: Historias y Leyendas de Córdoba – Marcial Hernández Sánchez